Alexander Abramov - Jinetes Del Mundo Incógnito

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Jinetes Del Mundo Incógnito: краткое содержание, описание и аннотация

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Novela de ciencia ficción acerca de la aparición sobre la Tierra de misteriosas “nubes” rosadas, que resultan ser visitantes inteligentes del espacio cósmico. Los miembros de una expedición antártica soviética son los primeros en tener contacto con ellas en una serie de aventuras inexplicables.
Las “nubes” remueven la capa de hielo de la Antártica y la envían al espacio. Son capaces de reproducir cualquier tipo de estructura atómica, incluyendo al hombre. Los héroes de la historia encuentran a sus “dobles”, ven aviones duplicados y viven muchas aventuras en una ciudad copiada. Incluso combaten contra agentes de la Gestapo reproducidos del pasado por las misteriosas “nubes”.
Los científicos no pueden explicarse con que objeto se duplica la vida terrestre. Todos los intentos por lograr tener contactos con los visitantes del espacio cósmico terminan en un fracaso. Sin embargo, los científicos soviéticos -héroes de la novela- llegan a desentrañar el enigma de las “nubes” rosadas y establecer contacto con una civilización superdesarrollada existente fuera de nuestra galaxia

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– ¿Se va a defender? -volvió a preguntar él.

– No tengo espada.

– ¡Capitán, entréguele su espada! -ordenó.

El de bigotes negros, algo retirado de nosotros, me tiró su espada, la que atrapé por su empuñadura.

– ¡Qué bien! -me elogió Bonnville.

La espada era ligera y aguda como una aguja y carecía del familiar guardapuntas, que ordinariamente cubre el filo de las armas de deporte. Pero tenía, en cambio, una guarnición esférica, pulida, que protegía mi mano. Su empuñadura era también cómoda. Agité su hoja en el aire y oí el silbido que producía, el cual me trajo a la memoria aquellos días en que practicaba esgrima con mi equipo.

– L'attack de droit -dijo Bonnville.

Traduje mentalmente: "ataque por la derecha". Bonnville me advertía irónicamente su plan de ataque. Y en ese mismo instante, atacó.

Lo rechacé.

– Parré -dijo. En el idioma de los esgrimistas significaba que me felicitaba por la brillante defensa.

Retrocedí un poco protegiéndome con mi espada que era más larga que la de Bonnville, lo que me daba ventajas en la defensa. Traté de recordar los consejos de mi instructor de esgrima: "No te dejes engañar; si él retrocede, tu florete cortará el aire. No ataques antes de tiempo". Le hice creer que pasaba a la defensa. Saltó como un gato y lanzó esta vez la estocada por la izquierda:

Lo rechacé de nuevo.

– Perfecto -subrayó Bonnville-. Usted posee intuición. Su suerte radica en que yo ataco con la mano izquierda; de hacerlo con la derecha, estaría en estos momentos transformado en cadáver.

Su hoja, semejante a una antena fina, se acercaba de nuevo, oscilando, como si buscara algo. Sí, buscaba la ventanita abierta que pudiera aparecer en mi defensa. Nuestras hojas parecían llevar una conversación silenciosa. La mía parecía decir: "No lo lograrás; yo soy más larga. Si te inclinas, te alcanzaré". La de él parecía decir: "No te escaparás. ¿Observas cómo se acorta la distancia? Ahora atraparé tu brazo". La mía: "No tendrás tiempo para ello. Ya pendo sobre ti: soy más larga". Pero Bonnville superó el tamaño de mi espada y, rechazándola, dio una relampagueante estocada que atravesó mi chaqueta y rozó el cuerpo. Bonnville frunció el entrecejo.

– Despojémonos de los jubones -propuso y dio un paso atrás.

Sin moverme de mi sitio, tiré la chaqueta al suelo y quedé en camisa. Me sentí más libre, pero también más indefenso.

En nuestras competiciones deportivas, usábamos habitualmente una cazadora especial, forrada con un hilo fino de metal. El contacto de la punta del florete con el metal, se registraba por un aparato eléctrico especial.

Ahora, la punta era real. Podía penetrar en la carne viva, perforar las arterias, herir gravemente y hasta matar. En verdad, si hacemos caso omiso de la maestría del esgrimista, nuestra situación era análoga, porque las espadas podían herir igualmente y nuestras camisas se abrían por igual al encuentro de la hoja mortal. Pero, ¡qué diferente era mi simple camisa rayada de su camisa de seda blanca, copia de aquella con la cual se interpreta el papel de Hamlet!

Las espadas se cruzaron de nuevo. A la sazón recordé otro consejo de mi instructor: "No ataques antes de tiempo. Espera que el contrario pierda, por un instante, el sentido de la distancia. Espera que abra su defensa". Pero Bonnville no se abría. Su espada oscilaba ante mí como una avispa presta a picar. Pero yo retrocedía y la rechazaba. Por suerte para mí, él utilizaba la mano izquierda: yo podía anticiparme a sus movimientos.

