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Orson Card: El juego de Ender

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Orson Card El juego de Ender

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La Tierra se ve amenazada por los insectores, una raza extraterrestre completamente ajena a los humanos, a los que pretende destruir. Para vencer a los insectores es necesario un nuevo tipo de genio militar, y por ello se ha permitido el nacimiento de Ender, quien en cierta forma constituye una anomalía viviente: es el tercer hijo de una pareja en un mundo que ha limitado estrictamente a dos el número de descendientes. El niño Ender deberá aprender todo lo relativo a la guerra en los videojuegos y en los peligrosos ensayos de batallas que realiza con sus compañeros. A la habilidad en el tratamiento de las emociones, ya característica de Orson Scott Card, se une en este libro el interés por el empleo de las simulaciones de ordenador y juegos de fantasía en la formación militar, estratégica y psicológica del protagonista.

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—Ahí es donde se equivoca. Es incluso demasiado dulce. Pero no se preocupe. Extirparemos ese mal rápidamente.

—Algunas veces pienso que disfruta destrozando a esos pequeños genios.

—Es todo un arte, y en eso soy muy bueno. Pero ¿disfrutar? No lo sé. Quizá cuando se recomponen después pieza a pieza y eso les hace mejores.

—Es un monstruo.

—Gracias. ¿Quiere decir que puedo contar con un aumento?

—Sólo con una medalla. El presupuesto no es inagotable.

Dicen que la ingravidez puede producir desorientación, especialmente en los niños, cuyo sentido de la dirección no es todavía muy seguro. Pero Ender estaba desorientado antes de abandonar la gravedad de la Tierra. Antes incluso del lanzamiento del transbordador.

Había otros diecinueve chicos en su lanzamiento. Desfilaron desde el autobús hasta el ascensor. Hablaban y jugaban y alardeaban y reían. Ender guardaba silencio. Advirtió que Graff y los otros oficiales les miraban. «Analizando. Todo lo que hacemos tiene algún significado —pensó Ender—. Ellos reír. Yo no reír.»

Acarició la idea de intentar ser como los demás chicos. Pero no se acordaba de ningún chiste, y ninguno de los que contaban le hacían gracia. De dondequiera que provinieran sus risas, Ender no conseguía encontrar tal sitio en su interior. Tenía miedo, y el miedo le ponía serio.

Les habían vestido con un uniforme de una sola pieza; encontraba extraño no llevar un cinturón ceñido alrededor de la cintura. Vestido así, se sentía muy holgado y como desnudo. Había cámaras de televisión filmando, encaramadas como animales en los hombros de hombres que merodeaban agazapados. Los hombres se movían lentamente, felinamente, para que el movimiento de las cámaras fuera suave. Ender se encontró moviéndose lentamente también.

Se imaginó a sí mismo en la televisión, en una entrevista. El presentador le preguntaba: «¿Cómo se siente, señor Wiggin? Bastante bien, pero tengo hambre. ¿Hambre? Claro, no nos dejan comer las veinte horas anteriores al lanzamiento. ¡Qué interesante!, no lo sabía. La verdad es que todos tenemos mucha hambre.» Y durante toda la entrevista, Ender y el hombre de la tele se moverían sigilosamente delante del cámara, con largas y ágiles zancadas. Los chicos más próximos también estaban riéndose en ese momento, por otra razón. «Creen que me río por su chiste —pensó Ender—. Pero me río por algo mucho más divertido.»

—Subid por la escalerilla uno por uno —dijo un oficial—. Cuando lleguéis a un pasillo con asientos vacíos, ocupad uno. No hay asientos con ventanas.

Era un chiste. Los otros chicos se rieron.

Ender era casi el último, pero no el último. Aun así, las cámaras de televisión no se retiraron. ¿Me verá Valentine desaparecer en el transbordador? Se le ocurrió la idea de saludarla con la mano, correr hacia el cámara y decirle: «¿Puedo despedirme de Valentine?» No sabía que si lo hacía cortarían esa escena de la cinta, pues se suponía que los chicos que volaban a la Escuela de Batalla eran héroes. Se suponía que no echarían de menos a nadie. Ender no sabía nada sobre la censura, pero sabía que correr hacia las cámaras no era correcto.

