Vladimir Obruchev - Plutonia
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— ¿Y no da caza a los hombres de las cavernas? — preguntó Pápochkin.
El geólogo contestó:
— A veces se han encontrado huesos, uñas y dientes de este animal trabajados por los hombres de las cavernas. Pero ignoro si alguna vez se ha encontrado huesos o cráneos de esos hombres trabajados por el oso.
— De todas formas, más vale no tropezarme con él.
— ¡No tropezarme con un animal tan curioso! Nuestros antepasados, que sólo tenían mazos y hachas de piedra como armas, se atrevían con él. ¿Vamos a temerlos nosotros, armados como estamos de escopetas modernas y balas explosivas? Sería una vergüenza…
De espaldas al río, los exploradores desembocaron en un vasto claro donde crecía una hierba tupida pero corta, esmaltada de flores.
Detenidos entre los matorrales, al borde del lindero, descubrieron diferentes mamíferos pastando por aislado o en rebaños. En seguida se distinguía entre ellos razas desaparecidas de la superficie de la tierra: toros negros chepudos con enormes cuernos; ciervos gigantescos con astas proporcionadas al tamaño; caballos salvajes de pequeña estatura, abundante pelaje, cola rala y melena corta. Una pareja de rinocerontes había metido la cabeza entre los matorrales y unos cuantos mamuts, agrupados, agitaban en cadencia las cabezas y las, trompas, ahuyentando probablemente a los insectos que les molestaban, porque mosquitos, tábanos y moscas habían aparecido ya en bastante abundancia.
Después de haber contemplado largamente aquel apacible pastoreo de «fósiles vivos», Kashtánov y Pápochkin decidieron aproximarse más para fotografiar algunos de los animales. Bordeando el claro, se deslizaron a rastras, primero hacia el grupo de toros y luego hacia los dos rinocerontes que fotografiaron atando saltaban con torpeza el uno encima del otro jugando. Los rinocerontes habían cruzado sus cuernos corno sables gigantescos y pisoteaban y removían la fierra con sus patas pesadas.
Ahora les tocaba el turno a los mamuts, que se encontraban más cerca del centro del claro. Pera antes de que los cazadores lograsen aproximarse bastante, algo había ocurrido en el otro extremo del prado, donde pacían los ciervos, sembrando el desconcierto entre ellos: los animales levantaron de pronto la cabeza prestando oído y en seguida huyeron a toda velocidad, asustados probablemente por un enemigo misterioso, pero sin duda terrible. Los ciervos pasaron corriendo junto a los mamuts que, inquietados a su vez, también emprendieron una pesada carrera con las trompas en alto. Ciervos y mamuts corrían derechos hacia donde se hallaban los cazadores al acecho.
— Cuando los ciervos estén a unos cien pasos, dispare usted contra el primero — murmuró rápidamente Kashtánov-. Los fotografiaré en cuanto se detengan y luego también haré fuego, porque nos pueden pisotear.
Pápochkin apuntó y, cuando el enorme ciervo que galopaba delante de los demás con la cabeza en alto y la

nariz dilatada estuvo a su alcance, restalló el disparo. Herido en pleno pecho, el animal cayó de rodillas y los demás se detuvieron amontonados, empujándose y alargando el hocico.
— Kashtánov, que había tenido tiempo de fotografiar aquel interesante grupo, pasó el aparato al zoólogo y disparó a su vez contra otro ciervo que le presentaba el flanco izquierdo. El animal dió un brinco hacia adelante y se desplomó. Los demás giraron en redondo a la derecha y echaron a correr bordeando el lindero.
Los mamuts, que los seguían, se detuvieron ante las víctimas de los cazadores. Pápochkin había tenido tiempo de volver a cargar las dos escopetas y Kashtánov fotografió el grupo de los mamuts.
— ¿Disparamos? — preguntó el zoólogo con voz trémula de emoción.
— ¿Para qué? Ahora tenemos una, reserva suficiente de carne y ya conocemos al mamut por haberlo estudiado en la tundra. Dispararemos únicamente si nos atacan.
