Poul Anderson - Guardianes del tiempo

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Guardianes del tiempo: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando se abrió la biblioteca pública, ya estaba él esperando. El relato estaba allí; con fecha de 25 de junio de 1894 y días siguientes. Addleton era un pueblo de Kent, notable tan solo por una finca de estilo gótico perteneciente a lord Wyndham y por una tumba bretona de época ignorada.

El aristócrata, arqueólogo entusiasta, había hecho excavaciones en dicha tumba, asociado con cierto James Rotherhithe, un experto del Museo Botánico, que resultó ser pariente suyo. Lord Wyndham había descubierto una cámara funeraria, más bien mísera; unos pocos utensilios casi mohosos, v carcomidos huesos de hombres y de caballos.

Había también un arca en bastante buen estado, que contenía lingotes de un metal desconocido, que se suponía que era una aleación de plata o plomo. Cayó el lord mortalmente enfermo, con síntomas cíe un envenenamiento fatal; Rotherhithe, que apenas había mirado el arca, no fue afectado, y este indicio circunstancial sugirió la idea de que había suministrado a su noble pariente una dosis de algún misterioso brebaje asiático. Scotland Yard detuvo al hombre cuando, el día 25, murió el lord. La familia Rotherhithe contrató los servicios de un conocido detective privado, quien pudo demostrar por medio de hábiles razonamientos, seguidos de pruebas con animales, que el acusado era inocente y que una «emanación mortal» procedente del arca había sido la que causó la muerte. Arca y contenido fueron arrojados al canal. Enhorabuenas por doquier y todo se desvaneció en un final dichoso.

Everard permaneció sentado en la larga y silenciosa estancia. El relato no decía más. Pero era altamente sugestivo, por lo menos.

—¿Por qué, pues, la Patrulla victoriana no había husmeado en el asunto? ¿O acaso lo había hecho?

Claro que no publicarían nunca los resultados. Era mejor enviar un memorándum.

Cuando volvió a su habitación tomó una de las pequeñas cajas mensajeras que le habían dado, escribió un informe y lo colocó dentro de la caja para enviarlo al puesto de control de la oficina de Londres en 25 de junio de 1894. Cuando, por último, pulsó el botón que hacía el envio, la caja se desvaneció a sus ojos con un leve murmullo del aire a su partida.

A los pocos minutos, regresó. La abrió Everard y sacó de ella una hoja limpiamente mecanografiada (pues por aquel entonces se había inventado ya la máquina de escribir); la deletreó con la rapidez que le habían enseñado. Decía:

«Muy señor mío: Respondiendo a la suya de 6 de septiembre de 1954, le acusamos recibo y elogiamos su diligencia. En efecto, el asunto no ha hecho sino comenzar, pero estamos muy ocupados actualmente en evitar el asesinato de S.M., así como con la cuestión balcánica, el comercio de opio (1890-22.370) con China, etc. Mientras no podamos arreglar estos asuntos y volver- al motivo de esta carta, interesa no despertar curiosidades que surgirían al estar en dos sitios a la vez, lo que podría ser notado. Por ello, apreciaríamos mucho que usted y otro calificado agente inglés vinieran en nuestra ayuda. Salvo noticia en contrario, los esperaremos en el 14 B de Oíl Osborne Road, el 26 de junio de 1894, a las doce de la noche. Créame, señor, su más humilde affmo. y obediente servidor.

J. Mainithethering.»

A esto seguía la indicación de las coordenadas espacio-temporales, un poco incoherentes tras tanta floritura.

Everard llamó a Gordon, obtuvo su conformidad y pidió un saltatiempos en el almacén de la Compañía. Luego envió una nota a Charlie Withcomb, que inmediatamente replicó, «¡Seguro!», y salió a recoger su vehículo.

Este recordaba un poco a las motocicletas, pero sin ruedas ni manillar. Tenía dos asientos y una unidad de propulsión antigravitatoria. Everard puso los cuadrantes para la Era de Withcomb, pulsó el botón principal y se halló en otro almacén. Estaba en Londres, en 1947. Permaneció sentado un momento recordando que, en aquellas fechas, él mismo, siete años más joven, aún estudiaba en los Estados Unidos. Después, Withcomb ocupó el sitio del conductor y estrechó la mano a Everard.

