Arthur Clarke - El fin de la infancia

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Nunca llegó a entender cómo se efectuaba esa extraña simbiosis entre la supermente y sus servidores. Según Rashaverak ese ser los había acompañado siempre, aunque no los había utilizado hasta que lograron desarrollar una verdadera civilización y pudieron recorrer el espacio.

— ¿Pero por qué los necesita? — inquirió Jan —. Con esos tremendos poderes podría hacer cualquier cosa.

— No — dijo Rashaverak —, tiene sus límites. Sabemos que en el pasado intentó actuar de un modo directo sobre las mentes de otras razas, e influir en su desarrollo cultural. Siempre fracasó, quizá porque el abismo es demasiado grande. Nosotros somos los intérpretes, los guardianes. O, para usar una metáfora de ustedes, cuidamos el campo mientras madura la cosecha. La supermente recoge esa cosecha, y nosotros comenzamos otro trabajo. Esta es la quinta raza a cuya apoteosis asistimos. Cada vez aprendemos un poco más.

— ¿Y no se sienten resentidos porque los utilicen como simples instrumentos?

— El arreglo tiene ciertas ventajas. Por otra parte, ningún ser inteligente se siente resentido ante lo inevitable.

La humanidad, reflexionó Jan torciendo la cara, jamás había aceptado totalmente esa proposición. Había muchas cosas, más allá de toda lógica, que los superseñores no habían entendido nunca.

— Parece extraño — dijo Jan — que la supermente los haya elegido para hacer este trabajo, cuando no hay en ustedes traza de esos latentes poderes parafísicos. ¿Cómo se comunica con ustedes y les hace saber sus deseos?

— Lamento no poder responderle, ni explicarle mi silencio. Un día conocerá quizá parte de la verdad.

Jan reflexionó un momento, pero comprendió que era inútil seguir preguntando. Tenía que cambiar de tema, y quizá más tarde pudiese averiguar algo más.

— Explíqueme esto, entonces — dijo —, Hay algo que ustedes nunca nos han dicho. Cuando su raza vino por primera vez a la Tierra, en el pasado, ¿qué ocurrió? ¿Por qué se convirtieron en el símbolo del terror y el mal?

Rashaverak sonrió. No lo hacía tan bien como Karellen, pero era una imitación aceptable.

— Nadie lo sospechó nunca, y ya ve usted ahora por qué no podíamos referirnos a eso. Sólo un hecho pudo haber impresionado de tal modo a la humanidad. Y ese hecho ocurrió no en el alba de la historia, sino en su atardecer.

— ¿Qué quiere decir? — preguntó Jan.

— Cuando nuestras naves aparecieron en el cielo terrestre, hace un siglo y medio, se produjo el primer encuentro de nuestras dos razas, aunque como es natural habíamos estado estudiándolos desde lejos. Y sin embargo, ustedes nos temieron y nos reconocieron, como lo habíamos esperado. No se trataba precisamente de un recuerdo. Ya sabe usted que el tiempo es mucho más complejo de lo que suponía la ciencia terrestre. Pues ese recuerdo no venía del pasado, sino del futuro… de esos últimos años en que la raza humana comprendía que todo había concluido. Hicimos todo lo posible para aliviar ese final, pero no fue fácil. Y de ese modo fuimos identificados con el fin de la raza. Sí, aunque aún faltaban diez mil años. Fue como si las reverberaciones de un eco distorsionado hubieran recorrido el círculo cerrado del tiempo, desde el futuro al pasado. Llamémosle no un recuerdo, sino una premonición.

La idea no era muy fácil de entender, y durante unos instantes Jan luchó con ella en silencio. Sin embargo ya debía de estar preparado: había comprobado bastantes veces que causas y efectos pueden trastocarse.

Tenía que existir algo así como una memoria racial, y esa memoria era de algún modo independiente del tiempo. Para ella el futuro y el pasado eran uno solo. Por eso, hacía miles de años, los hombres habían alcanzado a vislumbrar una distorsionada imagen de los superseñores, a través de una niebla de miedo y terror.

— Ahora entiendo — dijo el último hombre.

