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Romain Gary: La Exhalación

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Romain Gary La Exhalación

La Exhalación: краткое содержание, описание и аннотация

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Un hombre que lleva un portafolios es asesinado frente al Vaticano. Dentro del portafolios hay una carta, un encendedor y una pelotita color blanco perlado que rebota sin cesar. El Papa y la Iglesia Católica se encuentran frente a un dilema moral que nunca antes habían encarado. Así comienza esta nueva y fantástica novela de Romain Gary, pues la exhalación es la energía que despiden los hombres al morir. Rápidamente, esta inagotable fuente de energía desata los intereses creados entre varios países. Francia, China, Rusia y los Estados Unidos se ven involucrados por diferentes razones. Y, Marc Mathieu: el genial científico francés que posee la fórmula de la destrucción, se les enfrenta, convirtiéndose en una amenaza para la supervivencia de la humanidad.

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En términos vulgares y no científicos, la energía allí dentro era inmortal. Pero no se lo dijo. Todo dependía de las palabras, del vocabulario.

– Bastardos -musitó May con una voz espesa de borracha, apoyándose sobre el codo, la larga y rubia caballera cayéndole en cascada sobre los pechos-. No tenían derecho a hacerle una cosa así a un alma cristiana. A ningún alma. Encerrarla para la eternidad dentro de un maldito artefacto. Hacerla trabajar para ustedes hasta el fin de los tiempos. Yo llamo a eso explotación. Transformarla en energía. Es una acción miserable, comunista. Eso es lo que es, comunismo.

Malhieu gimió, se agarró la frente.

– May, esto no tiene nada que ver con lo que llamas alma y por una maldita buena razón: Es tecnología.

– Me dijiste…

– Ya lo sé, ya lo sé. Fui un tonto. Estaba simplemente usando una metáfora… bueno, una imagen. Quise simplificarlo para ti.

– Gracias.

– Yo…

– Sabías que era una idiota y trataste de explicármelo en términos idiotas.

– Lo que quise decir es que esto es una force que todos tenemos adentro, y punto. Sucede que cuando nos convertimos en materia -muy bien, cuando morimos- la energía que está dentro de nosotros se libera a una velocidad fantástica. Eso es todo. La llamamos velocidad de ascención. Conseguimos apresarla y hacerla trabajar para nosotros. Estancarla, para decirlo de alguna manera. Encerrándola en un generador. O recogiéndola en un recipiente. En realidad no es nada más que una recuperación de desperdicios. Productos envasados. Será mejor que lo comprendas ahora porque es la última vez que trato de explicártelo.

Se dio por vencido. No valía la pena. May no escuchaba. Y empezaba a encontrarse en una situación tan remota como la misma humanidad: la razón contra la superstición.

– Debí saberlo -se quejó Mathieu-. Desde el momento en que se elige a una chica del strip-tease del Crazy Horse que tiene el traste al aire, está destinada fatalmente a ser cristiana. May le sonrió.

– Me odias, ¿no es verdad? Y también sé por qué.

– Porque no puedo vivir sin ti, si es eso lo que piensas decir.

– Un día me moriré y me encerrarás en una pelotita blanca perlada y me mirarás saltar mientras le haces el amor a tu nueva chica… La verdad es que eres un monstruo. Le tomó la mano y se la besó.

– No hagas eso, May, es feudal.

Mathieu hundió la cara en el espeso y fragante haz de luz que la rodeaba, alrededor de los hombros, miró el reloj y saltó de la cama. Su cita con De Gaulle era a las once.

– ¿Qué apuro tienes?

– No puedo hacer esperar a Francia.

May se agachó y conectó el tocadiscos. Un cantante pop convertía a Jesús en una mina de oro. Parecía haber recuperado la alegría y Marc se sintió tranquilizado. Se estaba adaptando. Lentamente, dolorosamente. Mostraba una reacción conservadora bastante normal, que debía esperarse (hablando científicamente) de una mente sin entrenamiento. Pero cuando terminó de afeitarse y salió del cuarto de baño, la encontró todavía en la cama, mirando horrorizada a la pelota saltarina.

– ¿Quién está adentro, Marc?

– ¿Qué?

– ¿El espíritu inmortal de quién has encerrado adentro, h…de p…?

No consiguió calzarse el zapato que estaba por ponerse y siguió allí sentado, manteniendo los ojos cerrados y el zapato en la mano. Paciencia era lo que más necesitaba de May y era lo que más le faltaba.

– Escucha, May -le dijo con demasiada tranquilidad como era habitual cuando trataba de controlar su enojo-. Tiene tanto que ver con nuestro "espíritu inmortal" o nuestra "alma" o lo que fuese como un peso. No es más que un escape. Hazme el favor. Deja de pensar en eso.

