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Connie Willis: El Libro del Día del Juicio Final

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Connie Willis El Libro del Día del Juicio Final

El Libro del Día del Juicio Final: краткое содержание, описание и аннотация

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A mediados del siglo XXI, Kivrin, una audaz estudiante de historia, decide viajar en el tiempo para estudiar `in situ` una de las eras más mortíferas y peligrosas de la historia humana: la Edad Media asolada por la Peste Negra. Pero una crisis que enlaza extrañamente pasado, presente y futuro atrapa a Kivrin en uno de los años más peligrosos de la Edad Media, mientras sus compañeros de Oxford en el año 2054, atacados de repente por una enfermedad desconocida, intentan infructuosamente rescatarla. Perdida en una época de superstición y de miedo, Kivrin descubre que se ha convertido en un improbable Angel de Esperanza durante una de las horas más oscuras de la historia. Un tour de force narrativo, una novela que explorará el miedo atemporal de la enfermedad, el sufrimiento y la indomable voluntad del espíritu humano. Con diferencia, la mejor novela de ciencia ficción de 1992 con la que Connie Willis ha obtenido los más importantes premios del género: Nebula, Hugo y Locus `Sin ser doctrinario, éste es el libro de inspiración religiosa tan apasionado con su humanismo como Un cántico por Leibowitz de Walter M. Miller. Una historia mucho mas sencilla que su trama, mucho más vasta que el número de sus paginas. El libro del Día del Juicio Final impresiona con la fuerza de una verdad profundamente sentida` John Kessel, Science Fiction Age

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Aunque no encontraran el sitio y quedaran atrapados allí para siempre, aunque Kivrin no le perdonara, se curaría. Les llevaría a Escocia, donde nunca había llegado la peste, y Colin sacaría anzuelos y una sartén de su bolsa de trucos y pescarían truchas y salmones para comer. Tal vez incluso encontrarían a Basingame.

– He visto peleas a espada en los vids, y sé montar a caballo -dijo Colin-. ¡Alto!

Colin tiró de las riendas, y el caballo se detuvo, con la nariz contra la cola del burro. El burro se había detenido en seco. Se encontraban en la cima de una pequeña colina. Al pie había un charco congelado y una hilera de sauces.

– Espoléalo -dijo Colin, pero Kivrin ya había desmontado.

– No irá más lejos. Es como la otra vez. Me vio atravesar. Creía que había sido Gawyn, pero fue Roche -pasó la brida por encima de la cabeza del burro, y el animal regresó inmediatamente por el estrecho sendero.

– ¿Quieres montar? -le preguntó Colin, y descabalgó.

Ella sacudió la cabeza.

– Me duele más montar y desmontar que caminar.

Contemplaba la colina. Los árboles sólo la cubrían hasta la mitad, y más allá la colina estaba blanca debido a la nieve. Debía de haber dejado de nevar, aunque Dunworthy no se había dado cuenta de ello. Las nubes iban separándose, y entre ellas el cielo era de un lavanda pálido y claro.

– Pensó que era santa Catalina -prosiguió Kivrin -. Me vio atravesar, como usted temía que sucediera. Creyó que Dios me había enviado para ayudarlos en su hora de necesidad.

– Bueno, y lo hiciste, ¿no? -dijo Colin. Tiró de las riendas torpemente, y el caballo empezó a bajar la colina, mientras Kivrin caminaba a su lado-. Tendrías que haber visto el desorden que había en el otro sitio adonde fuimos. Cadáveres por todas partes, y creo que nadie los ayudó.

Le tendió las riendas a Kivrin.

– Iré a ver si la red está abierta -dijo, y echó a correr por delante-. Badri tenía que abrirla cada dos horas.

Se internó en un matorral y desapareció.

Kivrin hizo que el caballo se detuviera al pie de la colina y ayudó a desmontar a Dunworthy.

– Será mejor que le quitemos la silla y la brida -dijo Dunworthy-. Cuando lo encontramos, estaba enganchando a un matorral.

Se ocuparon de ello juntos. Kivrin le quitó la brida y extendió la mano para acariciar la cabeza del caballo.

– Estará bien -la tranquilizó Dunworthy.

– Tal vez.

Colin apareció entre los sauces, esparciendo nieve por todas partes.

– No está abierta.

– Se abrirá pronto -aseguró Dunworthy.

– ¿Vamos a llevarnos el caballo? Creía que no se permitía a los historiadores llevarse nada al futuro. Pero sería magnífico si pudiéramos llevárnoslo. Podría montarlo cuando vaya a las Cruzadas.

Volvió a internarse entre los sauces, esparciendo nieve.

– Vamos, chicos, podría abrirse en cualquier momento.

Kivrin asintió. Palmeó al caballo en el flanco. El animal se retiró unos cuantos pasos y luego se detuvo y los miró, vacilante.

– Vamos -urgió Colin desde alguna parte, pero Kivrin no se movió.

Se llevó la mano al costado.

– Kivrin -dijo Dunworthy, y se acercó a ayudarla.