¡El último hombre! Jan apenas podía imaginarlo. Al lanzarse al espacio había pensado en alejarse definitivamente de la raza humana, y sin embargo no había aceptado, aun entonces, la soledad. Con el paso de los años el deseo de ver a otros seres humanos podía llegar a abrumarlo, pero por ahora la compañía de los superseñores le impedía sentirse completamente solo.

Hasta hacia sólo diez años había habido hombres en la Tierra, unos sobrevivientes degenerados. Jan nada había perdido con ellos. Por motivos que los superseñores no podían explicar, pero que sospechaban eran principalmente psicológicos, ningún niño había venido a reemplazar a los que se habían ido. El Homo sapiens era una raza extinguida.

Quizá, en una de las ciudades todavía intactas, se encontraba el manuscrito de algún nuevo Gibbon que historiaba los últimos días de la raza humana. Aunque fuese así, Jan no tenía, aparentemente, ningún interés en leerlo. Rashaverak le había contado lo más importante.

Aquellos que no se habían destruido a sí mismos habían tratado de olvidar dedicándose a las actividades más febriles, como deportes salvajes y suicidas, bastante parecidos a guerras menores. A medida que la población descendía con rapidez los cada vez más ancianos sobrevivientes se habían ido agrupando como un ejército derrotado que cierra filas en la última retirada.

El acto final, antes que el telón cayese para siempre, había sido iluminado, quizá, por relámpagos de heroísmo y devoción y oscurecido por la ferocidad y el egoísmo. Jan no sabría nunca si había terminado en medio del terror o la resignación.

Tenía muchas ocupaciones. La base de los superseñores estaba instalada a un kilómetro de una casa abandonada, y Jan se pasó varios meses equipándola con aparatos que traía de la ciudad más próxima, situada a unos treinta kilómetros. Se había instalado allí con Rashaverak, cuya amistad, sospechaba Jan, no era completamente desinteresada. El psicólogo de los superseñores estaba todavía estudiando el último ejemplar de Homo sapiens.

La ciudad había sido evacuada, indudablemente, antes del fin, pues las casas y muchos de los servicios públicos estaban todavía en orden. No le costaría mucho volver a hacer funcionar los generadores, de modo que las anchas calles volvieran a iluminarse con la ilusión de la vida. Jan jugó con la idea y al fin la abandonó como demasiado mórbida. Lo único que no deseaba era añorar el pasado. Había aquí todo lo necesario como para mantenerlo por el resto de sus días, pero lo que más ansiaba era un piano electrónico y ciertas partituras de Bach. Nunca hasta ahora había podido dedicarse realmente a la música. Pronto, cuando no se encontraba ejecutando él mismo, escuchaba grabaciones de las grandes sinfonías y conciertos, de tal modo que la villa nunca estaba silenciosa. La música se había convertido en un talismán contra la soledad; esa soledad que un día lo aplastaría, seguramente.

A menudo paseaba por las colinas imaginando lo que había ocurrido en esos pocos meses en que había faltado de la Tierra. Nunca hubiera pensado, cuando se despidió de Sullivan hacía ochenta años terrestres, que la última generación humana estuviese ya en las entrañas de las madres.

¡Qué alocado había sido! Sin embargo, no creía estar arrepentido de su conducta. Si se hubiese quedado en la Tierra, habría sido testigo de esos últimos años velados ahora por el tiempo. En cambio había saltado por encima de ellos hasta el futuro, y había conocido las respuestas que ningún otro hombre llegaría a saber. La curiosidad de Jan estaba casi satisfecha, aunque a veces se preguntaba por qué los superseñores seguirían esperando, y qué pasaría cuando esa paciencia recibiera al fin su premio.

Pero la mayor parte del tiempo, con esa tranquila resignación que comúnmente sólo se conoce al fin de una vida larga y activa, Jan se sentaba ante el teclado y poblaba el aire con el amado Bach. Quizá se estaba engañando a sí mismo, quizá era alguna misericordiosa trampa que le tendía la mente, pero le parecía ahora que esto era lo que siempre había deseado. La más secreta de las ambiciones se había atrevido al fin a salir a la luz.

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