Stephen Baxter - Antihielo

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En 1870, cuando el poder del Imperio británico es absoluto, en las remotas tierras de una península antártica al sur del continente australiano se descubre un nueva material: el antihielo. Por el fenómeno que Faraday denominará de «conductancia aumentada», el material libera prodigiosas cantidades de energía cuando su temperatura se eleva. Su potencial energético, casi infinito, va a acelerar la Revolución Industrial de forma insospechada.
El antihielo, como no podía ser de otra manera, es empleado en la campaña de Crimea, pero también se revela útil en otras aventuras del espíritu humano que, a priori, parecen menos. sangrientas. En la Nueva Gran Exposición de Manchester de 1870, un joven agregado del Foreing Office descubrirá el inmenso poder del antihielo y, junto al visionario sir Josiah Traveller, tendrá que enfrentarse a un inesperado y decimonónico viaje espacial a la Luna.
Stephen Baxter, la nueva y gran estrella de la ciencia ficción británica, es considerado el sucesor de Arthur C. Clarke y un igual de Isaac Asimov y Robert A. Heinlein. Sus homenajes a Herbert G. Wells (
) y a Julio Verne (
) son un verdadero tour de force de la mejor ciencia ficción.

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No le envidio a George sus ganancias inesperadas —buena suerte para el caballero— pero ese tipo de autopublicidad no era para mí.

Después de mi regreso a Inglaterra a continuación del uso del primer proyectil Gladstone, renuncié a mi puesto en Londres y volví al hogar de Sussex. Estudié, hice prácticas y desde entonces he trabajado con tranquilidad —y de forma anónima en la medida de lo posible— como abogado de no mas que logros modestos en el area local.

Pero he seguido el desarrollo de los acontecimientos internacionales después de aquel otoño cataclismático; y a veces me ha parecido que los asuntos humanos se han desarrollado como una fea flor alrededor de ese único y deslumbrante punto de luz que fue el proyectil Gladstone.

No me detendré en lo que vi de la destrucción de Orléans. Le ruego a Dios que te evite visiones similares, Edward. Pero quizá tu carrera te llevará al lugar terrible donde todavía descansa el Príncipe Alberto , inmóvil después de recibir el regalito de la artillería prusiana, un monumento oxidado a otra guerra.

La explosión de antihielo marcó, por supuesto, el fin de la guerra europea; si el temor de una nueva intervención británica no fue suficiente, creo que el deseo de luchar de aquellos hombres reunidos en los valles del Loira fue expurgado por el trabajo de recuperación en medio de la pestilencia de Orléans. Recuerdo ver cómo las columnas prusianas formaban, sucias, lentas y solemnes, para dirigirse a casa; y supe que allí había una nueva generación para la que la guerra había terminado.

Edward, ahora me asusta ver referencias al bombardeo de Orléans como si fuese un gran triunfo de Gran Bretaña. Fue un accidente —el proyectil no iba siquiera dirigido a la ciudad— y el hecho de que la intervención consiguiese muchos de los fines de Gladstone se debe solamente al total horror y a la escala de la carnicería que había provocado.

Se alcanzó un acuerdo formal entre Francia y Prusia, bajo presidencia británica, en el Congreso de Tours durante la primavera de 1871. Después de un revés tan costoso, las ambiciones de Bismarck por reunificar Alemania fueron abandonadas a la fuerza, y el viejo y astuto caballero tuvo que luchar para mantener su propia posición de influencia y poder (pero, por supuesto, sobrevivió). Por tanto, Alemania sigue siendo hoy un cómodo batiburrillo dirigido por principillos y duques con el estandarte del águila prusiana en una esquina; y claro que es preferible, a ojos británicos, a la gran potencia alemana centroeuropea que hubiese podido surgir.

Mientras tanto, en Francia, el nuevo Gobierno provisional, dirigido por Gambetta, dio la bienvenida a la asistencia británica para sofocar las rebeliones continuas en París; y Gambetta incluso solicitó el consejo de ilustres parlamentarios ingleses para crear una constitución para un nuevo Tercer Imperio. Y es así como un Parlamento —indistinguible en todos sus aspectos importantes de la Madre de los Parlamentos en Manchester— se reúne cada día en París, y durante cuatro décadas la forma constitucional británica que forma la base se ha filtrado hasta todos los rincones de la sociedad francesa.

Sí, ahora tenemos una Europa establecida como hubiese querido el hombre de estado —británico— más justo y escrupuloso de 1860; y para mantenerla tenemos guarniciones dispersas por todos los puntos conflictivos tradicionales como Bélgica, Alsacia y Lorena, Dinamarca, e incluso las afueras del mismo Berlín. Puede que no hayamos edificado las fortalezas normandas soñadas por los Hijos de la Gascuña, pero podemos decir que hemos logrado una Europa británica.

