Vladimir Obruchev - Plutonia

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Recobraron el aliento, dejando acercarse a las hormigas hasta una distancia de cincuenta pasos, y entonces dispararon. Las que iban en cabeza cayeron y las demás se detuvieron. Era lo menos una decena pero, además, un segundo grupa las seguía a escasa distancia.

En un último esfuerzo, los perseguidos llegaron hasta el puente cuando el segundo grupo alcanzaba el campo de batalla.

— ¡Demonios! ¿Dónde ha ido a parar nuestra barca? — exclamó Makshéiev, que había alcanzado el primero la orilla.

— ¿Pero no está?

— No. Ha desaparecido sin dejar rastro.

— ¿Es aquí donde la habíamos atado?

— Aquí; me acuerdo muy bien del sitio… Además, mire usted la cuerda, colgando todavía de este arbusto.

— ¿Quién ha podido desatar la lancha y llevársela?

— Quizá se haya desatado sola y bogue ahora río abajo.

— ¿No se la habrán llevado las hormigas?

— ¿Qué hacemos?

— De momento, vamos a atravesar el puente y a destruirlo — propuso Kashtánov-. Por lo menos, el río nos separará de las hormigas.

Sin pérdida de tiempo cruzaron a la otra orilla por el puente, que cedía bajo su pego. Los perseguidores estaban ya a un centenar de pasas del río.

— Vamos a tirar de los troncos hacia aquí, porque las hormigas son capaces devolverlos a pescar — dijo Makshéiev.

Un minuto después, cuando los primeros insectos acudieron corriendo a la orilla, los dos troncos yacían ya a los pies de los exploradores. El río, profundo, les separaba de las hormigas, que se habían detenido indecisas. Eran unas veinte, pero por el sendero se veían nuevos, refuerzos que venían presurosos en su auxilio. Detrás, en medio del calvero, el hormiguero ardía igual que una inmensa hoguera. Las llamas subían muy altas, y remolinos de humo negro ascendían en el aire quieto formando una columna negra que alcanzaba enorme altura.

— ¡Cualquiera diría la erupción de un volcán! — observó Malcshéiev riendo-. De todas formas, bien les hemos hecho pagar sus fechorías.

— Pero sin lograr el resultado apetecido: no hemos limpiado la región y ahora tenemos que huir delante de los insectos.

— ¿Cómo vamos a llegar hasta el mar?

— Seguir el borde del río a través del bosque es cosa en la qué no se debe ni pensar.

— Además, no es fácil abrirse paso, y las hormigas podrían adelantársenos y atacar a nuestras compañeros.

— ¡Ya está! Como no se puede ir a pie, iremos por el agua. Con estos dos troncos es fácil hacer una balsa ligera, y el agua nos llevará más de prisa que nuestras piernas.

— ¡Buena idea! Pero hace falta ahuyentar primero a las hormigas para que no obstaculicen en nada nuestra partida

Los viajeros cargaron sus escopetas e hicieron cuatro disparos contra los insectos agrupados en la orilla opuesta. Más de diez se desplomaron, algunos cayeron al agua y los demás huyeron. En unos minutos, los dos troncos que constituían el puente fueron echados al agua, sujetos por fallos flexibles de los arbustos. Los dos hombres saltaron a esta balsa improvisada y se alejaron de la orilla con una última mirada para la fortaleza en llamas de sus enemigos. La corriente les arrastró con rapidez y las escopetas les sirvieron de pértigas para alejarse de la orilla, siempre que la balsa se acercaba demasiado a ella. Unas cuantas hormigas fueron algún tiempo corriendo a lo largo del río, pero la corriente iba más de prisa que ellas y pronto quedaron atrás.

Pasado el recodo que el río formaba delante del bosque, allí donde Kashtánov había construido su hoguera flotante, los remeros descubrieron con alegría la lancha, que la corriente había empujada hacia la margen, quedando atascada entre la maleza.

