— Todo es posible, Moses — rió — ; el viaje no ha terminado. Sucede que lo necesitamos. Los planificadores de la misión fueron más inteligentes de lo que usted parece creer.
— Sé que figuro en la nómina de la nave como Embajador — Consejero, entre comillas. ¿A cuál de los dos necesita?
— A los dos, creo. Y también, tal vez, en su reconocida función de…
— ¿De líder de una causa? Dígalo, si quiere, aunque a mí nunca me gustó esa palabra, nunca me consideré líder de un movimiento. Yo quería que la gente pensara por sí misma, que nadie me siguiera ciegamente. Ha habido demasiados caudillos en la historia.
— No todos han sido malos. Piense en su gran tocayo.
— Lo han sobreestimado, pero comprendo que sienta admiración por él. También usted tiene la tarea de conducir a una tribu sin hogar a la tierra prometida. Supongo que se ha presentado algún problema.
El capitán asintió y sonrió:
— Me alegra comprobar que está totalmente despierto. Por el momento no hay problemas, ni motivos para que los haya. Pero ha surgido una situación inesperada, y usted es nuestro diplomático oficial. Posee un don al que jamás pensamos que tendríamos que recurrir.
¡Esa sí que fue una sorpresa, Evelyn! El capitán Bey seguramente leyó mis pensamientos al verme boquiabierto.
— No — dijo rápidamente —, ¡no son seres de otra raza! Es la colonia humana de Thalassa, que no está destruida como creíamos. Al contrario, su situación es floreciente.
Ésa fue la segunda sorpresa, aunque muy agradable, por cierto. Thalassa — ¡el mar, el mar! — era un mundo al que jamás pensé que vería. Se suponía que yo debía despertar cuando Thalassa quedara varios siglos y años luz atrás.
— ¿Cómo es la gente? ¿Han hablado ya con ellos?
— No, ésa es su tarea. Usted conoce mejor que nadie los errores que se cometieron en el pasado. Queremos evitarlos. Si está listó para subir al puente, tendrá una visión a vuelo de pájaro de nuestros primos lejanos.
Eso sucedió hace una semana, Evelyn, y no sabes cuán agradable es poder trabajar sin estar apremiado por el tiempo, después de tantas décadas de vivir bajo plazos perentorios. Ahora sabemos todo cuanto se puede saber acerca de los habitantes de Thalassa sin conocerlos en persona. Esta noche bajaremos a hablar con ellos.
Hemos escogido un lugar para descender que simbolice nuestro origen común. El sitio del primer descenso se ve claramente. Está bien conservado, parece un parque o tal vez un santuario. Es una buen señal, siempre que no lo consideren un sacrilegio. Si creen que somos dioses, tal vez eso facilitará nuestra tarea. Además, una cosa que me interesa averiguar es si los habitantes de Thalassa han creado algún dios.
He vuelto a vivir, mi amor. Si, sí, eras más sabia que yo, ¡el hombre a quien llamaban filósofo! Ningún hombre tiene derecho de morir mientras pueda servir a sus semejantes. Yo esperaba yacer junto a ti, en el sitio que habíamos elegido, allá lejos y hace tiempo: ahora comprendo que fui egoísta. Puedo resignarme a cualquier cosa, incluso a la idea de que tus cenizas se encuentran esparcidas por todo el sistema solar, junto con todo lo que yo amaba en la Tierra.
9 — En busca del superespacio
Ninguno de los golpes psicológicos que sufrieron los científicos del siglo veinte fue tan devastador — e inesperado — como el descubrimiento de que nada es menos vacío que el «vacío».
Fue la demostración definitiva de la antigua máxima aristotélica, de que la naturaleza detesta el vacío. Cuando a un volumen determinado de la llamada materia sólida se lo despojaba de todos sus átomos, lo que quedaba era un torbellino infernal de energía, de una intensidad y magnitud inimaginables para la mente humana. Al lado de él, la materia en su forma más condensada — la estrella neutrónica, de una masa equivalente a cien millones de toneladas por centímetro cúbico — era un espectro impalpable, una perturbación imperceptible en la estructura inconcebiblemente densa y a la vez espumosa del «superespacio».