Atravesó el corto puente que llevaba a la puerta del transbordador. Advirtió que la pared de su derecha estaba enmoquetada como si fuera un suelo. Ahí es donde comenzó la desorientación. En el momento en que vio la pared como un suelo, comenzó a sentirse como si andará por una pared. Llegó a la escalerilla y advirtió que la superficie vertical que había detrás estaba enmoquetada también. «Estoy subiéndome por el suelo.

Primero una mano y después la otra, primero un pie y después el otro…»

Y luego, para entretenerse, se puso a pensar que estaba bajando por la pared. Lo hizo mentalmente, auto convencido de ello aunque tenía en contra la evidencia de la gravedad. Se vio aferrándose firmemente al asiento, a pesar de que la fuerza de la gravedad tiraba de él hacia el asiento.

Los demás chicos botaban en sus asientos, dándose codazos y empujones, gritando. Ender encontró las correas, descubrió cómo se ponían para que le sujetaran por la ingle, la cintura y los hombros. Se imaginó la nave pendiendo boca abajo de la tierra, con los dedos de gigante de la gravedad sujetándola firmemente en su sitio. «Pero nos escabulliremos —pensó—. Nos vamos a caer de este planeta.»

No se dio cuenta de su significado entonces. Más adelante, se acordaría sin embargo que había sido antes de dejar la Tierra cuando la vio por primera vez como un planeta más, como cualquier otro, no especialmente el suyo.

—Oh, ya has descubierto cómo se hace —dijo Graff. Estaba de pie en la escalerilla.

—¿Viene con nosotros? —preguntó Ender.

—No suelo bajar a reclutar chicos —dijo Graff—. Se puede decir que estoy al mando aquí. Administrador de la Escuela. Algo así como director. Me dijeron que tenía que volver o perdería mi empleo. —Se rió.

Ender le devolvió la sonrisa. Se sentía a gusto con Graff. Era una buena persona. Y además era director de la Escuela de Batalla. Ender se relajó un poco. Tendría un amigo allí.

Estaban poniendo el cinturón de segundad a los otros chicos, a los que no lo habían hecho ya como Ender. Luego esperaron una hora mientras una televisión les informaba sobre el vuelo de los transbordadores, la historia de los vuelos espaciales, y su posible futuro con las grandes naves espaciales de la F.I. Era todo muy aburrido. Ender ya había visto esas películas.

Con la diferencia de que entonces no estaba atado con un cinturón de seguridad a un asiento de un transbordador. Colgando boca abajo del vientre de la Tierra.

El lanzamiento no fue malo. Nada aterrador. Unas cuantas sacudidas, unos momentos de pánico ante la posibilidad de que éste fuera el primer lanzamiento fallido en la historia del transbordador. Las películas no le habían transmitido con suficiente claridad la violencia que se podía sentir, tumbado de espaldas en un asiento mullido.

Al poco tiempo todo había pasado, y ahora sí pendía de las correas, no había gravedad por ningún sitio.

Pero como ya se había reorientado, no se sorprendió cuando Graff subió por la escalerilla al revés, como si estuviera bajando a la proa del transbordador. Tampoco se alteró cuando Graff trabó un pie debajo de un escalón y dio un empujón con las manos, lo que le hizo columpiarse de repente hasta ponerse boca arriba, corno si estuviera en un avión normal.

Las reorientaciones eran demasiado para algunos. Un chico hizo ademán de vomitar; Ender comprendió entonces por qué les habían prohibido comer nada durante las veinte horas anteriores al vuelo. Vomitar en gravedad cero no debía de ser nada divertido.

Pero, para Ender, el juego de la gravedad de Graff sí era divertido. Y lo llevó más lejos; se imaginó que en realidad Graff estaba colgando boca abajo del pasillo central, y luego se lo imaginó aferrándose a una pared lateral. «La gravedad puede tener cualquier dirección. La dirección que yo quiera. Puedo hacer que Graff esté apoyado de cabeza y él ni siquiera lo sabe.»

—¿Qué te divierte tanto, Wiggin?

La voz de Graff era dura y enojada. «¿He hecho algo malo? —pensó Ender—. ¿Me he reído en voz alta?»

—¡Le he hecho una pregunta, soldado! —bramó Graff.

Ya lo veo. Este es el principio de nuestra formación. Ender había visto en la televisión algunas películas de militares, y siempre gritaban mucho al principio del período de instrucción, antes de que el soldado y el oficial se hicieran buenos amigos.

—Sí, señor —dijo Ender.

—¡Respóndala entonces!

—Le he imaginado colgando boca abajo de los pies. Me ha parecido divertido.

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