Vladimir Obruchev - Plutonia

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Las embarcaciones remontaban lentamente el agua oscura, entre dos murallas verdes de arbustos y árboles que formaban una espesura impenetrable. Algunos arbustos, con las raíces batidas por el agua, se inclinaban mojando sus ramas en el río. Sobre las flores escarlata de una planta trepadora desconocida se mecían unas grandes y bellas mariposas y bordoneaban las abejas.

El agua susurraba bajo la proa, los remos se movían cadenciosos y de la espesura llegaban el gorjeo y el canto de las aves. Inclinado por encima de la borda, Makshéiev contemplaba el agua, donde los peces surgían en algunos sitios para desaparecer en la profundidad.

— ¡Qué hermosa es esta naturaleza vista desde la lancha! — murmuró-. Pero,en cuanto se sale a la orilla, no hay manera de abrirse camino por la espesura, no se puede dar un paso sin encontrarse con algún animal venenoso o con alguna fiera. Cuesta trabajo pensar que, después de tantos días de lucha contra los hielos, la niebla y las nevascas, vamos ahora por un río de la superficie interior de nuestra tierra. A tan escasa distancia de esos hielos se encuentra una naturaleza que recuerda las selvas vírgenes de Africa o de América del Sur. Me gustaría saber a qué latitud de América del Norte corresponde el sitio donde nos encontramos ahora.

— La cosa es fácil: basta con marcar en el mapa el itinerario que hemos seguido desde la barrera de hielo. Debemos encontrarnos todavía bajo el mar de Beaufort, bajo latitudes muy altas o, por lo menos, bajo la tundra de la orilla septentrional de Alaska. Arriba hace un frío endemoniado, hay bloques de hielo y osos blancos mientras aquí nos encontramos con una vegetación exuberante y habitan tigres, hipopótamos y serpientes.

Makshéiev advirtió en ese. momento el reflejo neto

del sol en el agua y levantó rápidamente la cabeza exclamando:

— ¡Hombre! El sol rojizo se deja ver al fin en un cielo sereno. ¡Mírelo!

Los exploradores, acostumbrados a contemplar a Plutón a través de un cendal más o menos denso de niebla o de nubes, no tenían aún idea del color del cielo y del verdadero aspecto de ese núcleo incandescendente de la tierra. Ahora, el velo se había desgarrado, formando cúmulos entre los cuales se veía un cielo límpido, aunque azul oscuro y no celeste como en la superficie exterior de la tierra.

Plutón, cuyo diámetro parecía algo más grande que el diámetro visible del sol, estaba en el cenit.

Aquel astro subterráneo o, mejor dicho, «intraterrestre» se asemejaba al sol que brilla a la hora del poniente o del amanecer detrás de una gruesa capa de la atmósfera. En su disco podían verse manchas oscuras bastante numerosas de tamaño distinto.

— Este astro central, o sea, el verdadero núcleo de nuestra tierra, se encuentra en su última fase de combustión y constituye hoy una estrella roja en vías de extinción. Dentro de poco se apagará. La oscuridad y — el frío reinarán sobre la superficie interna y toda esta vida exuberante desaparecerá,gradualmente — dijo Kashtánov.

— ¡Menos vial que hemos llegado a tiempo de estudiarla! — exclamó Makshéiev-. Un poco más tarde, nos habríamos tenido que volver sin encontrar nada más que tinieblas.

— Bueno, he dicho «dentro de poco» en el sentido geológico. Estas palabras, traducidas a años terrestres, pueden significar milenios. De manera que nuestros lejanos descendientes podrán todavía estudiar esta superficie terrestre e incluso colonizarla.

— ¡Muchas gracias! ¡Sí que tiene gracia venirse a un país condenado a perecer en las tinieblas eternas!