La clásica obra de Lamb y Rutherford, publicada en 1947, demostró que el espacio era mucho más complejo de lo que mostraba una visión superficial. El estudio del elemento más sencillo, el átomo de hidrógeno, con un solo electrón, llevó a un descubrimiento muy curioso. El electrón solitario, lejos de describir una órbita regular en torno al núcleo, se comportaba como si lo agitaran ondas incesantes a una escala sub-sub-microscópica. La conclusión era inequívoca, aunque difícil de concebir: se producían fluctuaciones en el vacío.
Ya en la época de los antiguos griegos los filósofos se habían dividido en dos escuelas: unos creían que los procesos naturales eran evolutivos; otros rechazaban esa tesis por ilusoria, sostenían que los procesos se producían en saltos o convulsiones discretas, de magnitud imperceptible en la vida cotidiana. La confirmación de la teoría atómica dio la razón a estos últimos; y la teoría cuántica de Planck, según la cual la luz y la energía se trasmitían en paquetes en lugar de ondas continuas, puso fin a la milenaria polémica.
En última instancia, el mundo natural era granular, discontinuo. Una cascada de agua y una lluvia de ladrillos, tan distintas una de otra a simple vista, en realidad eran muy parecidas. Los diminutos «ladrillos» de H 2O eran invisibles a los ojos, pero fácilmente perceptibles con ayuda de los instrumentos de los físicos.
Entonces, el análisis avanzó un paso más. La granulosidad del espacio resultaba difícil de aprehender, no sólo por su magnitud sub-sub-microscópica sino también por su inconcebible violencia.
Nadie puede visualizar una millonésima de centímetro, pero la cifra en si — mil multiplicado por mil — aparece con frecuencia en asuntos mundanos tales como los presupuestos estatales y los censos de población. La mente puede aprehender la idea de que un millón de virus alineados miden un centímetro.
¿Pero qué decir de una billonima de centímetro, el orden de magnitud del electrón? Invisible a cualquier instrumento, podía ser aprehendida por el intelecto, pero no por la psiquis.
Los procesos a nivel de la estructura del espacio se producían en una escala increíblemente menor: tanto que, en comparación con ellos, el elefante y la hormiga eran del mismo tamaño. Se solía describir esa estructura como una masa burbujeante y espumosa, lo cual daba una imagen casi totalmente falsa pero a la vez una primera aproximación a la verdad. Y el diámetro de esas burbujas era de…
…una milésima de millonésima de millonésima de millonésima de millonésima de millonésima… de centímetro.
Esas burbujas explotaban continuamente, liberaban una energía comparable a la de la bomba nuclear, la reabsorbían, la liberaban y así sucesivamente, para siempre jamás.
Tal era, en términos excesivamente simplificados, la estructura fundamental del espacio descubierta por los físicos a fines del Siglo XX. En esa época, la sola idea de aprovechar su energía intrínseca debía de parecer ridícula.
Lo mismo había pensado la humanidad, una generación antes, de la idea de liberar las fuerzas contenidas en El núcleo del átomo; cosa que, empero, se logró medio siglo después. La liberación controlada de las «fluctuaciones cuánticas» que encarnaban las energías del espacio era una tarea incomparablemente más difícil… y el premio era incomparablemente mayor.
Entre otras cosas, le permitiría a la humanidad recorrer libremente el universo. Las naves espaciales podrían recorrer espacios ilimitados. ya que prescindirían de combustible. El único factor limitante de la velocidad sería, paradójicamente, el mismo que había afectado a los primeros aparatos de navegación aéreas, la fricción del medio circundante. En el espacio interestelar existían cantidades apreciables de hidrógeno y otros átomos, que causarían problemas mucho antes de que la nave alcanzara el límite infranqueable, la velocidad de la luz.
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