Philip Farmer - El Dios De Piedra Despierta

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¿Cómo será el mundo dentro de millones de años? Esto era lo último que se hubiera imaginado averiguar el científico piel roja Ulises Singing Bear cuando estaba trabajando en un proyecto secreto referente al éstasis atómico. Pero fue lo que descubrió cuando le falló el experimento. Pues, convertido en su propio conejo de Indias, fue él quien se despertó a la vida en un lejano, muy lejano futuro. Esto es lo que nos ofrece aquí la fabulosa imaginación de Philip Jose Farmer, creador de universos, explorador del pasado y del presente, en una nueva novela de las épocas por venir… una novela llena de acción y aventuras, de luchas con espadas, de la brujería, de lo desconocido, y de las ciencias olvidadas en el tiempo y las civilizaciones que florecieron y murieron durante los milenios que aún han de trascurrir.

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De pronto, los supervivientes comenzaron a correr hacia los agujeros de la cubierta exterior de la nave. Habían tenido suficiente. Pero antes de llegar a los agujeros se detuvieron. Y luego se volvieron con un grito de entusiasmo. Por los agujeros penetraban más hombres murciélago.

– ¡Tirad los cadáveres! -gritó Graushpaz-. ¡Elevemos la nave adonde no puedan alcanzarnos!

Y comenzó a desalojar el pasillo, tirando los grandes cuerpos de sus amigos, mientras gemía con el dolor del venablo en su espalda. La cubierta exterior del dirigible se rompía al caer sobre ella los cadáveres. Penetraba más aire silbando a través de los agujeros, pero no importaba. Ya entraba mucho aire por un centenar de agujeros.

Ulises gritó a los demás que tirasen el resto de los cadáveres. Los otros alzaron a sus camaradas muertos y los echaron por encima de la barandilla, y luego se ocuparon de los hombres murciélago. Habían continuado penetrando refuerzos a través de los agujeros, pero su número no era tan abrumador como habían supuesto. Serían unos cincuenta. Sumados a los que ya estaban allí, eran un total de sesenta. Suficientes, sin embargo, para matar a los trece supervivientes una docena de veces.

Descendió corriendo por el pasillo hasta pasar la portezuela que conducía a la barquilla de control. Continuó a su derecha por un puente entre máquinas que llevaba a una estación de defensa y allí buscó una bomba. Planeaba encender la mecha y situarla junto a una célula de gas. Los hombres murciélago entenderían lo que significaba; entenderían sus gestos. O salían de la nave o tiraría la bomba a la célula, y todos morirían instantáneamente. Quizás fuesen lo bastante fanáticos para dejarle hacerlo, pero sólo tenía aquella oportunidad. De cualquier modo, tirase la bomba o se negase a hacerlo en el último segundo, él y sus hombres estaban sentenciados. Pero los hombres murciélago podrían asustarse lo bastante para salir de la nave.

No había ni bombas ni cohetes. Todos habían sido consumidos.

Mejor así. Si no, algún hombre murciélago habría cogido una bomba o un cohete, lo habría prendido y todos los atacantes habrían huido antes de que el dirigible se incendiase.

Ulises dio la vuelta y corrió de nuevo por el puente hasta llegar a un puntal. Saltó sobre éste y subió por él hasta situarse en la estructura de la base de una gran célula de gas. Comenzó a dar voces hasta que todos volvieron la cabeza hacia él, y entonces rasgó la tela de la bolsa con su cuchillo.

La abertura era muy pequeña. Brotaba el hidrógeno soplando sobre su cabeza. Retrocedió y luego sacó una caja de cerillas del bolsillo. La mostró para que todos pudieran ver lo que era, e hizo un gesto de encender. Esperaba que los hombres murciélago supiesen lo que eran las cerillas. Si no, su gesto sería inútil.

Hubo un grito horrorizado entre los hombres murciélago y también entre sus propios hombres.

– ¡Hombres murciélago! -gritó-. ¡Salid inmediatamente de esta nave! ¡Si no, moriremos todos! ¡Ahora! ¡Arderéis como polillas!

Se oyó un estruendo. Graushpaz había caído por la baranda del puente y atravesado la cubierta exterior de abajo, desapareciendo en el vacío. Había pagado su deuda; sabía que tenía sólo unos minutos de vida. Se había tirado para aliviar de peso a la nave para que así pudiera elevarse.

