—Exacto. Hubiéramos estado a mucha distancia al norte de Hygala si navegáramos por la ruta que lleva a Grayvard. Pero en realidad estaba al norte de nosotros, y cuando Delagard recalculó nuestra posición después de que la tormenta dispersara la flota, nos hizo virar en una ruta que se dirigía directamente hacia el sur. Ahora nos hallamos un poco por debajo del ecuador. Puedes verlo por la posición de la Cruz, si es que sabes algo acerca del cielo nocturno. Supongo que quizá no te has fijado; pero al menos durante la última semana hemos estado viajando con una desviación de noventa grados de nuestro curso correcto. ¿Quieres ver adonde nos dirigimos ahora? ¿O lo has calculado ya por ti mismo?
—Dímelo.
Felk hizo girar la carta.
—Éste es el sitio hacia el que navegamos actualmente. No ves ninguna isla aquí, ¿verdad?
—¿Nos dirigimos hacia el mar Vacío?
—Ya estamos en él. Las islas se han dispersado desde que comenzamos el viaje. Sólo hemos pasado por dos, dos y media en todo el viaje, y desde Hygala no hemos visto más. Ahora ya no habrá ninguna otra. El mar Vacío está vacío porque las corrientes no traen ninguna isla en esta dirección.
»Si estuviéramos en la ruta hacia Grayvard, estaríamos al otro lado, al norte del ecuador, y habríamos pasado cerca de cuatro islas a estas alturas. Barinan, Sivalak, Muri y Thetopal. Una, dos, tres y cuatro. Mientras que aquí abajo no hay nada en absoluto una vez que se deja atrás Hygala.
Lawler contempló el cuadrante de la carta que Felk había vuelto hacia él. Vio la luna creciente que representaba Hygala; al oeste y al sur de ésta no había nada, y luego, muy lejos al otro extremo del pequeño globo, la mancha oscura que era la Faz de las Aguas.
—¿Crees que Delagard cometió un error al calcular el rumbo?
—Eso es lo último que pensaría. Los Delagard han estado dirigiendo barcos en este planeta desde los tiempos de la colonia penal. Tú lo sabes. Es tan probable que él nos dirija hacia el suroeste cuando quiere hacerlo hacia el noroeste, como lo sería que tú comenzaras a escribir mal «Lawler» cuando firmas.
Lawler se llevó los pulgares a las sienes, los mantuvo allí y apretó con fuerza.
—Pero ¿por qué iba Nid a querer llevarnos al mar Vacío, por el amor de Dios?
—Pensé que podrías querer preguntarle eso.
—¿Yo?
—Parece que a ti te tuviera un cierto respeto —dijo Felk—. Puede que consigas que te dé una respuesta sincera. Aunque también puede que no lo haga. Pero es seguro que no va a decirme nada a mí, ¿verdad? ¿Tú qué crees, doctor?
Kinverson estaba ocupado en ordenar sus anzuelos y aparejos de pesca, preparándose para la pesca diaria, cuando lo encontró, un poco más tarde aquella misma mañana. Levantó la mirada perezosamente y lo miró con la absoluta indiferencia que Lawler hubiera podido esperar de una isla, de un hacha, de un gillie. Luego volvió a dedicar su atención a lo que tenía entre manos.
—Pues sí, estamos fuera de curso. Ya lo sabía. ¿Y a mí qué me importa, doctor?
—¿Lo sabías?
—Estas aguas no me parecen septentrionales a mí.
—¿Sabías durante todo el tiempo que nos estábamos dirigiendo hacia el mar Vacío? ¿Y no le dijiste nada a nadie?
—Sabía que nos hemos desviado del curso, pero no que nos dirijamos necesariamente hacia el mar Vacío.
—Felk dice que ya estamos en él. Me lo demostró sobre su carta.
—Felk no tiene siempre razón, doctor.
—Supongamos que esta vez la tiene.
—Bueno, nos dirigimos hacia el mar Vacío —dijo Kinverson con calma—. ¿Y qué?
—En lugar de dirigirnos hacia Grayvard.
—¿Y qué? —repitió Kinverson. Cogió un anzuelo, lo estudió, lo sujetó con los dientes y lo torció para cambiarle la forma.