Y si ese dominio político y militar no fuese suficiente, está la maravilla continua de la tecnología de antihielo. La red de tren ligero se extiende aun más profundamente en el Continente, y los barcos aéreos para pasajeros y cargas, lo suficientemente grandes para tragarse a la vieja Faetón , saltan a diario sobre las nubes, haciendo que Manchester y Moscú no estén a más que unas pocas horas de viaje. Carros transatmosféricos vuelan de la Tierra a la Luna, y cada año la Real Sociedad Geográfica nos regala con relatos de las hazañas de sus nuevos exploradores, en el cráter Traveller y entre las formas de vida rocosas febianas.

Y, por supuesto, en silos ocultos bajos los campos de Kent, esperan los proyectiles de Gladstone, uno para cada ciudad europea.

Es extraño recordar ahora que Josiah Traveller creía —hasta el mismo —final de su vida— que, con el agotamiento de la reserva conocida de antihielo en el Polo Sur, la explotación de esa sustancia, para bien o para mal, acabaría… Qué irónico que en su último y desesperado acto le señalase a la humanidad cómo alargar sus manos ambiciosas para obtener más antihielo —más del que él mismo hubiese podido imaginar— ¡una reserva tan grande que puede considerarse prácticamente inagotable!

¿Quién hubiese imaginado que la Pequeña Luna estuviese compuesta casi por completo de antihielo? Les quedó claro inmediatamente a los astrónomos que una explosión de la magnitud producida por el impacto final de la Faetón sólo podía ser el resultado de una detonación de antihielo. Los científicos entienden ahora que la Pequeña Luna es un fragmento de ese cometa que se destruyó a sí mismo al formar el cráter Traveller en la Luna —un fragmento que entró en órbita alrededor de la Tierra— quizá después de varios roces, lentos, en los que rascó la capa de aire de la Tierra. Todo eso sucedió en el siglo XVIII, dicen los salvajes; y, por tanto, mientras los aborígenes australianos veían cómo otro fragmento del cometa recorría los cielos hacia la Antártica, la Pequeña Luna se colocaba en los cielos de la Tierra.

Por tanto, una reserva inmensa de antihielo da vueltas a la Tierra, y no se funde o explota por su rápida rotación y porque frecuentemente entra en la sombra de la Tierra.

Una vez que Traveller señaló inadvertidamente el camino, los restos de antihielo terrestres se emplearon para fabricar nuevas Faetones , justo capaces de llegar hasta la Pequeña Luna y regresar con los valiosos Dewars llenos de la energía congelada. Y ahora todos los europeos pueden ver las pequeñas chispas que son las naves orbitales británicas que suben hasta la Pequeña Luna y regresan al estanque de aire, consolidando aún más nuestro poder.

¡Cómo hubiese odiado el pobre Traveller semejante resultado! A menudo me pregunto si en aquellos momentos finales, mientras aquella luz terrible quemaba las paredes de aluminio de la Faetón , no comprenderla las implicaciones de lo que había hecho. Rezo por que no fuese así; que su gran e inventivo cerebro se detuviese mucho antes de la destrucción final de la nave, del momento en que se alteró lo que pretendía…

Pero divago.

Edward, vuelvo al tema de nuestro debate esa noche de sábado. ¿Es el mundo un lugar mejor con esta Pax Britannica que hemos impuesto con nuestro antihielo, y con nuestra industria y administración?

Mi respuesta debe ser, con tristeza: no. Ni siquiera, al final, para nosotros los británicos.

Sé que tu fascinación por la política es leve en el mejor de los casos, Edward, pero incluso tú debes haber seguido los terribles acontecimientos en casa, tales como las huelgas contra los nuevos impuestos de alimentos —impuestos que parecen directamente diseñados para machacar a los pobres sin derecho al voto— y la brutal represión de esas huelgas por las tropas de Churchill.

Desde hace siglos no estaba Inglaterra tan llena de revueltas. ¿Cómo hemos llegado los británicos, con nuestro talento para el acomodo y el compromiso, a esta situación? Porque, históricamente, el modo británico ha sido dar un poco para evitar el descontento sangriento. Por ejemplo, quizás una reforma parlamentaria —como la fallida reforma de Disraeli en los años 1860— podría, aunque fuese parcialmente, haber actuado como compensación, para liberar esta nueva presión por el cambio. Ahora un compromiso podría ser que Balfour adoptase algunas de las ideas del galés David Lloyd George, que defiende reformas fiscales dirigidas a los superricos y los grandes propietarios. Sí, Edward; ¡me refiero a Lloyd George, el demagogo y convicto reciente! ¿Te sorprende? Bien, quizá si se invitase a hombres como él a contribuir al Gobierno encontraríamos una solución más feliz.

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