– Bueno, pero de todos modos viene de alguien ¿no es así? ¿Quién es?

– Ya que quieres saberlo, Jean Pitard.

– ¡Oh, Dios mío! Tu mejor amigo y lo…

– ¿Y qué? Jean era ateo. Un racionalista.

– ¿Te dio permiso?

– No hubo tiempo. Estuvo inconsciente desde el momento en que el auto chocó contra el árbol. Pero estoy seguro de que no hubiese puesto objeciones. ¿Por qué había de dejar que su energía se perdiera en algún lugar, por allí? Un desperdicio terrible.

– ¿Conseguiste el permiso de los familiares?

– ¿Qué diablos crees que es esto, un trasplante?

May miró la pelota nuevamente.

– Jean Pitard -dijo-. Un hombrecito tan tranquilo y amable… Míralo allí, pobrecillo, rebotando arriba y abajo… tratando de liberarse…

– ¡Merde! -se quejó Mathieu-. ¡Merde!

Tomó la pelota, salió al balcón y la arrojó a la plaza. Vio a un chico correr detrás del objeto saltarín y agarrarlo. "Una linda mascota para un chico" -pensó.

4

Entró en la cocina para calentar café; introdujo tres rebanadas de pan en la nueva tostadora y dio, un salto al ver que el pan se convertía en cenizas ante sus propios ojos. Rápidamente apagó el exhalador para que no se quemaran ni la tostadora ni la maldita mesa. Demasiada fuerza. La tecnología otra vez. Era la perdición de la ciencia. Luego desconectó el exhalador.

El control no era el único problema. Debía existir el modo de fragmentar la exhalación, de descomponerla, por llamarlo así, para que cada rendimiento obtenido pudiese ser subdividido, y se consiguiese aplicar la energía dosificada para cada necesidad específica. Desgraciadamente, el condenado asunto parecía tener una especie de indivisibilidad, un núcleo central. En el momento en que se trataba de obtener, digamos, un décimo o un centesimo de exha, se chocaba con la irreductibilidad. Aún estaban trabajando en esto.

Ahora el hecho más triste era que ya sabían cómo apresar a la exhalación, cómo conservarla y cómo hacerla trabajar, aunque su verdadera naturaleza era aún un misterio científico. Sin embargo, después de todo, la electricidad también lo era.

Miró acongojado hacia las cenizas de la tostadora. Había sólo inconvenientes técnicos temporarios, inevitables en la primera etapa. Y ya era una realidad: tal cual estaban las cosas actualmente, París entera podía mantenerse iluminada permanentemente con lo que aportaran los accidentes de auto de un buen fin de semana.

Sintiéndose hambriento volvió al dormitorio. Se preguntaba si existiría una exhalación de "primera calidad" o una de "calidad inferior", lo cual sería un disgusto para Chávez, quien era un convencido igualitario, un marxista y un maoísta. Luden Chávez era, ciertamente, el mejor técnico del equipo, y tenía un gusto casi perverso por la explotación práctica de las teorías científicas. Era un hombre para quien las ideas que no se convierten en cosas, acción o artefactos que funcionan y se quedan desdeñosamente en la grandeza abstracta, desinteresada y aristocrática, le provocaban una animosidad instantánea, que no distaba mucho en sus efectos de lo que experimenta un izquierdista frente a la realeza. "Háganlas funcionar", era su punto de vista con respecto a las ideas. Según sus propias palabras, Chávez no podía soportar "teorías científicas que no pusieran huevos". A sus ojos toda teoría científica que no se explotase de inmediato o que no se ordeñase para obtener sus posibilidades prácticas era antisocial. A esta teoría él la denominaba "alineación de pizarra". Lo otro era el "arte por el arte"; un "feliz salón de juegos de aquellos nuevos aristócratas; de la élite científica".

Se sentó sobre la cama mientras bebía el jugo de naranja.

May lo miraba desde debajo de la frazada, los ojos parecidos a los de un dulce animalito atrapado.

– Debo dejar de pensar que todas las cosas que viven están atrapadas-, reflexionó Mathieu. Retiró la frazada y la miró. Algo de Renoir, de la modelo del impresionista típica de fin de siécle de formas redondas, abundantes, voluptuosas, salvo que procedía de Texas. Nada que ver con su tipo. Siempre había sido indiferente con respecto a las mujeres escultóricas que tenían caderas, pechos y brazos de la bailarina Salomé, y que evocaban faraones, pozos de agua, velos y ánforas que se llevan sobre el hombro. Le llevó bastante tiempo aceptar la única palabra que podía describir la belleza de May, palabra que uno buscaría en vano en todos los escritos y pensamientos del siglo. La cara de May tenía el resplandor de la bondad interior, probablemente la luz más notoriamente ausente de todos los brillantes fuegos artificiales de nuestro tiempo.

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