—¿Es que no te importa en lo más mínimo que estemos yendo en la dirección equivocada?
—No. ¿Por qué demonios iba a importarme? Una isla apestosa es igual que cualquier otra. No me importa en qué sitio acabemos viviendo.
—No hay ninguna isla en el mar Vacío, Gabe.
—Entonces viviremos en el barco. ¿Qué tiene de malo? Yo puedo vivir perfectamente en el mar Vacío. No está vacío de peces, doctor, ¿verdad? Se supone que no tiene muchos, pero tiene que tener algunos si hay agua en él. Si un lugar tiene peces, yo puedo vivir allí. Podría haber vivido en mi pequeño bote si hubiera tenido que hacerlo.
—¿Y por qué no vivías en él constantemente? —preguntó Lawler, que comenzaba a sentirse irritado.
—Porque dio la casualidad de que vivía en Sorve, pero podría vivir en mi bote con la misma facilidad. ¿Crees que esas islas son tan maravillosas, doctor? Caminas continuamente sobre tablas de madera dura y vives de algas y pescado; hace demasiado calor cuando brilla el sol y demasiado frío cuando llueve, y ésa es la vida. Al menos es nuestro tipo de vida. No es mucho.
»A mí me da exactamente lo mismo si se trata de Sorve, de Salimil, de un camarote en el Reina de Hydros o de un jodido bote de remos. Yo sólo quiero poder comer cuando tengo hambre, follar cuando estoy caliente y mantenerme con vida hasta que me muera, ¿vale?
Aquél era probablemente el discurso más largo que Kinverson había pronunciado en su vida. Él mismo parecía sorprendido de haber dicho tanto. Cuando acabó, miró fijamente a Lawler durante un momento con evidente enfado e irritación. Luego regresó a sus anzuelos.
—¿No te importa —preguntó Lawler— que nuestro gran líder nos esté llevando directamente hacia un territorio desconocido por completo… y no se tome siquiera la molestia de decirnos lo que está planeando?
—No. No me importa. No me importa nada más que la gente que me molesta demasiado. Yo vivo al día. Déjame en paz, doctor. Tengo trabajo, ¿vale?
—¿Quieres hacer ahora las llamadas, doctor? —preguntó Dag Tharp—. Llegas con una hora de adelanto, ¿verdad?
—Puede ser. ¿Importa eso?
—No, como tú quieras —las manos de Tharp se movieron por los botones e interruptores—. Si quieres llamarlos más temprano, sea. Pero no me culpes a mí si no hay nadie para responderte.
—Primero dame con Bamber Cadrell.
—Habitualmente, llamas primero al Estrella.
—Ya lo sé. Hoy llama primero a Cadrell.
Tharp levantó la vista, perplejo.
—¿Se te ha metido una anguila en el culo, doctor?
—Cuando oigas lo que tengo que decirle a Cadrell, sabrás qué es lo que tengo en el culo. Llámalo, ¿quieres?
—De acuerdo, de acuerdo —de los altavoces del equipo de radio salieron ruidos de chisporroteos y crujidos—. Esta jodida niebla… —murmuró Tharp—. Me extraña que el equipo no se haya estropeado. Adelante, Diosa. Adelante, Diosa. Aquí Reina. ¿Diosa? Diosa, adelante.
— Reina, aquí Diosa —era la voz de un jovencito, chillona y aguda. El hijo de Thalheim, Brad, era el operador de radio del Diosa de Sorve.
—Dile que quiero hablar con Cadrell —dijo Lawler.
Tharp habló por el micrófono. Lawler no pudo oír con claridad la tenue respuesta.
—¿Qué ha dicho?
—Dice que está al timón. Que le quedan aún dos horas de turno.
—Dile que traiga inmediatamente a Bamber y lo ponga al micrófono. Se trata de algo urgente.
Más chisporroteos y crujidos. El chico parecía poner objeciones. Tharp repitió el mensaje de Lawler, y en el otro lado se produjeron uno o dos minutos de silencio.
Luego llegó la voz de Bamber.
—¿Qué es eso tan condenadamente urgente, doctor?
—Envía al chico fuera y te lo diré.
—Él es mi operador de radio.
—De acuerdo, pero yo no quiero que oiga lo que estoy a punto de decirte.
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