Dejaron que la balsa fuese también llevada hacia el mismo sitio, recuperaron su barca, pasaron a ella y empuñaron los remos.

Media hora después atracaban sin novedad junto al campamento.

Capítlo XLV

NUEVA EXCURSION AL INTERIOR DEL PAIS

El fracasado incendio del hormiguero obligó a los exploradores a abandonar inmediatamente el borde del golfo: a cada excursión hacia el interior del país corrían ahora el riesgo de encontrarse con los insectos furiosos que, privados de su vivienda, andaban por todas partes y habrían tenido que consumir en la lucha contra ellos toda su energía y sus municiones, no muy abundantes ya. Además, en el propio campamento estaban expuestos a cada instante a un ataque de las hormigas, que habría podido terminar lamentablemente para ellos.

Durante el desayuno se discutió con mucho ardor, la cuestión de si se debía continuar navegando a lo largo de la orilla meridional del mar de los Reptiles, hacia el Oeste, o bien volver para atrás y dirigirse al Este. Al fin optaron por continuar en dirección al Oeste.

Reanudaron la navegación sin alejarse de la costa y pronto salieron del golfo. La orilla meridional continuaba siendo de una uniformidad abrumadora. Después de dos semanas, pasadas entre el reino vegetal y animal del jurásico, nuestros viajeros se habían acostumbrado tanto a él que les parecía bastante monótono. Hubieran querido ahora adentrarse más al Sur, con la esperanza de encontrar una flora y una fauna todavía más antiguas, vivir nuevas aventuras y recoger nuevas impresiones.

Pero el camino del Sur estaba cortado por el desierto y la navegación hacia el Oeste o el Este no les prometía más que el mismo cuadro del período jurásico. Y todos empezaron a pensar en la vuelta hacia el Norte.

En la orilla advirtieron varias veces hormigas, llegando a la conclusión de que aquellos insectos hallábanse extendidos por toda la costa meridional del mar de los Reptiles y eran, efectivamente, los reyes de la naturaleza jurásica.

— Menos mal que duermen una parte del tiempo — observó Pápochkin-. De lo contrario, no nos dejarían ni respirar.

— Sí; estos bichos son peores que los tigres macairodos y los reptiles carniceros — confirmó Makshéiev-. Ni los unos ni los otros nos han causado la centésima parte de los contratiempos que debemos a las hormigas.

Durmieron sobre la playa. Luego decidieron que aun navegarían una jornada hacia el Oeste y se volverían para atrás si no lograban adentrarse más al Sur.

Aquella última jornada les trajo el cambio tan ansiado. Pronto empezó a torcer considerablemente la costa hacia el Sur, conservando el mismo carácter. Al cabo de unas horas de navegación se vió que el muro verde del bosque iba a terminar pronto, dando paso a los acantilados.

— ¡Otra vez la meseta del desierto negro! — exclamó, con una nota de desencanto en la voz, Kashtánov, que examinaba la región a través de los prismáticos.

Sin embargo, cuando llegaron al lindero del bosque, los viajeros se dieron cuenta de que les separaba de los acantilados una vasta bahía, al fondo de la cual se abría un verde valle. En último plano alzábase un grupo de altas montañas cónicas oscuras.

— ¡Otra vez los volcanes! ¡Y ahora muy cerca de la orilla del mar! — exclamó Gromeko.

Las embarcaciones se dirigieron hacia la orilla meridional del golfo, hacia la desembocadura del valle, donde se extendía una playa lisa de arena.

Por el valle fluía un arroyo bastante grande, enmarcado de árboles, arbustos y pequeños prados. La tienda fué montada en la playa. En los prados que había cerca del arroyo se encontraban escarabajos, libélulas y moscas; veíanse igualmente huellas de iguanodones y de reptiles volantes, pero no había hormigas.

Después del almuerzo, los exploradores se dirigieron hacia los volcanes pero, por precaución, escondieron las lanchas, la tienda y los objetos superfluos en la espesura, colgando incluso algunos de ellos de los árboles. General participaba también en la excursión.

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