Connie Willis - El Libro del Día del Juicio Final

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A mediados del siglo XXI, Kivrin, una audaz estudiante de historia, decide viajar en el tiempo para estudiar `in situ` una de las eras más mortíferas y peligrosas de la historia humana: la Edad Media asolada por la Peste Negra. Pero una crisis que enlaza extrañamente pasado, presente y futuro atrapa a Kivrin en uno de los años más peligrosos de la Edad Media, mientras sus compañeros de Oxford en el año 2054, atacados de repente por una enfermedad desconocida, intentan infructuosamente rescatarla. Perdida en una época de superstición y de miedo, Kivrin descubre que se ha convertido en un improbable Angel de Esperanza durante una de las horas más oscuras de la historia.
Un tour de force narrativo, una novela que explorará el miedo atemporal de la enfermedad, el sufrimiento y la indomable voluntad del espíritu humano. Con diferencia, la mejor novela de ciencia ficción de 1992 con la que Connie Willis ha obtenido los más importantes premios del género: Nebula, Hugo y Locus
`Sin ser doctrinario, éste es el libro de inspiración religiosa tan apasionado con su humanismo como Un cántico por Leibowitz de Walter M. Miller. Una historia mucho mas sencilla que su trama, mucho más vasta que el número de sus paginas. El libro del Día del Juicio Final impresiona con la fuerza de una verdad profundamente sentida` John Kessel, Science Fiction Age

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Tendré que decirle al señor Dunworthy que quemaban a la gente acostada, pensó. Intentó llevarse las manos a los labios en la posición de rezo para activar el grabador, pero el peso de las llamas se lo impidió.

Estoy enferma, pensó Kivrin, y comprendió que el líquido cálido era una poción medicinal de algún tipo, y que le había bajado un poco la fiebre. No estaba tendida en el suelo, después de todo, sino en una cama en una habitación oscura; y la mujer que le había mandado callar y le había dado el líquido estaba junto a ella. Oía su respiración. Kivrin intentó mover la cabeza para verla, pero el esfuerzo hizo que volviera a dolerle. La mujer debía de estar dormida. Su respiración era regular y ruidosa, casi como si roncara. A Kivrin le dolía la cabeza al escucharla.

Debo de estar en la aldea, pensó. El hombre pelirrojo me habrá traído aquí.

Se había caído del caballo y el asesino la había ayudado a montar de nuevo, pero cuando ella lo miró a la cara no le pareció un asesino. Era joven, con el cabello rojo y expresión amable, y se inclinó sobre ella cuando estaba sentada contra la rueda de la carreta, apoyándose sobre una rodilla a su lado, y preguntó:

– ¿Quién sois?

Ella le había comprendido perfectamente.

Canstawd ranken derwyn ? -dijo la mujer, e inclinó la cabeza de Kivrin hacia delante para que bebiera más del amargo líquido. Apenas pudo tragarlo. El fuego estaba ahora dentro de su garganta. Sentía las pequeñas llamas anaranjadas, aunque el líquido debería haberlas extinguido. Se preguntó si el hombre la habría llevado a alguna tierra extranjera, España o Grecia, donde la gente hablaba un idioma que no habían incluido en el intérprete.

Había comprendido al pelirrojo perfectamente.

– ¿Quién sois? -le había preguntado, y ella pensó que el otro hombre debía de ser un esclavo que había traído de las Cruzadas, un esclavo que hablaba turco o árabe, y por eso no entendía sus palabras.

– Soy historiadora -respondió, pero cuando miró su amable rostro no era él. Era el asesino.

Buscó desesperadamente al hombre pelirrojo, pero no lo encontró. El asesino recogió trozos de madera y los colocó sobre algunas piedras para encender una hoguera.

– ¡Señor Dunworthy! -llamó Kivrin, desesperada, y el asesino se acercó y se arrodilló ante ella. La luz de su antorcha aleteó sobre su cara.

– No temáis -dijo-. Regresará pronto.

– ¡Señor Dunworthy! -gritó ella, y el pelirrojo volvió y se arrodilló de nuevo a su lado-. No tendría que haberme marchado del lugar -le dijo, observando su rostro para que no se convirtiera en el asesino-. Algo debe de haber fallado con el ajuste. Tengo que volver allí.

Él se desabrochó la capa, se la pasó por encima de los hombros, y la colocó sobre ella, y Kivrin supo que la comprendía.

– Tengo que ir a casa -le dijo mientras se inclinaba sobre ella. El hombre tenía una linterna que iluminaba su amable rostro y aleteaba como llamas sobre su cabello rojo.

