Connie Willis - El Libro del Día del Juicio Final

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A mediados del siglo XXI, Kivrin, una audaz estudiante de historia, decide viajar en el tiempo para estudiar `in situ` una de las eras más mortíferas y peligrosas de la historia humana: la Edad Media asolada por la Peste Negra. Pero una crisis que enlaza extrañamente pasado, presente y futuro atrapa a Kivrin en uno de los años más peligrosos de la Edad Media, mientras sus compañeros de Oxford en el año 2054, atacados de repente por una enfermedad desconocida, intentan infructuosamente rescatarla. Perdida en una época de superstición y de miedo, Kivrin descubre que se ha convertido en un improbable Angel de Esperanza durante una de las horas más oscuras de la historia.
Un tour de force narrativo, una novela que explorará el miedo atemporal de la enfermedad, el sufrimiento y la indomable voluntad del espíritu humano. Con diferencia, la mejor novela de ciencia ficción de 1992 con la que Connie Willis ha obtenido los más importantes premios del género: Nebula, Hugo y Locus
`Sin ser doctrinario, éste es el libro de inspiración religiosa tan apasionado con su humanismo como Un cántico por Leibowitz de Walter M. Miller. Una historia mucho mas sencilla que su trama, mucho más vasta que el número de sus paginas. El libro del Día del Juicio Final impresiona con la fuerza de una verdad profundamente sentida` John Kessel, Science Fiction Age

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– Es el mal azul -murmuró él cuando ella le soltó la cabeza.

– No vais a morir -aseguró Kivrin. Noventa por ciento. Noventa por ciento.

– Debéis oír mi confesión.

No. No podía morir. Se quedaría allí sola. Sacudió la cabeza, incapaz de hablar.

– Bendígame, padre, pues he pecado -empezó a decir él, en latín.

No había pecado. Había atendido a los enfermos, confesado a los moribundos, enterrado a los muertos. Era Dios quien tendría que suplicar perdón.

– … de pensamiento, palabra, obra y omisión. Me enfadé con lady Imeyne. Le grité a Maisry -tragó saliva-. Tuve pensamientos carnales con una santa del Señor.

Pensamientos carnales.

– Pido humildemente perdón a Dios, y vuestra absolución, padre, si me consideráis digno.

No hay nada que perdonar, quiso decir ella. Tus pecados no son tales. Pensamientos carnales. Sostuvimos a Rosemund, impedimos que entrara en la aldea un niño inofensivo, enterramos a un bebé de seis meses. Es el fin del mundo. Sin duda se te pueden permitir unos cuantos pensamientos carnales.

Alzó la mano, indefensa, incapaz de pronunciar las palabras de la absolución, pero él no pareció advertirlo.

– Oh, Dios mío -oró-. Lamento de todo corazón el haberos ofendido.

Ofendido. Tú eres el santo del Señor, quiso decirle, ¿y dónde demonios está Él? ¿Por qué no viene y te salva?

No quedaba aceite. Kivrin introdujo los dedos en el cubo y le hizo la señal de la cruz sobre los ojos y oídos, la nariz y la boca, sobre las manos que habían sostenido las suyas cuando estaba muriéndose.

Quid quid deliquiste -dijo él, y ella metió de nuevo la mano en el agua y le hizo la señal de la cruz sobre las plantas de los pies.

Libera nos, quaesumus, Domine -instó él.

Ab omnibus malis -rezó Kivrin-, praeteritis, praesentibus, et futuris .

Te pedimos, Señor, que nos libres de todo pecado, presente, pasado y futuro.

Perducat te ad vitam aeternam -murmuró él.

Y llévanos a la vida eterna.

– Amén -dijo Kivrin, y se inclinó hacia delante para detener la sangre que le brotaba de la boca.

Roche estuvo vomitando el resto de la noche y casi todo el día siguiente, y luego se hundió en la inconsciencia por la tarde, respirando de forma inestable y entrecortada. Kivrin se sentó a su lado, lavándole la frente ardiente.

– No te mueras -rogó cuando su respiración se interrumpió y luego continuó, más forzada-. No te mueras -dijo en voz baja-. ¿Qué haré sin ti? Me quedaré sola.

– No debéis permanecer aquí -dijo él. Abrió un poco los ojos. Los tenía rojos e hinchados.

– Creía que estabais dormido -lamentó ella-. No pretendía despertaros.

– Debéis regresar al cielo, y rezad por mi alma en el purgatorio, para que mi tiempo allí sea corto.

Purgatorio. Como si Dios quisiera hacerle sufrir más de lo que ya estaba sufriendo.

– No necesitaréis mis oraciones -le sonrió.

– Debéis regresar al lugar de donde vinisteis -prosiguió él, y su mano hizo un movimiento rápido y vago ante su rostro, como si intentara esquivar un golpe.

Kivrin le cogió la mano y la sostuvo, pero con cuidado, para no magullar la piel, y la colocó contra su mejilla.

