Robert Silverberg - Un héroe del Imperio

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Un héroe del Imperio: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Qué es lo que vemos en esta tierra de Arabia Desierta? ¡Vaya! Pues una llanura arenosa, tórrida y desolada, atravesada por abruptas y yermas colinas. No existen ríos y apenas llueve alguna vez. El sol es despiadado, el viento, constante. Las dunas se mueven y se alzan como las olas del mar en una tormenta. Legiones enteras podrían quedar sepultadas y perdidas por las ráfagas de viento en un solo día. Por árboles, tan sólo cuentan con pequeños tamarindos y acacias achaparradas, que se nutren del rocío de la noche. Por uno y otro lado, se pueden encontrar charcos de agua salobre que mana de las entrañas de la tierra y que permite algunos pocos pastos verdes y, a veces, un poco de terreno húmedo en el que la palmera datilera y la viña consiguen echar raíces; pero es una vida bastante pobre para los que han elegido establecerse en tales lugares.

En general, los sarracenos son una raza nómada, y conducen sin cesar sus manadas de caballos, ovejas y camellos de un lado a otro a través de esta árida y dura tierra, buscando hierba para sus bestias allá donde pueden. Durante todo el año persiguen las estaciones, desplazándose desde la costa a las montañas y a las llanuras para aprovechar la escasa agua de lluvia que cae en meses diferentes según las distintas regiones. De vez en cuando se aventuran hasta lugares tan distantes como las riberas del Nilo o las aldeas agrícolas de Siria o el valle del Eufrates, para caer como forajidos sobre los tranquilos granjeros de estos lugares y acabar con sus cosechas.

La dureza del territorio lo convierte en un lugar de peligro y miseria, de rapiña y miedo. Los sarracenos se organizan en su propio interés en pequeñas bandas tribales, bajo el dominio absoluto de sus fieros y despiadados ancianos. Las guerras entre estas tribus son permanentes, y tan intenso es el sentido del honor de cada individuo, que los ultrajes se infligen con extrema facilidad y las contiendas de sangre persisten generación tras generación, ya que nunca parece borrarse del todo el antiguo motivo de la disputa.

Hay aquí dos asentamientos que han llegado a dignificarse con el nombre de «ciudades». ¡Ciudades, Horacio! Agujeros de lodo con algunos muros. En la parte norte de este desierto se encuentra Iatrippa, que en la lengua sarracena se denomina Medina. Tiene una población de unos quince mil habitantes más o menos y, para lo que son las aldeas árabes, ésta está bastante bien provista de agua, pues cuenta con abundantes datileras y su población disfruta de una vida cómoda, tal como la comodidad se entiende en estos pagos.

Después de un viaje de diez días de caravana hasta el sur, a través del deprimente y arduo terreno salpicado ocasionalmente por prominentes peñascos de piedra oscura, llegamos a la ciudad que nuestros geógrafos conocen con el nombre de Macoraba, La Meca para la gente del lugar. Esta Meca es una población más grande, con cerca de veinticinco mil habitantes, y es tal su inefable fealdad, que el mismo Virgilio no habría sido capaz de concebirla. Imagínate, si quieres, un lugar cuyas construcciones no son otra cosa que mondas casuchas de barro y ladrillo desplegadas a lo largo de un llano pedregoso de un kilómetro y medio de ancho y tres de largo, que se extiende a los pies de tres agrestes montañas, desprovistas de toda vegetación. El terreno silíceo no es apto para la agricultura. El único pozo importante da agua amarga. La tierra de pastos más próxima se encuentra a ochenta kilómetros. Nunca he visto un lugar tan poco atractivo para la vida humana.

Creo que podrás suponer en seguida cuál de las dos ciudades de Arabia Desierta eligió nuestro gentil emperador como lugar para mi exilio.

—¿Por qué alguien en su sano juicio decidiría fundar una ciudad en un emplazamiento así? —le pregunté a Nicomedes el paflagonio, quien fue lo bastante amable como para invitarme a cenar en mi segunda noche de depresión en La Meca.

Nicomedes, como indica su nombre, es griego. Es el legado en Arabia Desierta del colega real de nuestro emperador, el emperador oriental Mauricio Tiberio, y sospecho que él es la verdadera razón por la que he sido enviado aquí, como explicaré pronto.

