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Robert Sawyer: Factor de Humanidad

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Robert Sawyer Factor de Humanidad

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En el año 2007 se detecta una señal procedente del espacio profundo. Misteriosos e ininteligibles flujos de datos son recibidos durante diez años. Entonces la señal se detiene. Heather Davis, profesora de la Universidad de Toronto, ha dedicado toda su carrera a descifrar el mensaje. Mientras, su vida personal ha sucumbido: una hija suicida, un matrimonio destrozado. Pero es ella quien finalmente descifra el mensaje. Descubre una sorprendente tecnología nueva que puede abrirse paso a través de las barreras del espacio y el tiempo, con la promesa de una nueva etapa en la evolución humana. Parecen cercanos una capacidad de exploración ilimitada... o el final de la raza humana. Factor de humanidad El canadiense Robert J. Sawyer ganador del Premio Nebula y nominado al Premio Hugo por , habiendo sido finalista los cuatro últimos años, es uno de los autores más aclamados y respetados del momento en Estados Unidos.

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Continuó calle abajo, en dirección a su despacho.

Seguimos adelante, pensó. Seguimos adelante.

La mañana siguiente (sábado 22 de julio), Kyle se pasó cuatro paradas en vez de bajarse del metro en su habitual destino de la estación St. George, hasta llegar a Osgoode.

Zack Malkus, el novio de Becky, trabajaba como empleado de una librería en Queen Street West. Eso lo recordaba Kyle por lo poco que Becky le había contado el año pasado. No sabía de qué librería se trataba, pero no quedaban muchas. Durante sus años de instituto, Kyle a menudo se había aventurado por Queen los sábados por la tarde, buscando nuevos libros de ciencia ficción en Bakka, comics nuevos en The Silver Nail, y obras descatalogadas en la docena de tiendas de segunda mano que entonces conformaban la calle.

Pero las librerías independientes lo estaban pasando mal. La mayoría habían sido desplazadas a zonas menos lujosas, donde el alquiler era modesto, o simplemente habían abandonado el negocio. Hoy en día, Queen Street West estaba repleta de cafés de moda y restaurantes, aunque la sede rococó de uno de los imperios radiofónicos de Canadá estaba situada en la salida del metro en University Avenue. No podían quedar más de tres o cuatro librerías, así que Kyle decidió visitarlas todas.

Empezó con la venerable Pages, en la parte norte. Echó un vistazo: al contrario que Becky, Zack era universitario, así que presumiblemente trabajaba los fines de semana, en vez de durante la semana. Pero no había ni rastro del aspecto rubio y lacio de Zack. De todas formas, Kyle se acercó a la cajera, una sorprendente mujer hindú con ocho pendientes.

—Hola —dijo.

Ella le sonrió.

—¿Trabaja aquí Zack Malkus?

—Tenemos un Zack Barboni.

Kyle sintió que sus ojos se ensanchaban un poco. Cuando era niño, todo el mundo tenía nombres normales: David, Robert, John, Peter. El único Zack que había oído era el pesado Zack Smith de la vieja serie de televisión Perdidos en el espacio. Ahora parecía que todos los chicos con los que se encontraba se llamaban Zack u Odin o Wing.

—No, no es ése —dijo Kyle—. Gracias de todas formas.

Continuó su camino. Le pidieron dinero: hubo una época en su juventud en que los mendigos eran tan raros en Toronto que nunca podía decir que no. Pero ahora abundaban en el centro, aunque siempre pedían con estudiada amabilidad canadiense. Kyle había perfeccionado la mirada al frente típica de Toronto: la mandíbula firme, sin mirar nunca a los ojos del mendigo, pero haciendo al mismo tiempo que su cabeza trazara un diminuto arco para decir «no» a cada petición; sería grosero, después de todo, ignorar por completo a alguien que te estaba hablando.

Toronto el Bueno, pensó, recordando un viejo eslogan publicitario. Aunque los mendigos de hoy componían un grupo mixto, la mayoría eran canadienses nativos, lo que el padre de Kyle seguía llamando “indios”. De hecho, Kyle no podía recordar la última vez que vio a un canadiense nativo en ninguna parte excepto pidiendo en una esquina, aunque sin duda había muchos en las reservas, dondequiera que estuviesen. Unos años antes, había tenido a un par de nativos en una de sus clases, enviados allí por un programa del gobierno, ahora difunto, pero no recordaba que en la Universidad de Toronto hubiera un solo miembro de la facultad que fuera aborigen; ni siquiera, irónicamente, en Estudios Nativos.