Godufadur -llamó, y ella pensó que ése era el nombre del esclavo: Gauddefaudre . Le pedirá al esclavo que le diga dónde me encontró, y entonces me llevará al lugar. Y el señor Dunworthy. El señor Dunworthy se pondría frenético cuando abrieran la red y no la encontraran allí. No pasa nada, señor Dunworthy, dijo en silencio. Ya voy.

Dreede nawmaydde -dijo el pelirrojo, y la cogió en brazos-. Fawrthah Galwinnath coam .

– Estoy enferma, por eso no les entiendo -le dijo Kivrin a la mujer, pero esta vez nadie surgió de la oscuridad para apaciguarla. Tal vez se habían cansado de verla arder y se habían marchado. Desde luego, estaba tardando un buen rato, aunque el fuego parecía más caliente ahora.

El hombre pelirrojo la había colocado sobre el caballo blanco y se internó en el bosque, y ella supuso que la estaba llevando de regreso al lugar. El caballo tenía silla, y campanillas que sonaban mientras cabalgaba, tocando una canción. Era Adeste Fideles y las campanas sonaban más y más fuerte a cada verso, hasta que sonaron como las campanas de St. Mary the Virgin.

Cabalgaron largo rato, y ella pensó que seguramente ya estarían cerca del lugar del lanzamiento.

– ¿A qué distancia está? -le preguntó al pelirrojo-. El señor Dunworthy estará muy preocupado.

Pero él no le contestó. Salió del bosque y descendió una colina. La luna estaba alta en el cielo, brillando pálida sobre las ramas de un bosquecillo de estrechos árboles sin hojas, y sobre la iglesia al pie de la colina.

– Éste no es el lugar -señaló ella, y trató de tirar de las riendas del caballo para que volvieran por donde habían venido, pero no se atrevió a retirar los brazos del cuello del hombre pelirrojo por miedo a caer. Y entonces se encontraron ante una puerta, y ésta se abrió, y se abrió de nuevo, y había fuego y luz y el sonido de campanas, y ella supo que, después de todo, la habían llevado de vuelta al lugar del lanzamiento.

Shay boyen syke nighonn tdeeth -dijo la mujer. Kivrin sintió sus manos ásperas y arrugadas sobre la piel. La arropó. Piel, Kivrin pudo sentir el suave pelaje contra el rostro, o tal vez era su pelo.

– ¿Dónde me habéis traído? -preguntó Kivrin. La mujer se inclinó un poco hacia delante, como si no la oyera bien, y Kivrin supuso que debía de haber hablado en inglés.

Su intérprete no funcionaba. Se suponía que tenía que pensar las palabras en inglés moderno y expresarlas en inglés medieval. Tal vez por eso no los comprendía, porque su intérprete no funcionaba.

Intentó pensar la forma de decirlo en inglés medieval.

Where hast thou bringen me to ?

La construcción era equivocada. Debería preguntar «¿Qué lugar es éste?», pero no podía recordar cómo se decía «lugar» en inglés medieval.

No podía pensar. La mujer seguía apilando mantas, y cuantas más pieles le caían encima, más frío sentía Kivrin, como si de algún modo la mujer estuviera apagando el fuego.

No comprenderían lo que quería decir si preguntaba: «¿Qué lugar es éste?» Estaba en una aldea. El hombre pelirrojo la había llevado a una aldea.

Habían cabalgado ante una iglesia, hasta una casa grande. Debía preguntar: «¿Cuál es el nombre de esta aldea?»

La palabra para «lugar» era demain , pero la construcción seguía siendo equivocada. Usarían la construcción francesa, ¿no?

Quelle demeure avez vous m’apporté ? -dijo en voz alta, pero la mujer se había ido, y además era un error. No había habido franceses aquí durante doscientos años. Debía formular la pregunta en inglés. «¿Dónde está la aldea a la que me han traído?» ¿Pero cuál era la palabra para «aldea»?

El señor Dunworthy le había advertido que tal vez no podría confiar en el intérprete, que debía dar clases de inglés medieval, francés normando y alemán para contrarrestar discrepancias en pronunciación. Le había hecho memorizar páginas y más páginas de Chaucer. « Soun ye nought but eyr ybroken And every speche that ye spoken .» No. No. «¿Dónde está la aldea a la que me han traído?» ¿Cuál era la palabra para «aldea»?

Él la había llevado a una aldea y llamó a una puerta. Un hombre corpulento acudió, llevando un hacha. Para cortar la leña de la hoguera, por supuesto. Un hombre corpulento y luego una mujer, y los dos pronunciaron palabras que Kivrin no logró comprender, y la puerta se cerró, y se quedaron fuera en la oscuridad.

– ¡Señor Dunworthy! ¡Doctora Ahrens! -había gritado ella, y el pecho le dolió-. No debe dejar que cierren el lugar de recogida -le dijo al hombre pelirrojo, pero él se había convertido de nuevo en un asesino, un ladrón.

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