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Robert Silverberg: La Faz de las Aguas

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Robert Silverberg La Faz de las Aguas

La Faz de las Aguas: краткое содержание, описание и аннотация

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Catorce son los seres humanos que a bordo del Reina de Hydros navegan por los peligrosos mares de un planeta acuático perdido en el espacio. Descendientes de los antiguos colonos terrestres, detestados por los aborígenes anfibios a causa de su voracidad y violencia, han sido desterrados por éstos. El suyo es un viaje a ninguna parte. Excepto que se considere una parte a un lugar envuelto en mitos y raros misterios, denominado La Faz de las Aguas. El capitán Delagard, un psicópata; el padre Quillan, en busca de una fe que ha perdido; el doctor Lawler, un hombre cínico y solitario. son algunos de los tripulantes de la nave. Una tripulación tan peligrosa para ella misma como las terribles asechanzas de un mar hostil. es una odisea de proporciones épicas, la parábola de un viaje de iniciación. En ella, Silverberg ha construido uno de los planetas más inquietantes e imaginativos de la ficción científica y una novela de intenso, insondable esplendor.

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¿Por qué? ¿Había la Faz obrado algún misterio sobre él a larga distancia, como lo había hecho con Sundria?

Lo dudaba. Ni tampoco podía estar afectándolo en ese momento. Sin duda estaba ya fuera de su alcance. No había nada que pudiera influir sobre su mente, aparte de la oscura bóveda celeste, el silencioso mar y la dura y límpida luz de las estrellas. Allí estaba la Cruz, tendida al sur del cielo, el enorme arco doble de soles, miles de millones de ellos, le había dicho alguien. ¡Miles de millones de soles! ¡Decenas de millones de mundos! Su mente se tambaleó ante aquella imagen. Esas multitudes hirvientes de mundos, ciudades, continentes, criaturas de millares y millares y millares de diferentes especies…

Levantó la vista hacia todos ellos, y mientras los miraba creció en su interior una visión nueva, al principio lentamente, sin forma, y que luego se aclaró con un poderoso ímpetu hasta que en su mente no quedó apenas espacio para nada más. Vio las estrellas como una vasta red, una sola e inmensa construcción metafísica encadenada en una misteriosa unidad galáctica, de la misma forma que todas las partículas separadas de aquel mundo acuático se habían reunido unas con otras.

En el vacío palpitaban líneas de energía que corrían por el firmamento como ríos de sangre y lo conectaban todo con todo. Pudo sentir la respiración del Universo; era una entidad viva encendida por una vitalidad inextinguible.

Hydros pertenecía al espacio; y el espacio era una sola cosa ferozmente sensitiva. Si uno entraba en Hydros, pasaba a formar parte del Conjunto. La oferta estaba allí; y sólo él, en todo el Universo, había preferido negarse a entrar en aquella cosa enorme.

Sólo él. Sólo él.

¿Era eso lo que quería de verdad? ¿Esta soledad, esta terrible independencia de espíritu?

La Faz ofrecía la inmortalidad —e incluso la divinidad— dentro de un enorme organismo unido; y sin embargo él había escogido permanecer como Valben Lawler y nada más que Valben Lawler. Le había vuelto orgullo-samente la espalda a lo que se les había ofrecido a aquellos que realizaron el viaje. Dejemos que el pobre atormentado padre Quillan se entregue con contento al dios que ha estado buscando durante toda su vida; dejemos que el pobre pequeño Dag Tharp encuentre en la Faz el consuelo que pueda; dejemos que el misterioso Gharkid, que ha estado buscando algo más grande que sí mismo, se marche a la Faz. Pero yo, no. Yo no soy como ellos.

Pensó en Kinverson. Incluso ese hombre solitario y áspero se había entregado finalmente a la Faz. Delagard. Sundria.

Bueno, que así sea, se dijo Lawler. Yo soy quien soy, para bien o para mal.

Se tendió sobre la espalda para mirar las estrellas y dejó que el feroz brillo de la Cruz le llenara la mente. Qué tranquilo estaba todo allí. Qué silencioso.

Desperté, y estábamos navegando
En el aire suave y tranquilo.
Era de noche, noche calma, la Luna estaba en lo alto;
Los hombres muertos se hallaban reunidos.

—¿Val? Soy yo.

Miró hacia la voz. A la luz de las estrellas, una sombra le cruzó el rostro. Vio que Sundria estaba cerca de él. —¿Puedo sentarme contigo? —preguntó ella. —Si quieres.

Ella se dejó caer junto a Lawler.

—Te busqué a la hora de la cena. No estabas allí. Deberías haber comido.

—No tenía hambre. Vosotros todavía coméis, ¿no es cierto?, ahora que habéis sido cambiados.

