Romain Gary
La Exhalación
Título original: The Gasp
Traducción: Beatriz Ceppi de Zawells
Primera Parte – PRODUCTOS ENVASADOS
Era un frío día de sol. El viento del Este fustigaba las banderas blancas y amarillas de la Guardia Suiza, apostada junto a la Puerta de Bronce, donde termina Italia y comienza el reino de la cristiandad. El cielo romano, de un azul invernal, lucía salpicado por ralos jirones de nubes, que tenían cierto parecido a las de las óperas que siempre contienen un toque de velos desplegados, de carrozas de carrera, y de escultura clásica. Un joven norteamericano, alto, de barba y anteojos, que aquí no volverá a ser nombrado, esforzando los ojos miopes hacia el helado lapislázuli, le comentó a su compañera que el color azul refleja más lucidez y sensatez severa, que emoción. El hijo de unos pobres campesinos italianos, que gobernaba a medio billón de almas cristianas, estaba impartiendo la bendición dominical a los fieles y a los simples curiosos reunidos en la plaza donde diecinueve siglos antes San Pedro había muerto crucificado. El viento, hábil músico de dedos de acero, deslizaba sus helados dígitos sobre la multitud que oraba de rodillas. Pocos momentos antes, mientras daba vueltas en su dormitorio, el Santo Padre, vestido con el pantalón y las chinelas gastadas que tanto apreciaba, le había comentado a monseñor Domani, su secretario privado: "Cuando se envejece, uno se despierta pensando que algo no funciona en la calefacción".
Unos pocos turistas jóvenes, para ver mejor la robusta y blanca silueta que estaba en la ventana ubicada sobre la columnata de Bernini, se habían encaramado a las escaleras y los andamios abandonados por los obreros de San Pietrini, amantes custodios de la basílica durante tres siglos.
Con las últimas palabras del Deo gratias docenas de palomas abandonaron la plaza y volaron a los cuatro rincones del mundo, un bien intencionado pero no muy apropiado efecto teatral, imaginado por alguien de la fraternidad de San Andrés, el patrono de los gitanos. Al día siguiente, tendrían que escuchar a la curia hablarles sobre esto.
El Santo Padre había concluido la oración y estaba haciendo la señal de la cruz sobre las cabezas de los fieles, cuando su mano se detuvo en el aire y el Pontífice se inclinó tomándose de los barrotes de la ventana:
– ¿Che cos'e?
Dos hombres detrás de él, el cardenal Ocello, de la Secretaría, y el señor Decci, el arquitecto con el que el Papa discutiera momentos antes sobre el alza de los precios relacionados con el mantenimiento y renovación de los edificios del Vaticano, corrieron hacia el Pontífice, conscientes de su avanzada edad y de su salud quebrantada. Lo vieron asomarse hacia afuera del balcón y señalar algo o alguien en la multitud, y en la plaza San Pedro resonó el aterrorizado grito de Juan XXIII:
– ¡Dios mío!
Entre la multitud se tambaleaba un hombre que tenía los brazos abiertos, alzados en dirección a la ventana del Papa. A pesar de que empujaba y trataba frenéticamente de abrirse paso nadie le prestaba atención, ya que las repentinas explosiones de excesivo fervor religioso no constituían ningún acontecimiento extraordinario.
Lo que estremeció al Pontífice, arrancándole la exclamación de horror, fue haber visto a quien lo perseguía. Sobresaliendo del grupo arrodillado de los blancos peregrinos de Fátima, una alta y obscura figura apuntaba con un revólver al fugitivo. Tres tiros se sucedieron rápidos justamente cuando monseñor Domani llegaba a la ventana. El joven sacerdote vio que el hombre corría, se detenía, y luego caía en tierra. Entonces empezó el tumulto y la escena se convirtió en una confusión tremenda, vertiginosa y sensacionalista, justamente aquello a lo que los periódicos se refieren cuando informan a los lectores que, "en la confusión que sobrevino, el asesino consiguió escapar".
Sin embargo, monseñor Domani demostró su presencia de ánimo en forma admirable. Cerró la ventana y corrió las cortinas.