Los que estaban en el puente principal y los hombres murciélago que estaban en los puntales, escalerillas y columnas del lado de estribor, se quedaron helados. Ni siquiera se movieron cuando Graushpaz se tiró por la baranda. Miraban fijamente las manos de Ulises, la caja de cerillas.

El comandante de los murciélagos llevaba un yelmo de cuero escarlata que indicaba un grado equivalente al de coronel. Estaba acuclillado en una escalerilla, con una jabalina en una mano y sujetándose con la otra a la baranda, crispado el rostro. Pasaba por un calvario de indecisión.

Entonces Awina avanzó lentamente y enarboló una maza. La arrojó y fue dar en la cara del comandante. Este cayó sin un grito.

Los otros se miraron entre sí. Su jefe había muerto, y el siguiente en el mando tenía que decidir si debían morir todos en un holocausto en los segundos siguientes o retirarse. El negarse a marchar aseguraría también la muerte del principal enemigo. Pero Ulises se daba cuenta de lo que estaban pasando. Su vida era tan corta. Aunque fuese mísera, era lo único que tenían. Y si huían, podrían luchar otra vez más tarde. Este argumento era tan cierto y persuasivo como veinte millones de años antes. Con la caja de cerillas en la mano izquierda, Ulises aplicó la punta de una de ellas al rascador.

– ¡Una pequeña llama! -gritó-. ¡Con eso basta! ¡Y todos moriremos quemados!

Entonces, un hombre murciélago tocado con un yelmo grisáceo, que indicaba un rango equivalente al de mayor, gritó con voz aguda:

– ¡Es preferible la muerte!

Blandió una fina lanza luego y dijo:

– ¡Ataquémosles!

Sin esperar a ver si le seguían, se lanzó con las alas extendidas hacia Awina. Pero el aire era allí más fino y no pudo deslizarse en el ángulo correcto. Fue a dar contra la baranda y Awina le golpeó en la cabeza con su tomahawk. Siguiendo sus pasos, llegaron unos veinte más, algunos de los cuales cometieron el mismo error que su jefe, yendo a estrellarse contra la baranda. Los otros fueron recibidos por las armas de los doce defensores que quedaban, que permanecían espalda contra espalda, seis mirando hacia un lado y seis hacia otro.

Ulises, viendo que el resto de los hombres murciélago habían salido tranquilamente por los agujeros por los que habían entrado, se metió en el bolsillo la caja de cerillas y corrió a ayudar a los suyos. Llegó a tiempo para coger una lanza y atravesar con ella la espalda de un hombre murciélago. Los supervivientes del último ataque, que eran.cuatro, se alejaron volando y salieron también por los agujeros.

Estaban todos tan cansados que apenas podían moverse. Uno de los wufeas se desplomó y murió. Pero Ulises insistió en que tres reparasen la célula de gas que él había rasgado y en que los otros fuesen con él a la barquilla. No dormiría hasta que consiguiese llegar otra vez a la tierra de los neshgais con el Espíritu Azul .

En realidad, pudo dormir varias noches. El dirigible se pasó quince horas luchando contra el viento mientras perdía altura lentamente. La tripulación buscó fugas y encontró algunas pequeñas, pero no pudo localizarlas todas. Cuando la nave abandonara el Árbol avanzaba por las capas más bajas de la gran planta. Esto favorecía su avance en cierto modo, porque allí no había viento. Pero el piloto tenía que estar constantemente sobre aviso. Debía navegar entre troncos y ramas, entre ramas y complejos de enredaderas, por pasadizos que apenas permitían maniobrar.

Quince kilómetros después de abandonar el Árbol, el dirigible descendió sobre la herbosa llanura y no pudo seguir.

Los supervivientes salieron de la gran masa con sus suministros, tras lo cual Ulises prendió fuego a la nave para asegurarse de que no caería en manos hostiles. No era que hubiesen visto hombres murciélago, pero no quería correr ningún riesgo. Si había algo que no deseaba era que los hombres murciélago aprendiesen a hacer dirigibles.

Continuaron a través de las llanuras hacia las montañas, al otro lado de las cuales estaba el país de los neshgais. Las otras naves habían ido delante hacía mucho. Sus motores, en contra del viento, se habían agotado rápidamente, y las naves habían tenido que retroceder antes de que los motores vegetales muriesen de agotamiento.

Dos días después vieron un gran dirigible que venía hacia ellos. Según lo prometido por radio, la nave había regresado a por ellos una vez descansados los motores.

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