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Arthur Clarke: Voces de un mundo distante

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Arthur Clarke Voces de un mundo distante

Voces de un mundo distante: краткое содержание, описание и аннотация

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«Arthur Clarke — dice The New York Times— rompe todas las reglas. Escribe best sellers que no tienen sexo ni violencia, ni tensiones familiares, ni héroes convencionales.» Su popularidad es enorme, sin embargo. Baste recordar el éxito de Cita con Rama y 2010 Odisea dos. En esta nueva gran novela de ciencia ficción, Voces de un mundo distante, Clarke aborda uno de sus temas favoritos: el choque entre dos culturas. Thalassa es un verdadero paraíso. Un puñado de islas, en medio de un vasto y cálido océano planetario, donde se ha instalado una pequeña colonia humana que había emigrado de la Tierra antes de la destrucción del sistema solar, ocurrida doscientos años atrás. Los habitantes de Thalassa son felices. Viven en un mundo idílico, con abundantes recursos naturales. Pero su tranquilidad se rompe con la aparición del Magallanes, enorme nave espacial que conserva un millón de seres humanos hibernados, sobrevivientes de los últimos días de la tierra. Voces de un mundo distante es una novela inteligente e imaginativa, que explora los límites del conocimiento y el destino del hombre y del universo. Otra obra maestra del gran Arthur Clarke.

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Loren no; su piel no se tostaba, su extraña cabellera se volvía aun más plateada. Eso fue lo primero que le llamó la atención cuando lo vio salir, junto con dos colegas, de la oficina de la alcaldesa Waldron, y los tres tenían esa mirada de frustración típica de cualquiera que acabara de reunirse con la estólida burocracia estatal de Tarna.

Sus ojos se cruzaron un instante. Mirissa dio un par de pasos y entonces, sin saber por qué, se detuvo, echó una mirada sobre su hombro y comprobó que el visitante la miraba. En ese instante ambos supieron que sus vidas habían cambiado irrevocablemente.

Esa noche, después de hacer el amor, le preguntó a Brant:

— ¿Han dicho hasta cuándo se quedarán?

— Buen momento para preguntarlo — gruñó él, casi dormido —. Un año, tal vez dos. Hasta mañana…

Sabía que no convenía hacer más preguntas. Desvelada, contempló las sombras de la luna inferior que recorrían velozmente el cuarto, mientras el cuerpo amado que yacía junto a ella se dormía.

Había tenido relaciones con muchos hombres antes de conocer a Brant, pero desde que formó esta pareja se volvió absolutamente indiferente a los demás. Entonces, ¿a qué se debía ese brusco interés — quería convencerse de que no podía ser otra cosa — en un hombre a quien había visto un par de segundos y del cual ni siquiera conocía el nombre? (Claro que ésa sería la primera prioridad a la mañana siguiente).

Mirissa se jactaba de ser una persona honesta y perspicaz; desdeñaba a las mujeres — y hombres — que se dejaban gobernar por sus emociones. Sabía que parte del atractivo de ese hombre residía en la novedad, en la atracción de un vasto horizonte nuevo. La posibilidad de hablar con alguien que había conocido las ciudades de la Tierra, que había presenciado los últimos momentos del sistema solar y ahora se dirigía hacia nuevos soles era algo maravilloso, que trascendía cualquier fantasía. Una vez más sintió el hastío provocado por el lento ritmo de vida de Thalassa, y que ni siquiera su felicidad con Brant lograba disipar.

¿Felicidad o mera complacencia? ¿Qué era lo que buscaba en la vida? No sabía si estos forasteros que venían de las estrellas podían darle la respuesta, pero en todo caso iba a averiguarlo antes de que partieran de Thalassa para siempre.

Esa mañana Brant fue a ver a la alcaldesa Waldron, quien no lo recibió con su habitual efusividad. Arrojó los restos de su trampa para peces sobre el escritorio.

— Sé que ha estado muy ocupada con asuntos más importantes — dijo —, pero ¿qué haremos?

La alcaldesa contempló los cables retorcidos con disgusto. Mareada por la emoción de la política interestelar, no encontraba fácil volver a la rutina de la vida cotidiana.

— ¿Qué habrá pasado?

— No cabe duda de que fue un acto deliberado: mire este cable, lo retorcieron hasta cortarlo. Dañaron la red y se llevaron algunos trozos. No creo que nadie en Isla Austral sería capaz de hacer una cosa así. No tendría motivo, y además yo lo descubriría, tarde o temprano…

El silencio de Brant fue más elocuente que cualquier amenaza.

— ¿Sospechas de alguien?