Debéis regresar al lugar de donde vinisteis. Lo haría si pudiera, pensó. Se preguntó cuánto tiempo habrían mantenido abierta la red antes de desistir. ¿Cuatro días? ¿Una semana? Tal vez todavía estaba abierta. El señor Dunworthy no los habría dejado cerrarla mientras quedara la menor esperanza. Pero no la hay, pensó. No estoy en 1320. Estoy aquí, en el fin del mundo.

– No puedo -dijo-. No conozco el camino.

– Debéis intentar recordar -Roche liberó su mano y la agitó-. Agnes, tras la bifurcación.

Estaba delirando. Kivrin se puso de rodillas, temiendo que intentara levantarse de nuevo.

– Donde caísteis -prosiguió él, sujetándose el codo tembloroso, y Kivrin advirtió que intentaba señalar-. Tras la bifurcación.

Tras la bifurcación.

– ¿Qué hay tras la bifurcación?

– El lugar donde os encontré cuando bajasteis del cielo -dijo, y dejó caer los brazos.

– Creía que me había encontrado Gawyn.

– Sí -afirmó él, como si no viera ninguna contradicción en lo que decía-. Lo encontré en el camino cuando os llevaba a la casa.

Roche había encontrado a Gawyn en el camino.

– El lugar donde cayó Agnes -repitió, intentando ayudarla a recordar-. El día que fuimos a buscar acebo.

¿Por qué no me lo dijiste cuando estuvimos allí?, pensó Kivrin, pero enseguida comprendió por qué. Él estaba muy ocupado con el burro, que se había atascado en la cima de la colina y se negaba a continuar.

Porque me vio atravesar, pensó, y comprendió que Roche se encontraba junto a ella en el claro, mientras yacía allí tendida con el brazo sobre el rostro. Lo vi, pensó. Vi su huella.

– Debéis regresar a ese lugar, y de allí al cielo -dijo él, y cerró los ojos.

La había visto atravesar, la había contemplado mientras yacía allí con los ojos cerrados, la había montado en su burro cuando estuvo enferma. Y ella nunca lo había sospechado, ni siquiera cuando le vio en la iglesia, ni siquiera cuando Agnes le dijo que él pensaba que era una santa.

Porque Gawyn le había dicho que la había encontrado él. Gawyn, a quien gustaba alardear y sólo quería impresionar a lady Eliwys. «Os encontré y os traje aquí», le había dicho, y tal vez ni siquiera lo consideraba una mentira. A fin de cuentas, el cura de la aldea no era nadie. Y todo el tiempo, mientras Rosemund estaba enferma y Gawyn se marchaba a Bath y la red se abría y luego volvía a cerrarse para siempre, Roche sabía dónde estaba el lugar.

– No es necesario que me esperéis. Sin duda anhelan vuestro regreso.

– Callad -dijo ella amablemente-. Intentad descansar.

Él volvió a hundirse en un sueño preocupado, moviendo las manos con inquietud, intentando señalar y tirando de las mantas. Se destapó y se llevó la mano a la entrepierna. Pobre hombre, pensó Kivrin, no se le perdonaba ninguna indignidad.

Ella volvió a colocarle las manos sobre el pecho y lo tapó, pero él apartó de nuevo las mantas y se subió la túnica. Volvió a agarrarse la entrepierna y de pronto se estremeció y retiró las manos, y algo en el movimiento hizo que Kivrin pensara en Rosemund.

Frunció el ceño. Había vomitado sangre. Eso y el estado que había alcanzado la epidemia le habían sugerido que Roche tenía peste neumónica; además no le había visto ninguna buba bajo los brazos cuando le quitó la casulla. Le apartó la túnica y dejó al descubierto sus calzas de lana burdamente tejidas. Estaban tensas en el centro y enmarañadas con la cola de su alba. Le resultaría imposible quitárselas sin levantarlo, y había tanta tela que no pudo ver nada.

Le puso con suavidad la mano sobre el muslo, recordando lo sensible que era el brazo de Rosemund. Él dio un respingo pero no despertó, y Kivrin deslizó la mano hasta el interior y la subió, tocando apenas la tela. Estaba caliente.

– Perdóname -dijo, y deslizó la mano entre sus piernas.

Roche gritó e hizo un movimiento convulsivo, alzando las rodillas bruscamente, pero Kivrin ya se había apartado, la mano en la boca. La buba era gigantesca y ardía al contacto. Tendría que haberla drenado hacía horas.

Roche no había despertado, ni siquiera cuando gritó. Tenía la cara oscura, y su respiración era firme, ruidosa. Su movimiento espasmódico había vuelto a destaparlo. Kivrin se detuvo y lo cubrió. Roche alzó las rodillas, pero ya con menos violencia, y ella le arropó. Luego cogió la última vela de la reja y la colocó en la linterna, y la encendió con una de las velas de santa Catalina.

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