—Ya veo que habéis aprendido a utilizar vuestro equipo —dijo.
Luego hizo algo con un control que llevaba en la mano y todos planearon lentamente hacia la pared donde él se encontraba. Se mezcló con los chicos congelados, tocándolos y descongelando sus trajes. Hubo un tumulto de protestas de que no había habido juego limpio y porque Bernard y Alai les hubieran disparado cuando no estaban preparados.
—¿Por qué no estabais preparados? —preguntó Dap—. Habíais tenido puesto el traje exactamente el mismo tiempo que ellos. Habíais estado aleteando por ahí como patos mareados el mismo número de minutos que ellos. Dejad de lamentaros y empezaremos.
Ender se dio cuenta de que habían asumido que Bernard y Alai eran los líderes de la batalla. Eso jugaba en su favor. Bernard sabía que Ender y Alai habían aprendido a usar las pistolas juntos. Y Ender y Alai eran amigos. Bernard podría creer que Ender se había unido a su grupo, pero no era así. Ender se había unido a un nuevo grupo. El grupo de Alai. Y Bernard se había unido también.
No estaba tan claro para todos; Bernard seguía fanfarroneando y mandando hacer recados a sus compinches. Pero Alai se movía ahora libremente por todo el dormitorio, y cuando Bernard se salía de sus casillas, podía bromear con él y calmarle. Cuando llegó el momento de elegir al líder del lanzamiento, Alai fue elegido casi por unanimidad. Bernard anduvo enfurruñado unos cuantos días y luego volvió a estar bien, y todos se adaptaron a la nueva situación. El lanzamiento ya no estaba dividido entre el grupo integrado de Bernard y los marginados de Ender. Alai era el puente.
Ender estaba sentado en su cama con la consola en las rodillas. Era la hora de estudio privado, y Ender estaba jugando al Juego Libre. Era un tipo de juego que cambiaba sin ton ni son, en el que el ordenador de la escuela no paraba de sacar situaciones nuevas componiendo un laberinto que uno podía explorar. Se podía volver a las situaciones que le gustaban a uno, pero sólo un rato; si se las tenía ahí mucho tiempo sin hacer nada, desaparecían y otras venían a ocupar su lugar.
Algunas veces era divertido. Algunas veces excitante, y Ender tenía que ser rápido para seguir vivo. Murió muchas veces, pero eso no importaba, los juegos son eso: mueres mucho hasta que le coges el truco.
La figura que le representaba en la pantalla había empezado siendo un niño pequeño. Durante un rato había pasado a ser un oso. Ahora era un ratón grande, con manos largas y delicadas. Hizo correr su figura por debajo de gran cantidad de muebles. Había jugado mucho con el gato, pero ahora se aburría; demasiado fácil darle esquinazo, conocía todos los muebles.
«No pasaré por la ratonera esta vez —se dijo para sí—. Estoy harto del Gigante. Es un juego tonto y además no gano nunca. Elija lo que elija, siempre me equivoco.»
Pero pasó por la ratonera, y por el pequeño puente del jardín. Evitó a los patos y a los mosquitos bombarderos; había intentado jugar con ellos pero eran demasiado fáciles, y si jugaba con los patos mucho tiempo se transformaba en un pez, y eso no le gustaba. Ser un pez le recordaba demasiado a estar congelado en la sala de batalla, con todo el cuerpo rígido, a la espera de que el ejercicio terminara para que Dap le descongelara. Por lo tanto, y como siempre, se encontró subiendo a las colinas rodantes.
Comenzaron los corrimientos de tierras. Al principio había quedado atrapado una y otra vez, aplastado en medio de una enorme mancha de sangre que surgía de un montón de rocas. Ahora, sin embargo, había dominado la técnica de correr cuesta arriba en ángulo para evitar morir aplastado, en busca siempre de tierras más altas.
