Bob Shaw - Una guirnalda de estrellas

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Una guirnalda de estrellas: краткое содержание, описание и аннотация

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En el verano de 1993, millones de gentes observan en el cielo con incredulidad, ayudados por los recientemente inventados lentes Amplite, mientras el planeta de Thornton se acerca peligrosamente a la Tierra. Diseñados para ver en la oscuridad, los lentes Amplite, iluminan un misterioso mundo de materia antineutrínica que coexiste con la Tierra en otra dimensión

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— Gracias, señor presidente — Snook se puso de pie y sin mirar en la dirección del coronel se apresuró a salir de la habitación. La entrevista con el presidente había ido mejor de lo que podía haber esperado, y sin embargo tenía la perturbadora sensación de que le habían manipulado.

Freeborn esperó unos segundos para asegurarse de que Snook se hubiera marchado, antes de avanzar hacia la luz.

— Las cosas andan mal, Paul — dijo—. Las cosas andan mal cuando un mero experto en tuercas como ese puede entrar y salir de aquí pisoteando nuestras leyes.

— ¿Crees que habría que pegarle un tiro?

— ¿Para qué gastar balas? Una simple bolsa de plástico en la cabeza es más satisfactoria…, y da muchísimo tiempo para el arrepentimiento.

— Sí, pero lamentablemente nuestro experto en tuercas, por accidente o por sagacidad, ha hecho todo cuanto debía hacer para conservar el pellejo — el presidente Ogilvie se incorporó y atravesó la habitación de un extremo al otro, dejando una estela de nubes de humo azul, con aires de empresario que discute un plan de ventas—. ¿Qué sabes acerca de él?

— Lo que sé ciertamente es que debí eliminarle hace tres años, cuando tuve la oportunidad — Freeborn levantó el bastón en un acto reflejo, y se insertó el pomo de oro en el hueco del cráneo.

— Sin embargo el hombre se las trae, Tommy. Por ejemplo, esa sugerencia que te hizo acerca de quitar a los mineros las gafas de magniluct era bastante atinada.

— Habría implicado toda una nueva instalación eléctrica para la mina. ¿Tienes idea de cuánto costaría eso hoy en día? Sería distinto si tu central nuclear hubiera empezado a funcionar cuando debía.

— La nueva instalación habría sido una bagatela comparada con el costo de un cierre prolongado… En todo caso, lo que importa no es sólo el dinero — Ogilvie giró sobre los talones y encañonó al coronel con el cigarro—. El dinero me importa muy poco, Tommy. Tengo más del que nunca podré gastar. Lo único que ahora deseo para este país, Barandi, el país que yo inventé, es que lo acepten legalmente en las Naciones Unidas. Quiero entrar en ese edificio de Nueva York y ver mi bandera flameando allá arriba entre las otras. Por eso las minas de diamante tienen que seguir trabajando. Porque sin ellas Barandi no duraría un año.

Freeborn cerró los ojos un momento mientras buscaba las palabras apropiadas. En el pasado ya había sufrido la megalomanía del presidente, y no le gustaba. La idea de que el líder de su país soñara con izar un trapo en una ciudad extranjera más allá del océano, mientras a pocos kilómetros de distancia las fuerzas hostiles rodeaban las fronteras, le colmaba de impaciencia y consternación. Pero estaba acostumbrado a ocultar lo que pensaba y a tomarse su tiempo. Incluso había aprendido a tolerar que el presidente se llevara a la cama rameras blancas y asiáticas, pero se acercaba el día en que él estaría en condiciones de dar a Barandi el gobierno firme que necesitaba. Entretanto, tenía que mantener y consolidar su propio poder.

— Comparto tus sueños — dijo lentamente, imprimiendo sinceridad a la voz—, pero por eso mismo tenemos que adoptar ahora las medidas decisivas, antes de que la situación se deteriore aún más.

Ogilvie suspiró.

— No me he ablandado, Tommy. No me opongo a que sueltes tus Leopardos entre la chusma de la Número Tres. Pero no podemos hacerlo en las narices de los observadores extranjeros. El primer paso lógico es sacarlos del país.

— Pero acabas de autorizarles a entrar en la mina.

— ¿Qué más podía hacer? Snook tenía razón cuando dijo que el mundo entero nos está observando — de pronto Ogilvie se relajó y sonrió, tomó la caja de cigarros del escritorio y se la ofreció a Freeborn—. Pero el mundo se cansa pronto de observar una parte de África tras otra… Eso deberías saberlo tan bien como yo.

