—No me gustan los terraquejos —dijo con el tono de autoridad que le daba su situación—. Nunca me han gustado…, son la escoria de la Galaxia. Son supersticiosos, vagos, degenerados y estúpidos, y están llenos de enfermedades. ¡Pero al menos la mayoría de ellos saben quedarse en su sitio! Han nacido así, y no pueden evitar ser como son. Naturalmente, si estuviera en el lugar del Emperador yo no sería tan tolerante con ellos, y me estoy refiriendo a sus malditas costumbres y tradiciones; pero supongo que en el fondo eso no importa demasiado. Algún día aprenderemos…
—Oiga, no he venido aquí para escuchar… —exclamó Arvardan.
—Pues tendrá que escuchar, porque aún no he acabado —le interrumpió el teniente—. Iba a decir que lo que no puedo ni podré entender jamás es la mentalidad de alguien que simpatiza con los terrestres. Cuando un hombre, y me refiero a un auténtico ser humano, es capaz de revolcarse en la inmundicia hasta el punto de arrastrarse entre ellos y olisquear a sus hembras como un perro en celo…, bueno, entonces pierdo todo respeto por ese hombre. Es peor que ellos…
—¡Pues entonces que se pudran usted y la miserable imitación de cerebro que tiene dentro de la cabeza! —rugió Arvardan—. ¿Sabe que se está tramando una traición contra el Imperio? ¿Sabe lo peligrosa que es esta situación? Cada minuto que me obliga a perder hace aumentar la amenaza que pesa sobre las vidas de todos los habitantes de la Galaxia…
—Oh, no sé si creerle, doctor Arvardan… Usted es doctor, ¿verdad? No debo olvidar sus títulos. Verá, tengo una teoría propia… Usted es uno de ellos, ¿sabe? Puede que haya nacido en Sirio, pero tiene el negro corazón de un terrestre, y utiliza su ciudadanía galáctica para defender la causa de los terrestres. Ha secuestrado a uno de sus funcionarios…, a ese Anciano. Bueno, en sí eso no tiene nada de malo porque a mí también me encantaría retorcerle el pescuezo, pero los terrestres ya han empezado su búsqueda. Enviaron un mensaje a la fortaleza, ¿sabe?
—¿De veras? ¿Ya han…? ¿Entonces por qué estamos perdiendo el tiempo aquí? Tengo que ver al coronel aunque para eso sea preciso que…
—¿Espera que se produzca una sublevación o disturbios de alguna clase? Puede que usted mismo haya planeado todo esto como primer paso de una revuelta organizada, ¿no?
—¿Está loco? ¿Qué motivos podría tener yo para hacer algo semejante?
—Entonces supongo que no se opondrá a que dejemos en libertad al Anciano, ¿verdad?
—¡No pueden hacer eso! —rugió Arvardan.
Se puso en pie y por un momento pareció que iba a saltar por encima del escritorio para lanzarse sobre el teniente Claudy.
Pero la mano del teniente ya había empuñado el desintegrador.
—Conque no podemos, ¿eh? Ahora escúcheme con atención: ya me he sacado un peso de encima. Le abofeteé y le humillé delante de sus amigos terrestres. Hice que me escuchara mientras le explicaba que para mí usted no es más que un gusano repugnante…, y ahora me encantaría que me proporcionara un pretexto para volarle un brazo a cambio de lo que usted hizo con el mío en esos grandes almacenes. Ande, vuelva a moverse…
Arvardan permaneció inmóvil.
—Lamento que el coronel quiera verle entero —dijo el teniente Claudy. Soltó una risita y guardó el arma—. Le recibirá a las cinco y cuarto.
—Y usted lo sabía…, lo ha sabido durante todo este tiempo…
Arvardan sintió el acre sabor de la frustración en la garganta.
—Por supuesto.
—Teniente Claudy, si las horas que me ha hecho perder acaban causando el desastre…, bueno, entonces a ninguno de los dos le quedará mucho tiempo de vida —dijo Arvardan en un tono de voz tan gélido e implacable que producía escalofríos—. Pero usted morirá antes que yo, porque le juro que dedicaré mis últimos minutos de vida a convertir su cara en un montón informe de huesos rotos y sesos pisoteados.