Y, como siempre, los corrimientos de tierras acabaron en un amasijo de rocas. La cara de la colina se cuarteó y en vez de esquisto era pan blanco, hinchado, subiendo como un bizcocho a medida que la corteza se cuarteaba y caía; era blando y esponjoso; su figura se movía con más lentitud. Y cuando saltó del pan, estaba de pie en una mesa. Detrás de él, una gigantesca rebanada de pan; a su lado, una gigantesca barra de mantequilla. Y el Gigante con la barbilla apoyada en las manos, mirándole. La figura de Ender medía aproximadamente lo mismo que la cabeza del Gigante desde la barbilla hasta la frente.
—Creo que te voy a arrancar la cabeza de un bocado —dijo el Gigante, como siempre.
Esta vez, en vez de correr o seguir allí, Ender hizo ascender su figura hasta la cara del Gigante y le dio una patada en la barbilla.
El Gigante sacó la lengua y Ender cayó al suelo.
—¿Quieres jugar a los acertijos? —preguntó el Gigante.
«O sea, que es siempre lo mismo: el Gigante sólo juega a los acertijos. Estúpido ordenador. Millones de posibles escenarios en su memoria, y el Gigante sólo puede jugar un juego estúpido…»
El Gigante, como siempre, puso en la mesa dos enormes vasos largos, que llegaban a la altura de las rodillas de Ender. Como siempre, los dos estaban llenos de líquidos distintos. El ordenador era lo suficientemente bueno como para no repetir nunca los líquidos, por lo menos que él recordara. Esta vez, uno contenía un líquido espeso, de aspecto cremoso. El otro rechiflaba y espumajeaba.
—Uno es veneno y el otro no —dijo el Gigante—. Adivina y te llevaré al País de la Fantasía.
Adivinar significaba sumergir la cabeza en uno de los vasos para beber. No acertaba nunca. Algunas veces, su cabeza se disolvía. Algunas veces se prendía fuego. Algunas veces se caía dentro y se ahogaba. Algunas veces se caía hacia fuera, se ponía verde y se pudría. El resultado era siempre fatal, y el Gigante siempre se reía.
Ender sabía que eligiera lo que eligiera, moriría. El juego estaba amañado. A la primera muerte, su figura volvería a aparecer en la mesa del Gigante, lista para jugar otra vez. A la segunda muerte, volvería a los corrimientos de tierras. Después al puente del jardín. Después a la ratonera. Y después, si a pesar de todo volvía al Gigante y jugaba otra vez, y moría otra vez, su consola se oscurecería, desfilaría por ella la leyenda «Fin del Juego Libre», y Ender se echaría de espaldas en la cama y temblaría hasta que al final conseguiría dormirse. El juego estaba amañado, pero el Gigante seguía hablando del País de la Fantasía, algún estúpido País de la Fantasía para niños de tres años en el que probablemente habría algún estúpido Peter Pan o Pato Donald o Mickey Mouse, y al que valía la pena llegar, pero Ender tenía que encontrar la forma de batir al Gigante para llegar allí.
Bebió el líquido cremoso. Inmediatamente comenzó a inflamarse y a subir como un globo. El Gigante se reía. Estaba muerto otra vez.
Jugó otra vez, y esta vez el líquido se solidificó, como el cemento, y le inmovilizó la cabeza allí abajo mientras el Gigante lo rajaba a lo largo de la espina dorsal, se la sacaba como si fuera un pez, y se ponía a comerlo mientras él sacudía los brazos y las piernas.
Volvió a aparecer en los corrimientos de tierras y decidió no seguir adelante. Incluso dejó que le cubrieran. Pero aunque estaba sudando y sentía frío, con la siguiente vida volvió a las colinas hasta que se convirtieron en pan, y se plantó en la mesa del Gigante para que le pusiera delante los dos vasos largos.
Miró fijamente a los dos líquidos. Uno espumajeaba, el otro hacía olas como el mar. Intentó adivinar qué clase de muerte contenía cada uno. «Probablemente, del océano saldrá un pez y me comerá. El espumoso probablemente me asfixiará. Odio este juego. No es limpio. Es estúpido. Está amañado», se dijo.
Y en vez de meter la cara en uno de los líquidos, lo volcó de una patada, y luego el otro, y esquivó las enormes manos del Gigante mientras éste gritaba:
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