—¡Me alegra verte de nuevo, muchacho! —exclamó, y en su cara macilenta se encendió la sonrisa, curiosamente encantadora, que Everard había llegado a conocer tan bien—. Conque lo de Victoria, ¿eh?

—¡Justo y cabal! ¡Anda, arranca! —y Everard se volvió a sentar. Poco después se encontraban de nuevo en otra oficina muy particular.

Miraron parpadeando en torno suyo. Hacía un efecto inesperado e imponente el mobiliario de roble, la gruesa alfombra, los flameantes reverberos de gas… Ya podía usarse la luz eléctrica, pero la importante casa Dalhousie Roberts era conservadora y sólida. El propio Maínwethering se levantó de su asiento para saludarles. Era un hombre grande y pomposo, con pobladas patillas y monóculo. Pero tenía aspecto forzudo y un acento de Oxford tan cerrado que Everard apenas podía entenderle.

—Bien venidos, caballeros. Han tenido un excelente viaje, ¿no? ¡Oh, sí!… Lo siento. Ustedes, caballeros, son nuevos en el negocio. Un poco desconcertante, al principio. Me acuerdo lo que me chocó una visita que hice al siglo XXI. Aquello no era inglés, en absoluto. Sin embargo, solo es una res naturae, otra faceta del siempre sorprendente Universo. Deben excusar mi falta de hospitalidad, pero en este instante estamos tremendamente ocupados. Un fanático alemán que en 1817 aprendió d secreto del viaje en el tiempo de labios de un incauto antropólogo, robó una máquina y ha venido a Londres a asesinar a la reina. Tenemos una labor del demonio para descubrirle.

—¿Y lo lograrán ustedes? —preguntó Whitcomb.

—¡Oh, sí! Pero es un trabajo del diablo, caballeros, y aún más porque debemos operar secretamente. Me gustaría contratar a un investigador privado, pero el único disponible ahora es demasiado listo. Opera sobre la base de que, cuando se ha eliminado lo imposible, cualquiera que sea lo que quede, aunque parezca improbable, debe ser la verdad. Y el viaje por el tiempo no debe de parecerle demasiado improbable.

—Apostaré —replicó Everard— que es el mismo hombre que trabaja en el caso Addleton o que lo hará mañana. No importa; sabemos que probará la inocencia de Rotherhithe. Lo importante es que he estado husmeando en los antiguos tiempos bretones.

—Sajones, dirás —corrigió Withcomb, que había comprobado los datos por su cuenta—. Mucha gente confunde a los bretones con los sajones.

—Casi tanto como a los sajones con los de Jutlandia —arguyó, suavemente, Mainwethering—. Kent fue invadido por Jutlandia, creo… ¡Ah! ¡Hum! Aquí están los papeles. Y fondos y vestidos…, todo preparado. A veces pienso que ustedes, los agentes del campo de batalla, no se dan cuenta del trabajo que nos toca hacer en las oficinas, hasta para la menor operación. ¡Ah, perdón! ¿Tienes ustedes plan de campaña?

—Sí —repuso Everard, empezando a despojarse de sus ropas del siglo XX—. Eso creo. Ambos conocemos bastante la Era Victoriana para salir con nuestro empeño. Yo, desde luego, seguiré como americano; ya veo que lo ha consignado usted en mis papeles.

Mainwethering parecía melancólico. Explicó:

—Si el incidente de la tumba dio lugar a una famosa obra literaria, vamos a tener aquí una lluvia de memorándums. El de ustedes fue el primero. Luego han llegado otros dos: uno de 1920 y otro de 1960. ¡Dios mío, cuánto desearía que me asignaran un robot secretario!

Everard luchaba con el embarazoso vestido. Le estaba bastante bien, pues sus medidas constaban en los ficheros de la oficina, pero hasta entonces no había apreciado la relativa comodidad de sus propias ropas. ¡Maldito chaleco aquel!

—Creo —dijo— que este asunto puede ser totalmente inofensivo, y, en realidad, así debió de ser, puesto que estamos aquí. ¿Eh?

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