—Le estaré esperando, amigo de los terrestres… ¡Cuando quiera!
El comandante en jefe del Fuerte Dibburn se había curtido al servicio del Imperio. El ambiente de paz de las últimas generaciones hacía imposible que un oficial pudiese acumular un historial excesivamente glorioso, y al igual que sus colegas el coronel no había tenido ocasiones de distinguirse; pero durante su larga y penosa carrera iniciada como cadete había prestado servicios en todas las zonas de la Galaxia, por lo que para él incluso una misión en un planeta tan conflictivo como la Tierra no era más que una tarea adicional. Lo único que deseaba era conservar la apacible rutina de la vida normal. No pedía nada más que eso, y en aras de ello y si era necesario estaba dispuesto a humillarse hasta el extremo de pedir disculpas a una terrestre.
Cuando entró en su despacho Arvardan vio que el coronel parecía estar muy cansado. Llevaba el cuello de la camisa desabrochado, y su chaqueta adornada con la resplandeciente insignia amarilla de la Nave y el Sol del Imperio colgaba descuidadamente del respaldo de su silla. El coronel hizo crujir distraídamente los nudillos de su mano derecha y observó a Arvardan. Estaba muy serio.
—Todo esto es muy confuso —murmuró—. Sí, es muy confuso… Me acuerdo de usted, joven. Usted es Bel Arvardan, de Baronn, el protagonista de un invidente muy desagradable de no hace mucho tiempo… ¿Es que no puede vivir sin meterse continuamente en líos?
—No soy el único que está metido en un lío, coronel. El resto de la Galaxia también lo está.
—Sí, ya lo sé —contestó el coronel impacientemente—. O al menos sé que eso es lo que usted afirma… Me han dicho que no tiene documentos.
—Me los quitaron, pero soy conocido en el Everest. El mismo Procurador Ennius puede identificarme, y espero que lo haga antes de que haya anochecido.
—Ya veremos —dijo el coronel. Cruzó los brazos ante él y echó su sillón hacia atrás—. Bien, ¿y ahora qué le parece si me cuenta su versión de la historia?
—Me he enterado de la existencia de una peligrosa conspiración tramada por un pequeño grupo de terrestres que se proponen derrocar al gobierno imperial por la fuerza, y si lo que sé no llega inmediatamente a oídos de las autoridades correspondientes, los conspiradores tendrán éxito y conseguirán destruir no sólo al gobierno imperial, sino también a una gran parte del mismo Imperio.
—Creo que va demasiado lejos al hacer esa afirmación tan audaz y apresurada, joven. Estoy dispuesto a aceptar que los terrestres son muy capaces de sublevaciones altamente molestas, de sitiar este fuerte imperial y de causar destrozos considerables…, pero no creo ni por un momento que estén en condiciones de expulsar a las tuerzas imperiales de este planeta, y menos aún de destruir el gobierno imperial. Aun así, estoy dispuesto a escucharle mientras me expone los detalles de esta…, de esta supuesta conspiración suya.
—Coronel, por desgracia la gravedad de la amenaza es tan grande que creo imprescindible que el Procurador en persona se entere de los detalles; por lo que solicito que me ponga en comunicación con él ahora mismo si no tiene inconveniente en ello.
—No nos apresuremos demasiado. Supongo que sabe que el hombre al que trajo prisionero con usted es el secretario del Primer Ministro, que es miembro de la Sociedad de Ancianos y alguien muy importante entre los terrestres, ¿no?
—¡Pues claro que lo sé!
—¿Y usted insiste en que es uno de los principales cabecillas de la conspiración de la que me habla?
—Lo es…
—¿Qué pruebas tiene de ello?
—Coronel, estoy seguro de que me comprenderá si le digo que no puedo hablar de este asunto con nadie que no sea el Procurador Ennius.
—¿Acaso pone en duda mi competencia para ocuparme de este asunto? —preguntó el coronel frunciendo el ceño mientras se estudiaba las uñas.
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