—Por supuesto que comemos. No se trata de ese tipo de cambio.

—Supongo que no. ¿Cómo podría saberlo?

—Cómo podrías, es verdad. —Ella le apoyó una mano ligeramente sobre el brazo. Esta vez, él no retrocedió—. No han cambiado tantas cosas como tú piensas. Todavía te amo, Val. Dije que así lo haría, y es cierto.

El asintió. No había nada que pudiera decir.

¿La amaba él, todavía?, se preguntó. ¿Era posible imaginar siquiera que aún la amaba?

Le pasó un brazo por los hombros. La piel de ella era suave, fresca, conocida. Agradable. Ella se acurrucó contra él. Podrían haber sido las únicas personas del mundo. Ella aún le parecía humana. Él se inclinó y la besó suavemente en el hueco que quedaba entre la cabeza y el hombro, y ella se echó a reír.

—Val —dijo—. Oh, Val.

Eso fue todo; sólo su nombre. ¿Qué era lo que estaba pensando y no había dicho? ¿Que deseaba que él hubiera ido a la Faz con ella? ¿Que todavía esperaba que lo hiciera? ¿Que imploraba para que él fuera a hablar con Dela-gard y le rogara que hiciera dar media vuelta al barco y regresara a la isla para que él pudiera también pasar por aquella transformación?

¿Debía de haber ido con ella?

¿Ha sido un error el negarme?

Durante un momento se pensó a sí mismo dentro de la máquina, como parte de ella, parte del Todo… rindiéndose por fin, danzando con todo el resto. No. No. No. No.

Yo soy quien soy. Yo he hecho lo que he hecho porque soy quien soy.

Se tendió de espaldas, con Sundria acurrucada contra él, y volvió a mirar las estrellas; y otra visión creció en su interior: la Tierra que una vez había existido. La Tierra que se había extinguido para siempre.

Su gran fantasía romántica de la vieja Tierra perdida, el planeta azul y brillante, el destrozado planeta madre de la Humanidad, lo llenó completamente: lo vio como él quería que hubiese sido, un planeta pacífico y armonioso lleno de seres humanos cariñosos, un paraíso, una entidad perfecta. ¿Habría sido alguna vez realmente así? Probablemente no, pensó. Casi con seguridad que no. Había sido un lugar como cualquier otro en el que el mal se mezclaba con el bien, con imperfecciones, con defectos. Y en todo caso aquel mundo había desaparecido del Universo, barrido por un hado maligno.

Y aquí estamos. Aquí yacemos. Descansemos en paz.

Lawler miró noche adentro, y se imaginó que miraba hacia el sitio del espacio en el que había estado aquel mundo; pero sabía que, para los supervivientes de la Tierra desparramados por el Universo, no había esperanza alguna de recuperar su hogar ancestral. Tenían que continuar adelante, encontrar un nuevo mundo para vivir en aquel vasto Universo al que habían sido arrojados como exilados. Tenían que transformarse.

Tenían que transformarse.

Tenían que transformarse.

Se sentó como sacudido por un rayo de luz abrasadora. De pronto todo estuvo maravillosamente claro en su cabeza. La gente a la que había conocido que vivía su vida de día en día, como si la Tierra no hubiese existido jamás, estaban en lo correcto; y él, que soñaba desesperadamente con lo que una vez había sido, hacía mucho tiempo y a mucha distancia de allí, estaba equivocado. La Tierra no regresaría jamás. Para los terrícolas de Hydros sólo existía Hydros, ahora y para siempre. El mantenerse apartado, desesperadamente aferrado a la identidad terrícola ancestral en medio de las formas de vida nativas del planeta de adopción, era una estupidez. Sea el que sea el mundo en el que uno se encuentre viviendo, tiene el deber de convertirse plenamente en parte de ese mundo. De lo contrario, uno será siempre un forastero, un alienígena y alguien ajeno.

Y es verdad. Aquí estoy yo. Más solo de lo que jamás había estado antes.

Hydros se había ofrecido a adoptarlo, pero él había respondido con un no y había convertido la negativa en un arma, y ahora era ya demasiado tarde.

Cerró los ojos y vio una vez más la Tierra, brillante y hermosa en los cielos. La visión de la Tierra que había llevado en la mente durante tanto tiempo, relumbraba más vivamente que nunca. La azul Tierra, adorable y extraña, con sus masas continentales verde-doradas que brillaban a la luz de un sol que él jamás había visto. Mientras la miraba, los enormes mares azules comenzaron a hervir. De ellos se levantaba vapor. Los continentes fueron barridos por las llamas. Las inmensidades verde-doradas se secaron y ennegrecieron. En sus anchas superficies se abrieron profundas grietas de dentados bordes, más negras que la noche.

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