—Está en medio de la nada —dije—. Nos hallamos a cuarenta millas del mar y en la otra dirección hay centenares de kilómetros de vacío desierto. Nada puede crecer aquí. El clima es atroz y el terreno, en su mayor parte, pedregoso. No puedo ver la más mínima razón por la que alguna persona, incluidos los sarracenos, quieran vivir aquí.

Nicomedes el paflagonio, que es un apuesto individuo de unos cincuenta años con abundante cabello blanco y afables ojos azules, sonrió e hizo un gesto con la cabeza.

—Te daré dos, amigo mío. Una es que, en Arabia, casi todo el comercio se lleva a cabo por caravana. El mar Rojo es lugar de corrientes difíciles y traicioneros arrecifes. Los marineros lo aborrecen. Así pues, en este país los productos se transportan principalmente por tierra, y todas las caravanas han de pasar por aquí, porque La Meca está situada justo a medio camino entre Damasco hacia el norte, y las prósperas ciudades de Arabia Feliz, al sur de aquí; además, también se halla en la única ruta aceptable este-oeste a través del desierto increíblemente atroz que se extiende entre el golfo Pérsico y el mar Rojo. Las caravanas que llegan hasta aquí vienen de hecho pródigamente cargadas, y los mercaderes, los posaderos y los recaudadores de impuestos de La Meca hacen los lucrativos negocios que siempre llevan a cabo los intermediarios. Deberías saber, mi querido Leoncio Córbulo, que en esta ciudad hay muchos hombres muy acaudalados.

Se detuvo y nos sirvió más vino: un maravilloso y agradable caldo de Rodas. Difícilmente habría podido imaginar que alguien pudiese ofrecer algo así a los huéspedes ocasionales en esta avanzadilla remota.

—Has hablado de dos razones —le recordé, tras unos instantes.

—Ah sí, claro. —No lo había olvidado, sólo que es un individuo sin prisas—. También es una ciudad sagrada. Hay aquí un santuario, al que llaman la Kaaba. Deberías visitarlo mañana. Te sentará bien salir a dar una vuelta por la ciudad, pasarás mejor el tiempo. Se trata de una pequeña construcción cúbica y achaparrada de piedra negra situada en el centro de una gran plaza. Es bastante fea, pero enormemente sagrada para los sarracenos. Contiene cierto trozo de piedra caído del cielo, el cual veneran como a un dios. Los miembros de las tribus sarracenas de todas las partes del país vienen aquí en peregrinaje a rendir culto a la Kaaba. Dan vueltas a su alrededor una y otra vez haciendo reverencias a la piedra, besándola, sacrificando ovejas y camellos para ella y, más tarde, se reúnen en tabernas y recitan poesías de guerra y versos amorosos. Creo que se trata de poesía muy hermosa, a su estilo bárbaro. Estos peregrinos vienen aquí a miles. Tener el santuario nacional en tu ciudad da dinero, Córbulo, mucho dinero.

Sus ojos brillaban. ¡Qué amor sienten los griegos por los negocios!

—Además —prosiguió—, los caciques de La Meca han proclamado, muy astutamente, que en la ciudad santa todas las guerras tribales y disputas familiares están estrictamente prohibidas durante estas grandes celebraciones religiosas. ¿Sabes algo sobre los sarracenos y sus disputas familiares? Bien, ya lo irás aprendiendo. En cualquier caso, es muy útil para toda la gente de este país que una ciudad haya sido puesta al margen y en la que no tengas que tener miedo de que una cimitarra aterrice en tu estómago si se da la circunstancia de que te encuentras con la persona equivocada al cruzar la calle. Aquí, gentes de tribus que se odian entre sí el resto del año hacen un montón de negocios durante el tiempo de tregua. Y los naturales de la ciudad aprovechan este descanso, ¿me sigues? Ésta es la vida y la actividad de la ciudad: recaudar porcentajes sobre todas las cosas. Ah, sí, ésta puede ser una lúgubre y horrorosa ciudad, Córbulo, pero aquí viven hombres que podrían comprar tus caprichos y los míos en lotes de dos docenas.

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