Capítulo XXI

UNA TORMENTA TROPICAL

Charlando así animadamente, llegaron al fin al campamento, donde Pápochkin y Gromeko esperaban a sus compañeros para cenar. La sopa y el asado de jabato, condimentado con las cebollas silvestres que el botánico había recogido en la colina, resultaron deliciosos. De común acuerdo, los exploradores decidieron que, en adelante, se prestaría más atención a los frutos, las raíces y las plantas comestibles para variar la comida. Habían dejado en la yurta todas las conservas de carne y de legumbres, llevando sólo para la expedición té, azúcar, café, galletas, especias, sal y extractos diversos. La caza y la pesca debían suministrar el alimento esencial, que podía ser sensiblemente mejorado con los productos de la flora local.

A la hora de dormir, encendieron una gran hoguera junto a la tienda y los cuatro se turnaron en la guardia porque el encuentro con el tigre hacía temer algún ataque de animales carniceros. En efecto, cada cual oyó en el bosque próximo, durante las horas que estuvo de guardia, susurros, crujidos, aleteos y gritos de aves espantadas mientras General levantaba las orejas y gruñía con frecuencia.

Al día siguiente, el paisaje ofreció el mismo carácter durante las primeras horas de viaje: colinas boscosas al Norte y esteparias al Sur y un bosque tupido en las orillas. Los viajeros hicieron alto a mitad de la jornada en la margen izquierda, que Kashtánov y Gromeko fueron a explorar después del almuerzo.

La flora ofrecía muchas novedades: había ya plantas eternamente verdes cómo mirto, laurel y laurel-cereza. Los nogales eran de talla gigantesca, que no cedía a los robles, las hayas y los olmos. En la vertiente meridional se encontraban hayas, cipreses, tuyas y tejos. Espléndidas magnolias abrían sus grandes flores olorosas. En la espesura próxima a la orilla crecían bambús, y lianas, Gromeko no hacía más que manifestar su admiración.

Aquel día, la temperatura subió a 25 a la sombra; había cesado el viento del Norte que hasta entonces acompañara a los viajeros. El aire era pesado, saturado por las emanaciones de los tupidos bosques. Los dos hombres subían una cuesta con dificultad, empapados en sudor aunque el sol apenas brillaba a través del velo de las nubes.

Toda la naturaleza parecía adormecida y quieta bajo los efectos del calor; aves y animales se habían acogido a la sombra.

Cuando llegaron a lo alto de la colina, Kashtánov y Gromeko se sentaron a descansar un poco y, vueltos hacia el Norte, para examinar la región, comprendieron a qué se debía el calor agobiante: un enorme nublado violáceo, presagio de una tormenta inmediata, formaba en el horizonte una muralla almenada de torres fantásticas; lo precedía un cúmulo de color azul cárdeno de bajo del cual brillaban unos relámpagos deslumbradores. El cúmulo avanzaba a gran velocidad.

— Vamos corriendo hacia las barcas — exclamó el botánico —, porque el aguacero será probablemente tropical.

Descendieron la cuesta, enredándose en las altas!hierbas y dejándose deslizar en los lugares más abruptos. A los diez minutos llegaron al campamento, donde Makshéiev y Pápochkin les aguardaban ya con impiaciencia, sin saber qué hacer. La tienda podía no resistir a los embates de la lluvia y al granizo que probablemente la acompañaría. Como el río podía desbordarse y arrastrar árboles descuajados, tampoco se estaría a salvo en las lanchas. Lo más razonable, al parecer, era sacar a la orilla la impedimenta y las barcas y buscar cobijo en la espesura.

Al discutir este plan con sus compañeros, Pápochkin recordó que, durante una pequeña excursión hecha al perseguir a una gran serpiente de agua río abajo, había visto al final de la colina una roca saliente que podía servir de refugio contra la lluvia. Pero había que darse prisa porque la tormenta se aproximaba a toda velocidad. Subieron a las barcas, se dirigieron hacia la roca y, en unos minutos, descargaron toda la impedimenta y la guardaron bajo el saliente, que resultó bastante amplio para abrigar no sólo a los hombres, el perro y los objetos, sino también las embarcaciones, con las que hicieron una protección contra el viento.

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