Vladimir Obruchev - Plutonia

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Cuando los últimos fugitivos se ocultaron en el bosque, los exploradores pudieron descansar un poco y contar sus trofeos y sus pérdidas. Cuarenta y cinco hormigas habían quedado muertas o heridas.

De los cincuenta peces no quedaban en la cuerda más que quince; unos cuantos más, que las hormigas habían perdido sin duda durante su fuga, fueron recogidos junto al lindero del bosque. Más de la mitad de la pulpa de palmera había sido devorada o rebozada en la arena. Gromeko tenía una ligera mordedura en un brazo y Kashtánov en un pie, pero el grueso cuero de la bota no había cedido, preservándole así del ácido fórmico.

— ¡Qué oportuna ha sido su llegada! — dijo Makshéiev cuando, después de haber examinado el campo de batalla, los tres se sentaron delante de la tienda-. Sin su auxilio y su ocurrencia de la antorcha, no habríamos podido vencer a esa bandada y nos hubiera matado a mordiscos.

— ¿Y dónde ha dejado usted a Pápochkin? — preguntó Gromeko.

— ¡Es verdad! El ardor de la batalla me ha hecho olvidar que le traiga tendido en la barca.

— ¿Tendido? Por qué? ¿Le ha ocurrido algo? ¿Vive? — Los compañeros de Kashtánov le asediaban ahora a preguntas, comprendiendo la razón de su regresó tan rápido.

— ¡Vive, vive! Es que nosotros también hemos tenido un encuentro con las hormigas y a Pápochkin le han dado tal mordisco en una pierna que se ha quedado inválido. Ayúdenme a traerle a la tienda.

— ¡Un — momento! Déjenos vestirnos — dijo Gromeko advirtiendo sólo entonces que tanto él como Makshéiev continuaban desnudos.

— Es cierto. ¿Por qué andan ustedes de esta guisa? ¿Estaban bañándose cuando las hormigas han atacado el campamento? — preguntó riendo Kashtánov.

— No. Han sido otra vez los brontosaurios los que nos han duchado — contestó Makshéiev y, mientras se vestía, le contó cómo había ocurrido la cosa.

Makshéiev y Gromeko endosaron rápidamente su ropa y acompañaron a Kashtánov hasta el río, donde había dejado a Pápochkin en la barca para lanzarse contra las hormigas. Pápochkin dormía tan profundamente que no había oído las detonaciones ni los gritos y sólo se despertó cuando sus compañeros le levantaron por las piernas y los brazos para llevarle a la tienda.

Cuando Pápochkin estuvo acostado, los viajeros pusieron a secar el resto del pescado y arrojaron al mar los cadáveres de las hormigas. Sólo después de tan desagradable ocupación refirió Kashtánov, mientras se comía el resto de la sopa, las aventuras de la excursión fallida.

Como se podía temer que las hormigas, habiendo sido dos veces víctimas de los visitantes indeseables, volviesen en gran número para vengar su derrota, surgió la cuestión de lo que debían hacer en adelante. Pápochkin y Gromeko aconsejaban reanudar inmediatamente la navegación para alejarse todo lo posible del hormiguero. Pero Kashtánov quería proseguir la excursión río arriba interrumpida a causa de las hormigas, ya que así era posible penetrar en el interior del misterioso desierto negro; Makshéiev apoyaba este plan. Para llevarlo a cabo había que terminar de una manera o de otra con aquellos pérfidos insectos, cuya existencia constituía un peligro constante para la excursión. Por eso decidieron aguardar el final de la jornada y acercarse entonces al hormiguero e incendiarlo aprovechando el sueño de los insectos. Si la empresa tenía buen éxito, quedaba libre el camino para remontar el río y era posible hacer la excursión los cuatro en las dos lanchas, dejando la balsa y la impedimenta superflua en la espesura de la orilla del mar.