La víctima había sido alcanzada al llegar a la galería. Yacía de espaldas sobre el piso de mármol manteniendo apretadamente un portafolio. El asesino había arrojado el arma, una Luger automática, gesto que fue advertido por un peregrino de raza negra de Sierra Leone quien primero la miró y luego la pateó como para asegurarse de que estaba bien muerta y no lo mordería.
Pocos minutos después monseñor Domani, enviado por el Santo Padre, estaba inclinado junto al hombre a punto de morir. Según el sacerdote de veintinueve años declarara a su confesor, el pensamiento de que el pobre infeliz debería de haber elegido algún lugar más apropiado para ser asesinado, no había estado totalmente ausente de su mente.
Los ojos del hombre seguían bien abiertos y su cara era sorprendentemente hermosa, de una belleza más propia de la nobleza que del simple hecho de ser bien parecido. Su larga y blanca melena pertenecía a aquellas que en Italia son motivo para que quien las luce reciba de los demás el tratamiento de maestro.
Luego monseñor Domani advirtió dos cosas.
Una era que el moribundo llevaba sobre la solapa el botón dorado y rojo de la Gran Cruz de la Legión de Honor, la mayor distinción otorgada por Francia a una persona.
La segunda cosa que monseñor Domani notó, la consideró como una ilusión óptica y no le prestó atención.
El francés estaba tratando de hablar: -El portafolio… Juan XXIII… Dárselo a… Su Santidad… Juan XXIII… Solamente a él… Solamente a él…
– Sí, hijo mío- aprobó Monseñor Domani, pues era evidente que los últimos pensamientos del moribundo se dirigían a quien correspondía.
Sin embargo, las últimas palabras carecieron de sentido:
– La exhalación, -murmuró-. Le souffle… Notre ame immortelle… Nuestra alma inmortal… Juan XXIII… Lui seul… Sólo él…
En un último esfuerzo espasmódico empujó el portafolio hacia el sacerdote, como queriendo significar que contenía su immortelle y que su deseo era entregárselo a Su Santidad.
Luego expiró.
Monseñor Domani juntó las manos e inclinó la cabeza, pero al comenzar a orar volvió a experimentar la misma ilusión óptica.
El portafolio palpitaba.
Se movía, tenía pulsaciones, como si adentro hubiese un animalito encerrado tratando de liberarse.
Mientras el joven jesuíta seguía susurrando la oración, dirigió al portafolio una mirada larga y profunda.
No era una ilusión.
El portafolio se contraía y dilataba. Lo que estaba adentro palpitaba en forma regular, como -bueno, sí, como un corazón-. Latía. Un gadgeto, pensó monseñor con cierto desasosiego, y, finalizando la oración, y apresurándose en forma inadecuada, se retiró de la escena prudentemente dejando instrucciones para que se inspeccionara el contenido del portafolio antes de serle entregado. Podía ser un artefacto explosivo, una máquina infernal de un anarquista dirigida contra el Santo Padre.
Media hora después se le informó que el hombre asesinado no era otro que el señor Goldin-Meyer, un catedrático muy distinguido y profesor de civilización en el College de France. Monseñor Domani advirtió con sorpresa que era judío. En cuanto al portafolio, se encontró que no contenía nada que fuera más peligroso que un encendedor común y un juguete mecánico que parecía una pelota de ping-pong que al dejarla sola saltaba de arriba abajo. También había un sobre cerrado dirigido al Papa. Obviamente, nada muy urgente. El porqué de que una persona tan distinguida, de origen judío, se hubiera servido de un aparato tan banal para presentarse ante Juan XXIII y sólo encontrara una mano asesina en el trayecto, era un hecho que estaba totalmente fuera de la comprensión de monseñor Domani-, por lo que decidió dejar el asunto en manos de la policía italiana. Podía tratarse de algo político, pero únicamente Dios sabía qué. Monseñor Domani se dirigió a informar al Santo Padre al que encontró firmando unos papeles, pesaroso y un tanto abatido. El asesinato lo había perturbado profundamente. Mientras escuchaba el relato miraba a monseñor con muestra de pesadumbre, por encima de los anteojos que tenía un marco de acero, murmurando una o dos veces
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