– Me pondré bien -dijo, y se apartó de él para retirar las enmarañadas ramas del bosquecillo.

Ya estaba oscuro entre los árboles. El cielo entre las ramas negras del roble era de un color azul lavanda. Colin arrastraba un tronco caído al centro del claro.

– Por si lo perdemos y tenemos que esperar otras dos horas -explicó. Dunworthy se sentó, agradecido.

– ¿Cómo sabremos dónde debemos colocarnos cuando se abra la red? -le preguntó Colin a Kivrin.

– Veremos la condensación -se acercó al roble y se inclinó para limpiar la nieve de la base.

– ¿Y si oscurece?

Ella se sentó contra el árbol, mordiéndose los labios mientras se acomodaba entre las raíces.

Colin se sentó entre ellas.

– No traje cerillas, si no encendería un fuego.

– No importa -dijo Dunworthy.

Colin encendió su linterna de bolsillo y luego volvió a apagarla.

– Creo que es mejor ahorrarla por si algo sale mal.

Hubo un movimiento en los sauces. Colin se incorporó.

– Creo que ya empieza.

– Es el caballo -dijo Dunworthy-. Está comiendo.

– Oh -Colin volvió a sentarse-. No cree usted que la red ya se abrió y no la vimos porque estaba oscuro, ¿verdad?

– No.

– Tal vez Badri tuvo otra recaída y no pudo abrirla -insistió, parecía más nervioso que asustado.

Esperaron. El cielo se convirtió en un azul púrpura, y las estrellas empezaron a despuntar entre las ramas del roble. Colin se sentó en el tronco junto a Dunworthy y habló de las Cruzadas.

– Tú lo sabes todo acerca de la Edad Media -le dijo a Kivrin-, y se me ha ocurrido que a lo mejor me ayudarías a prepararme, ya sabes, a enseñarme cosas.

– Eres demasiado joven. Es muy peligroso.

– Lo sé. Pero quiero ir. Tienes que ayudarme. Por favor.

– No se parecerá a nada de lo que esperas -dijo ella.

– ¿Es necrótica la comida? Leí en el libro que me regaló el señor Dunworthy cómo comían carne podrida, cisnes y cosas así.

Kivrin se contempló las manos durante un largo minuto.

– La mayor parte era terrible -dijo en voz baja-, pero había algunas cosas maravillosas.

Cosas maravillosas. Dunworthy pensó en Mary, apoyada contra la puerta de Balliol, hablando del Valle de los Reyes, diciendo: «Nunca lo olvidaré.» Cosas maravillosas.

– ¿Y las coles de Bruselas? -preguntó Colin-. ¿Comían coles de Bruselas en la Edad Media?

Kivrin casi sonrió.

– Creo que no se habían inventado todavía.

– ¡Magnífico! -se levantó de un salto-. ¡Oigan! Creo que está empezando. Parece una campana.

Kivrin alzó la cabeza, escuchando.

– Cuando vine sonaba una campana -recordó.

– Vamos -dijo Colin, y obligó a Dunworthy a ponerse en pie-. ¿No la oye?

Era una campana, débil y lejana.

– Viene de allí -indicó Colin. Corrió hacia el borde del claro-. ¡Vamos!

Kivrin apoyó una mano en el suelo para sostenerse y se puso de rodillas.

Su mano libre se dirigió involuntariamente a sus costillas.

Dunworthy le tendió la mano, pero ella no la aceptó.

– Estaré bien -musitó.

– Lo sé -contestó él, y dejó caer la mano.

Kivrin se levantó con cuidado, apoyándose en el tronco del roble, y luego se enderezó y lo soltó.

– Lo tengo todo en el grabador -dijo-. Todo lo que sucedió.

Como John Clyn, pensó él, mirándole el pelo rapado, la cara sucia. Un verdadero historiador, escribiendo en la iglesia vacía, rodeado de tumbas. Yo, al ver tantos males, he puesto por escrito todas las cosas de las que he sido testigo. Para que las cosas que merecen ser recordadas no perezcan con el tiempo.

Kivrin volvió sus manos hacia arriba y se miró las palmas en la penumbra.

– El padre Roche, Agnes, Rosemund y todos los demás -dijo-. Lo tengo todo.

Trazó una línea por su muñeca con un dedo.

Io suuicien lui damo amo -dijo en voz baja-. Estás aquí en lugar de los amigos que amo.

– Kivrin.

– ¡Vamos! -exclamó Colin-. Ya empieza. ¿No oye las campanas?

– Sí -dijo Dunworthy. Era la señora Piantini con el tenor, tocando la introducción a When at Last My Savior Cometh .

Kivrin se acercó y se colocó junto a Dunworthy. Unió las manos, como si rezara.

– ¡Ya veo a Badri! -estalló Colin. Hizo bocina con las manos alrededor de la boca-. ¡Ella está bien! -gritó-. ¡La hemos salvado!

El tenor de la señora Piantini tañó, y las otras campanas se le unieron alegremente. El aire empezó a titilar, como si cayeran copos de nieve.

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