Vladimir Obruchev - Plutonia
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Después de haber expulsado a unas cuantas serpientes de mediano tamaño refugiadas en las grietas de la roca, los exploradores pudieron observar tranquilamente el grandioso espectáculo del cataclismo atmosférico.
El cúmulo cárdeno cubría ya la mitad del cielo, oscureciendo el sol; desde abajo parecía ahora un abismo completamente negro, surcado sin cesar por los culebreos deslumbradores de los relámpagos seguidos de truenos de una violencia como no habían escuchado ninguno de los observadores. Eran unas veces explosiones ensordecedoras y sucesivas, otras crujidos como si se desgarrase una pieza enorme de hela muy fuerte, otras la detonación de centenares de cañones pesados.
El bosque inmediato susurraba sordamente bajo los primeros embates del viento. Del Norte llegaba un estrépito horrible, que causaba pavor e incluso sofocaba gradualmente los redobles de los truenos. Hubiérase dicho que se aproximaba un tren gigantesco, arrollándolo todo a su paso.
Los viajeros, pálidos, miraban con inquietud a su alrededor.
El huracán se acercaba levantando remolinos de hojas, flores, ramas, matorrales descuajados y aves que no habían tenido tiempo de buscar abrigo en el bosque. Las tinieblas se intensificaban. Entre los ensordecedores redobles del trueno todo silbaba, crujía y ululaba. Enormes gotas de agua y algunos granizos se estrellaban contra la tierra y el río, que estaba agitado y se cubría de espuma. Luego la oscuridad se hizo absoluta, y sólo a la luz de los relámpagos se descubría por momentos un cuadro espantoso. El bosque entero parecía haberse levantado en el aire y galopar con las cataratas de lluvia y de granizo. El estrépito era tal que no se oían las voces ni aun gritándose al oído.
Pero aquel cataclismo no duró más de cinco minutos. Pronto empezó a clarear; las embestidas del viento se debilitaron, el estrépito y los truenos alejáronse hacia el Sur y no hacía ya más que lloviznar. En cambio, el río, ahora de color pardusco, había crecido, estaba sucio y cubierto de espuma y acarreaba hojas, ramas y árboles enteros. Por el cielo galopaban todavía jirones de nubes grises, pero Plutón asomaba ya, iluminando las devastaciones causadas por la tormenta.
Abandonando su refugio, los hombres miraron a su alrededor. Al liado de las barcas se amontonaban hojas y ramas entremezcladas de granizos del tamaño de nueces. Algunas ramas puntiagudas habían sido lanzadas con tanta fuerza que habían agujereado los flancos de lona de las barcas. Era preciso repararlos inmediatamente. Armados de agujas, hilo y trozos de lona alquitranada, pusieron manos a la obra.
El remiendo de las lanchas duró cerca de una hora y, — en ese tiempo, el río había vuelto á su cauce y había quedado limpio, de manera que se podía continuar el camino. El nubarrón negro había desaparecido al Sur, detrás de las colinas, y los viajeros contemplaron por primera vez la cúpula del firmamento despejada, de color azul oscuro.
— Parece mentira — dijo Pápochkin subido ya en lea barca— que justamente encima de nosotros, encima de este cielo azul se encuentre a unos diez,mil kilómetros de distancia otra tierra igual que ésta, con bosques, ríos y animales diversos. ¡Qué interesante sería verla sobre nuestras cabezas!
— La distancia es demasiado considerable — observó Kashtánov-. Una capa de aire tan espesa, con partículas de polvo y vapores de agua no, es bastante translúcida; además, la tierra, cubierta de vegetación, refleja poca luz y no tiene brillo suficiente.
— ¿Se han fijado ustedes — preguntó Makshéieve— que ayer, desde una colina bastante baja, abarcábamos con la mirada mucha más extensión que arriba, sobre la tierra? Distinguíamos la llanura boscosa a un centenar de kilómetros quizá porque la superficie en que nos hallamos no es convexa como la del globo terrestre, sino cóncava. Daba la impresión de que nos encontrábamos en el fondo de una hondonada lisa.