— Desde que inicie mis experimentos con las trampas eléctricas me he enfrentado a los Conservacionistas y también a esos locos, que dicen que la comida debe ser sintética porque está mal comer a los seres vivientes, sean animales o plantas.

— Los Conservacionistas tal vez tengan razón. Si la trampa resulta tan eficiente como dices, podrías perturbar el equilibrio ecológico. Eso es lo que les preocupa.

— Sí, pero haríamos relevamientos periódicos de la población del arrecife y desconectaríamos la trampa si eso llegara a suceder. Además, a mí me interesa la fauna oceánica; el campo parece atraerlos hasta tres o cuatro kilómetros de distancia. Por más que los habitantes de Tres Islas se alimentaran exclusivamente de pescado, no haríamos mella en la fauna.

— Si te refieres a los seudopeces locales, tienes toda la razón. Y es una lástima: son tan venenosos que ni vale la pena atraparlos. Ahora, ¿estás seguro de que las especies terrícolas se han aclimatado? Tal vez tus trampas acaben por liquidarlas.

Brant miró a la alcaldesa con respeto: no era la primera vez que lo sorprendía con una observación perspicaz. No había pensado que la alcaldesa no podría haber conservado su puesto durante tanto tiempo si no fuera bastante más astuta de lo que parecía.

— Me temo que el atún no va a sobrevivir. Pasarán miles de millones de años antes de que el océano alcance la suficiente salinidad. Pero la trucha y el salmón se han adaptado perfectamente bien.

— Y además son deliciosos, hasta el punto que los Sinteticistas son capaces de dejar de lado sus reservas morales. Aunque en realidad no comparto tu interesante teoría. Esa gente habla mucho pero no hace nada.

— Hace un par de años soltaron a una manada de vacas de la granja experimental.

— Trataron de hacerlo, querrás decir. Las vacas se volvieron solitas a casa. La gente se rió tanto, que no volvieron a hacer nada semejante. No entiendo por qué se tomarían tantas molestias con esto — añadió, señalando los cables.

— No es tan difícil: basta salir de noche en un bote pequeño, con un par de buzos. El agua no es muy profunda, apenas veinte metros.

— Está bien, haré que se investigue el asunto. Por el momento quiero pedirte dos cosas.

— ¿Qué cosas? — Brant trató de hablar con voz normal y fracasó por completo.

— La primera es que repares la instalación. Ve al depósito, te darán lo que pidas. La segunda es que dejes de hacer acusaciones hasta que estés totalmente seguro. Si te equivocas, quedarás como un tonto y tendrás que disculparte. Si tienes razón, asustarás a los culpables y no podremos atraparlos, ¿entiendes?

Brant la miró boquiabierto: la alcaldesa nunca le había hablado en tono tan mordaz. Juntó sus pruebas y se retiró, irritado.

Tal vez su irritación hubiera sido mayor — o quizá le hubiera causado gracia — si hubiera sabido que la alcaldesa Waldron ya no estaba tan enamorada de él.

El subjefe de ingenieros Loren Lorenson había causado una profunda impresión en más de una ciudadana de Tarna.

15 — Terra Nova

No era un nombre muy feliz para el campamento, puesto que recordaba a la Tierra, pero era mucho más bonito que «Campamento de base» y todo el mundo lo aceptó rápidamente.

El conglomerado de construcciones prefabricadas había aparecido con una rapidez asombrosa: del día a la noche, realmente. Fue la primera vez que los habitantes de Tarna pudieron ver a los terrícolas — mejor dicho a los robots terrícolas — en acción, y les causó una impresión inolvidable. Brant siempre había pensado que los robots eran más molestia que otra cosa, salvo cuando se trataba de realizar tareas peligrosas o monótonas, pero al verlos empezó a cambiar de opinión. Una elegante máquina de construcción se movía a una velocidad tal que a veces era imposible seguir sus movimientos. Una multitud de pequeños la seguía a todas partes. Cuando algún niño se paraba en su camino, se detenía amablemente y aguardaba a que se apartara. Brant pensó que era justamente el tipo de ayudante que necesitaba; si pudiera convencer a los visitantes…

Para el fin de la primera semana Terra Nova era un microcosmos funcional de la gran nave que giraba en órbita más allá de la atmósfera. Tenía las instalaciones necesarias para alojar cómodamente a cien tripulantes y brindarles todos los medios de vida, además de una biblioteca, un gimnasio con piscina y un teatro. A los habitantes de Thalassa les encantaron esas instalaciones y no vacilaron en aprovecharlas. Por consiguiente, la población de Terra Nova nunca era inferior al doble de los cien habitantes nominales.

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