Kyle continuó hasta llegar a Bakka. La tienda había empezado en Queen West en 1972, se había trasladado un cuarto de siglo más tarde, y ahora había vuelto, no lejos de su emplazamiento original. Kyle estaba seguro de que se acordaría (y que Becky lo habría mencionado) si Zack trabajaba allí. Con todo…

En el escaparate de la librería aparecía pintada la explicación del nombre:

Bakka: nombre, mito; en las leyendas fremen, el que llora por toda la humanidad.

Bakka debía estar haciendo horas extras hoy en día, pensó Kyle.

Entró en la tienda y se dirigió al hombre delgado y barbudo detrás del mostrador. Pero allí tampoco trabajaba ningún Zack Malkus.

Kyle continuó la busqueda. Llevaba una camiseta safari Tilley y vaqueros… no muy distinto a lo que vestía mientras daba clases.

La siguiente librería estaba a una manzana de distancia, en la parte sur de la calle. Kyle esperó a que pasara un tranvía rojo y blanco, y luego cruzó.

Esta tienda era mucho más lujosa que Bakka; alguien había invertido recientemente un montón de dinero para renovar el viejo edificio de ladrillo que la albergaba, y la fachada de piedra estaba recién encalada: la mayor parte de la gente conducía deslizadores hoy en día, pero muchos de los edificios todavía conservaban la suciedad de décadas de humo de automóvil.

Una musiquilla sonó cuando Kyle entró en la librería. Había una docena de clientes. Quizás en respuesta a la musiquita, un empleado apareció detrás de una oscura estantería de madera.

Era Zack.

—Se… señor Graves —dijo.

—Hola, Zack.

—¿Qué está haciendo aquí? —lo dijo con odio, como si cualquier referencia a Kyle fuera repugnante.

—Necesito hablar contigo.

—Estoy trabajando.

—Ya lo veo. ¿Cuándo descansas?

—No descanso hasta mediodía.

Kyle no miró su reloj.

—Esperaré.

—Pero…

—Tengo que hablar contigo, Zack. Me lo debes.

El muchacho frunció los labios, pensando. Luego asintió.

Kyle esperó. Normalmente, le gustaba curiosear en las librerías, sobre todo en las que tenían volúmenes en papel de verdad, pero hoy estaba demasiado nervioso para concentrarse. Pasó el tiempo mirando un viejo ejemplar de las Citas Canadienses de Colombo, leyendo lo que había dicho la gente sobre la vida familiar. Colombo consideraba que la cita canadiense más famosa era la de McLuhan, “El medio es el mensaje”. Era probablemente cierto, pero la que se murmuraba con más frecuencia, aunque no fuera únicamente canadiense, era “Mis hijos me odian”.

Todavía le quedaba un rato de espera. Kyle salió de la librería. Al lado había una tienda de posters. Entró y echó un vistazo; estaba decorada toda con rebordes cromados y negros. Había montones de pinturas de naturaleza de Robert Bateman. Algunas cosas del Grupo de los Siete. Una serie de láminas de Jean-Pierre Normand. Libros de fotos de estrellas actuales de la música pop. Viejos posters de películas, desde Ciudadano Kane hasta La Caída de los Jedi. Cientos de holoposters de paisajes terrestres, espaciales y marinos.

Y Dalí. A Kyle siempre le había gustado Dalí. Estaba la “Persistencia de la Memoria”, donde aparecían los relojes derretidos. Y “El sacramento de la Última Cena”. Y…

Vaya, esa sería magnífica para sus estudiantes. “Christus Hipercubus”. Habían pasado años desde la última vez que la vio, y seguro que animaría el laboratorio.

Sin duda le echarían alguna reprimenda por colgar un cuadro con matices religiosos, pero qué demonios. Kyle encontró el expositor donde estaban las copias enrolladas del poster y llevó una al cajero, un hombrecito de la Europa del Este.

—Treinta y cinco con noventa y cinco —dijo el empleado—. Más más más.

Más el ISP, el ISG y el ISN. Los canadienses eran el pueblo que pagaba más impuestos del mundo.

Kyle tendió su tarjeta SmartCash. El empleado la colocó en la lectora, y el total fue descontado del chip de la tarjeta. El empleado envolvió una bolsita en torno al tubo del poster y se lo ofreció a Kyle.

Kyle regresó a la librería. Unos minutos después, Zack salió.

—¿Hay algún sitio donde podamos charlar? —preguntó Kyle.

Zack parecía aún muy reacio, pero después de un momento dijo:

—¿El despacho?

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