— Teóricamente nuestro horizonte debía ser ilimitado y debíamos poder divisar la región, no ya a cien kilómetros, sino a quinientos o mil, puesto que se levanta gradualmente hacia el cielo. Pero, a una gran distancia, las capas inferiores del aire no tienen ya la diafanidad suficiente y los contornos de los objetos se difuminan y se confunden poco a poco.
— Por lo tanto, la línea del horizonte no puede ser aquí tan neta y precisa pomo arriba, sobre la tierra. En realidad aquí no hay horizonte y lo que vemos es el paso gradual del suelo al firmamento.
— Lo que ocurre es que, hasta ahora, las nubes a ras de tierra o la niebla no nos dejaban observar este fenómeno.
Hacia el final de la jornada, el río se ensanchó sensiblemente; la corriente, más débil, obligó a los viajeros a remar de manera ininterrumpida si querían avanzar con bastante rapidez.
En las murallas de vegetación de ambas orillas se veían ¿algunas cañadas por donde se marchaba parte del agua en forma de brazos estrechos o, al contrario, afluía hacia el cauce principal. Empezaron a aparecer islas, bordeadas de tupidos juncos que crecían en el agua.
Al contornear una de aquellas islas, los exploradores descubrieron en el cinturón de juncos un corte del que partía un sendero, adentrándose en la verde espesura. Hacia allá dirigió Makshéiev su lancha para desembarcar y visitar la isla. Pero no había hecho el bote más que rozar suavemente la orilla fangosa con la proa, cuando apareció entre la espesura la cabeza de un macairodo. Dos colmillos níveos, de lo menos treinta centímetros de largo, descendían de la mandíbula superior como los de una morsa. La fiera debía estar ahíta, porque no se disponía al ataque. Abrió unas fauces enormes, como bostezando, y su cabeza desapareció luego entre las ramas. La presencia de aquel horrible carnicero hizo que los exploradores renunciaran a desembarcar en la isla. Al día siguiente, el río volvió a estrecharse y se hizo más rápido.
El carácter subtropical de la vegetación iba acentuándose: los robles, las hayas y los arces habían sido desplazados completamente por las magnolias, los laureles, los árboles del caucho y otros muchos que el botánico sólo conocía de nombre o por los enclenques ejemplares cultivados en estufa. Desde las barcas era fácil distinguir palmeras y yucas.
Las colinas, poco frecuentes, eran menos elevadas pero más anchas. Sus flancos estaban cubiertos de una hierba tupida que llegaría hasta la cintura y de árboles o sotos aislados que recordaban los bosques de Africa Ecuatorial.
Un macizo impenetrable se extendía a lo largo de las orillas del río, ocupando los terrenos más bajos.
A la hora de la comida, los viajeros hicieron alto cerca de una de aquellas colinas para emprender luego una excursión más prolongada a fin de estudiar la flora. Makshéiev aceptó quedarse cuidando de las embarcaciones y, después de comer, sus tres compañeros se dirigieron hacia la colina.
Capítulo XXII
EL MONTÍCULO MOVEDIZO
Los primeros metros de camino hubieron de ser abiertos a hachazos entre un caos de lianas y de maleza. Luego, la espesura fué cediendo en la semioscuridad que reinaba bajo la verde bóveda de los eucaliptos gigantescos, los mirtos, los laureles y otros árboles. Entre los grupos de helechos y los troncos el suelo estaba tapizado de musgos diversos y de espléndidas orquídeas. Arriba, a gran altura, bordoneaban los insectos, pero abajo reinaba el silencio. De vez en cuando asomaba una serpiente o un lagarto deslizándose sin ruido.
Más cerca de la colina, el bosque empezó a esclarecerse y los rayos rojizos de Plutón penetraron hasta el suelo. La vida era allí más intensa y las hierbas, las flores y los matorrales, más numerosos. Los cazadores dieron con una senda que serpeaba entre los árboles y la siguieron en la esperanza de que les conduciría fuera del bosque. Delante iba Kashtánov seguido de Pápochkin., los dos con las escopetas preparadas y lanzando miradas escrutadoras alrededor. Gromeko cerraba la parcha, quedándose a veces rezagado para recoger alguna planta.
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