Bonnville, como adivinando mi pensamiento, dijo:

– Con la mano izquierda sólo coso las botas. ¿Desea ver mi derecha?

Se despojó del cabestrillo y empuñó rápido la espada. Esta fulguró, rechazó la mía y se me clavó en el pecho.

– Así es como se hace -afirmó orgulloso, pero, antes de que tuviera tiempo de seguir hablando, alguien invisible le recordó:

– ¡Use la izquierda, Bonnville! ¡Use la izquierda! ¡Y deje a un lado la derecha!

Bonnville cambió de mano la espada. La mancha roja de mi pecho se ensanchaba.

– Pónganle un vendaje -pidió.

Me quitaron la camisa y con ella vendaron mi pecho. La herida no era profunda, pero sangraba profusamente. Flexioné mi brazo derecho: no me dolía. Yo podía aún ganar tiempo.

– ¿Dónde estudió usted? -inquirió Bonnville-. ¿En Italia?

– ¿Por qué piensa eso?

– Por su manera italiana de defenderse. Sin embargo, eso no le ayudará.

Me sonreí y apenas tuve tiempo de retenerle: atacó por la derecha, flexioné levemente las rodillas y su espada sólo me rozó el hombro; la repelí hacia arriba y di a la vez una estocada certera.

– Bravo, bravo -dijo él.

– Usted está sangrando de la mano.

– No es nada de cuidado.

Y de nuevo ante mi pecho osciló su espada. La repelía y retrocedía, sintiendo cómo se helaban los dedos de mi mano que apretaban la empuñadura.

– Bonnville, no alargues el tiempo -dijo la voz invisible-. Ya no habrá repetición.

– No habrá nada -replicó Bonnville y dio un paso hacia atrás, dándome el descanso esperado-. Yo no lo puedo vencer con la mano izquierda.

– Entonces, él le vencerá. Cambiaré así el tema. Pero, Bonnville, usted es un superhombre, tal como yo lo ideé. ¡Atrévase!

Bonnville, de nuevo, avanzó hacia mí.

Ante mí había de nuevo un robot que lo olvidaba todo, exceptuando su supertarea. Sentí de pronto que mi espalda tocaba ya la pared. No podía retroceder. "¡Llegó mi final!" pensé desesperanzado.

Su espada chocó nuevamente contra la mía, retrocedió ligeramente y regresó recta a mi garganta para clavarse sin piedad. No experimenté dolor alguno, excepto el borboteo de algo en mi garganta. Las rodillas se me doblaron, traté de sostenerme con la espada, pero ésta cayó de mis manos. Lo último que oí fue una exclamación que parecía venir de otro mundo:

– ¡Liquidado!

Cuarta parte: ¡El contacto se establece!

Capítulo 24 – El despertar

Lo que sucedió después cruzó por delante de mis ojos igualmente que una secuencia fragmentaria y discontinua de cuadros nebulosos y blancos. Todo era blanco: la mancha del techo que me cubría, las cortinas de las ventanas, que no oscurecían la habitación, las sábanas junto a mi rostro, personas que giraban a mi alrededor. En medio de esta blancura, percibía las fulguraciones que despedían superficies cilíndricas niqueladas, los tubos largos que se retorcían como serpientes y unas caras desconocidas que se inclinaban sobre mí.

– Ha vuelto en sí -dijo una voz.

– Sí, ya lo veo. Anestesia.

– Profesor, todo está preparado.

La conversación se desarrollaba en francés, en un francés rápido que penetraba en mi conciencia o resbalaba por ella en un caos de términos codificados y esotéricos para mí. A poco, todo se apagó -la luz y los pensamientos-, para luego cobrar vida. Y nuevamente los rostros desconocidos se inclinaban sobre mí y algo pulido -tijeras o cucharas, relojes o jeringuillas- refulgía ante mis ojos. A ratos, el níquel era reemplazado por el amarillo transparente de los guantes y por unas manos rosadas y esterilizadas con uñas cortadas esmeradamente. Pero todo esto duró muy poco tiempo, hundiéndose todo en la oscuridad carente de espacio y de tiempo, donde sólo existía el vacío negro del sueño.

Después, los cuadros empezaron gradualmente a revelarse con mayor nitidez, como si alguien invisible regulara la luz de un foco. El rostro enjuto y severo del profesor de gorro blanco fue reemplazado por la cara más severa aún de la enfermera cuya cabeza estaba protegida por una pañoleta de monja de color blanco. La enfermera me alimentaba con caldos y jugos, vendaba mi cuello y prohibía que hablara.

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