Freeborn aceptó un cigarro.

— ¿Y mientras tanto?

— Mientras tanto quiero que tú, extraoficialmente, desde luego, le dificultes la vida a nuestra pequeña comunidad científica extranjera. No te entrometas ni llames la atención sobre el asunto, simplemente hazles la vida difícil.

— Entiendo — Freeborn sintió renacer su confianza en el presidente—. ¿Y qué hacemos con ese hombre de la Asociación de Prensa, Helig? ¿Lo quitamos de en medio?

— Ahora no… Es demasiado tarde para corregir ese error en concreto. Simplemente, mantenle bajo observación.

— Me haré cargo de todo.

— Perfecto. Y algo más… Tendremos que negar el acceso a nuevos visitantes extranjeros. Encuentra alguna razón válida para cancelar todos los permisos de entrada.

Freeborn arrugó el ceño con gesto reflexivo.

— ¿Una epidemia de viruela?

— No. Eso podría ser un obstáculo para el comercio. Es mejor una emergencia militar. Supongamos que nos ataca alguno de nuestros viejos vecinos. Discutiremos los detalles durante el almuerzo.

Freeborn encendió el cigarro, inhaló profundamente, y luego sonrió con algo que se aproximaba a un genuino placer.

— ¿La técnica Gleiwitz? Todavía tengo una reserva de prisioneros molestos.

El presidente Ogilvie, la imagen de un empresario formalmente trajeado de azul, asintió con un cabeceo.

— Gleiwitz.

La sonrisa de Freeborn se transformó en una discreta risotada. Jamás había sido estudiante de historia europea, pero el nombre de Gleiwitz, una mota en el mapa cerca de la frontera polaca de Alemania, le era familiar porque había sido el escenario de una maniobra nazi que tanto él como Ogilvie habían emulado más de una vez en sus propias carreras. Allí, en agosto de 1939, la Gestapo había escenificado un falso ataque de los polacos a la radioestación alemana y como testimonio visible del crimen de sus vecinos, había sembrado la zona con cadáveres de hombres a los que vistieron con uniformes del ejército polaco y asesinaron después. El incidente había sido esgrimido por la propaganda como justificación para la invasión a Polonia.

El coronel Freeborn lo consideraba un magnífico ejemplo de táctica militar.

La mente de Snook aún bullía de suspicacia acerca de las reacciones del presidente Ogilvie cuando se apeó del taxi en el hotel Commodore. Era casi mediodía y el sol colgaba del cielo como una lámpara sin pantalla. Se zambulló en el prisma de sombra bajo el toldo del hotel, entró en el vestíbulo con pisos en desnivel, e ignorando una señal del conserje se metió en el bar. Ralph, el barman más antiguo, le vio llegar y sin decir una palabra tomó un vaso de un cuarto, lo llenó de ginebra Tanqueray hasta la mitad y después le echó agua helada hasta el borde.

— Gracias, Ralph — Snook se sentó en un taburete, apoyó los codos en la superficie de cuero acolchado del mostrador y sorbió un largo trago terapéutico. Sintió cómo el líquido frío le bajaba hasta el estómago. Ralph, asumiendo la expresión de amarga simpatía que siempre empleaba con las víctimas de una resaca, preguntó:

— ¿Una mañana difícil, señor Snook?

— Horrorosa.

— Después de eso se sentirá mejor.

— Lo sé — Snook bebió otro sorbo. Ya había representado muchas veces la misma escena con idéntico diálogo, y le consolaba saber que Ralph era lo bastante comprensivo para no alterar la rutina. Era prácticamente el único tipo de comunicación que Snook disfrutaba.

Ralph se inclinó sobre el mostrador y bajó la voz.

— Allá hay dos personas que quieren verle.

Snook se volvió hacia la dirección indicada y vio a un hombre y una mujer observándole con vacilante ansiedad, y la frase «la genio hermosa» le vino a la mente. Formaban una buena pareja: los dos jóvenes e inmaculados, los perfiles exquisitamente cincelados y la tez clara, pero lo que llamó la atención de Snook fue la mujer. Era delgada, de ojos grises e inteligentes y labios carnosos, fría y sensual a un tiempo; y Snook temió repentinamente que todo su modo de vida haya sido un error, que si hubiera optado por vivir en las deslumbrantes ciudades de occidente el premio habría sido algo como aquello. Levantó el vaso y caminó hacia la mesa, perturbado por los celos que le despertaba el hombre que se incorporó para saludarle.

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