Pero los animales permanecían en el mismo sitio, agitando las trompas como si se consultaran. Eran seis, de los cuales dos jóvenes, con los colmillos y el pelo más cortos, que pronto se aplacaron y se pusieron a jugar el uno con el otro en torno a los viejos, que emitían de vez en cuando un bramido inquieto. Por fin un viejo macho torció hacia la derecha y todos los demás le siguieron por el borde del lindero donde sólo quedaban los dos rinocerontes.
— ¿Quién habrá asustado a estos apacibles herbívoros? — dijo Kashtánov-. Quizá un oso de las cavernas?
— ¡O algún otro animal antediluviano aun más terrible de esta casa de fieras paleontológica!
— ¡Cualquiera sabe! De todas formas, me parece que más nos vale no acercarnos a aquel extremo del claro, porque el animal podría caer sobre nosotros de entre la espesura tan rápidamente que no nos diese tiempo ni siquiera a disparar.
— Entonces, vamos a ocuparnos de los ciervos: hay que medirlos, desollarlos y llevarlos hasta las lanchas.
Los ciervos pertenecían a una especie gigantesca desaparecida de la superficie del globo, donde existió en la misma época que el mamut, el toro primitivo y el oso de las cavernas.
Después de haber desollado a los dos, los cazadores cortaron los cuartos traseras del más joven y se encaminaron lentamente hacia el río con su pesada carga, con tanto volver en busca de carne si sus compañeros habían, tenido menos suerte y si la fiera desconocida, que probablemente rondaba cerca del claro, les dejaba algo.
*(Alerces = árbol caducifolio pináceo, de tronco derecho y alisado, ramas abiertas y hojas blandas; su fruto es una piña menor que la del pino)
Capítulo XVIII
LA CAZA AL CAZADOR
Junto a la tienda encontraron a Gromeko, que les aguardaba con impaciencia. Después de haber dado una vuelta alrededor del campamento recogiendo plantas, había desplumado y puesto a hervir una oca matada por la mañana De pronto se presentó General solo. Traía, sujeta al cuello por un bramante, una nota donde Makshéiev escribía: «He matado un carnicero muy grande, pero no tengo fuerzas para arrastrarlo hasta el campamento. Que venga Sermón Semiónovich a examinarlo aquí. Aunque General sabe el camino, les envío, por si acaso, el itinerario».
Detrás de la nota venía, hecho a lápiz, un plano del itinerario recorrido por el cazador donde se indicaba la dirección seguida y la distancia en pasos.
Después de descansar un poco, Pápachkin y Gromeko salieron en busca de Makshéiev. General los guiaba bien pero, en las bifurcaciones de los senderos se detenía con frecuencia indeciso y entonces venía a salvarles el plano, donde figuraban todas las encrucijadas. Los cazadores marcharon rápidamente durante media hora y debían encontrarse ya cerca del lugar donde estaba su compañero cuando oyeron dos disparos seguidos. General se lanzó ladrando como un loco y los cazadores corrieron tras él por miedo a que Makshéiev estuviera en peligro.
Pronto llegaron a un vasto claro en medio del cual crecía un grupo de arbustos y de árboles. Al lado yacía una masa amarillenta por encima de la cual asomaba la cabeza de Makshéiev. Delante corrían por el claro más de una decena de animales de pelo rojizo en los que se reconocía fácilmente a lobos.
General se detuvo al borde del claro, sin atreverse a atacar al enemigo tan numeroso.
Al ver desembocar a los exploradores en el claro, los lobos empezaron a retroceder y Makshéiev gritó:
— Suéltenles un buen par de perdigonadas si tienen escopeta de dos cañones, porque a mí me da pena gastar las balas explosivas.
Gromeko se apresuró a cargar su escopeta con perdigones e hizo dos disparos consecutivos contra los lobos. Los animales huyeron hacia los matorrales, perseguidos por General que, al pasar, remató a uno de los que estaban heridos. Los cazadores se aproximaron a Makshéiev, que les refirió lo siguiente:
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