Capítulo XLIV

EL INCENDIO DEL SEGUNDO HORMIGUERO

Después de haber descansado bien, Kashtánov y Makshéiev embarcaron en una de las lanchas, llevándose las escopetas, un hacha y unas brazadas de ramiza. Pápochkin no podía moverse aún y a Gromeko le dolía el brazo de la mordedura. Por eso, se quedaron los dos a cuidar de la tienda. Los viajeros atravesaron rápidamente los lugares ya conocidos. Dejaron atrás los restos de la barrera levantada por las hormigas: algunos troncos humeaban todavía y se veía negrear los cadáveres de los insectos. Luego llegaron al calvero y, disimulados entre los matorrales, inspeccionaron los alrededores del hormiguero para evitar algún encuentro inesperado con los enemigos. Pero no se veía nada. Los insectos debían descansar en el interior de su fortaleza. Remontaron todavía un poco el río hasta el antiguo puente, donde un sendero trazado por las hormigas conducía hasta su habitación.

Y vieron que las hormigas habían construido ya un puente nuevo.

Los exploradores ataron la lancha a unos arbustos poco más abajo del puente, echáronse las brazadas de ramiza al hombro, tomaron las escopetas, cargadas por si acaso con postas, y se encaminaron hacia el hormiguero. Antes de llegar a él se acurrucaron entre unos arbustos cerca del sendero para observar algún tiempo todavía y convencerse de que nadie iba a obstaculizar el cumplimiento de su plan.

Todo estaba en calma y podían poner manos a la obra. Depositaron en cada una de las entradas principales una brazada de ramiza y echaron encima troncos finos, todavía más secos, tomados del propio hormiguero.

Luego prendieron fuego a la hoguera de la entrada Oeste, la más lejana, y se precipitaron el uno hacia la entrada Norte y el otro hacia la entrada Sur para incendiarlas y luego reunirse en la entrada Este, donde, terminada su labor, podían correr hacia la lancha en caso de necesidad.

Mientras encendía la hoguera de la entrada Norte, Kashtánov advirtió en las profundidades de la galería a una hormiga que corría hacia el fuego. Kashtánov se ocultó detrás esperando que el insecto saldría y podría matar a aquel centinela antes de que hubiese dado la alarma. Pero la hormiga examinó la hoguera, intentó dispersarla y volvió corriendo al interior, sin duda en busca de refuerzos. Estaba dada la alarma, y había que correr hacia la última entrada.

Makshéiev se encontraba allí ya, encendiendo a toda prisa la hoguera. Acogió a su compañero con estas palabras:

— ¡Pronto, pronto! Hay que escapar en la lancha.

Echaron a correr a toda velocidad; sin embargo, se detuvieron en el sendero para lanzar una mirada hacia atrás. Una enorme llama escapaba ya de la entrada Este. Por la parte Norte, el hormigueo ardía también ya en diversos lugares y un humo espeso salía de muchos orificios superiores. Pero en la parte Sur, donde Makshéiev se había dado prisa al ver a los insectos alarmados, el fuego había prendido mal y de todos los orificios superiores de aquella parte huían las hormigas. Unas transportaban los huevos o las larvas, descendiendo con ellos y llevándolos aparte; otras iban y venían azoradas, corrían hacia el fuego o los orificios humeantes, caían abrasadas o asfixiadas.

— ¡Mal ha salido la empresa! — observó Kashtánov-. Parte de las hormigas podrá salvarse, andará errando por la región sin cobijo y nos atacará. Tendremos que marcharnos de aquí, y mañana mismo.

— ¡Y ahora también tenemos que largarnos! — gritó Makshéiev, señalando una columna de insectos que corría por el sendero camino del puente.

— ¿Se les habrá ocurrido ir a buscar agua para apagar el incendio? — dijo en broma Kashtánov, que se había lanzado a correr junto a su compañero.

Indudablemente, las hormigas habían descubierto a los incendiarios y los perseguían. Corrían más de prisa que los hombres, y la distancia que les separaba iba disminuyendo.

— No puedo más: me va a estallar el corazón — pronunció Kashtánov sin aliento, ya que ni los años ni el género de vida le permitían rivalizar mucho tiempo con Makshéiev.

— Pues vamos a detenernos y disparamos contra ellas — propuso el otro.

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