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Isaac Asimov: Un guijarro en el cielo

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Isaac Asimov Un guijarro en el cielo

Un guijarro en el cielo: краткое содержание, описание и аннотация

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Joseph Schwartz paseaba ensimismado por las calles de Chicago. Levantó un pie en el siglo XX y se encontró con que lo había plantado en el año 827 de la Era Galáctica. Todavía estaba en la Tierra, pero en una época en que la Humanidad había colonizado la Galaxia y en la que los terrestres eran considerados parias condenados a la superficie de un mundo radiactivo. Joseph descubre los planes de los extremistas que amenazan la supervivencia de todo el Imperio Galáctico, y sólo él puede prevenir el desastre.

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Y, después, lo único que recordó de aquellas horas fue la proximidad de la muchacha.

Los brillantes rayos del sol de la mañana caían sobre Pola de tal modo que el rostro inclinado hacia abajo de Arvardan parecía borrarse delante de ella. Pola le sonrió, y fue consciente del roce de aquel brazo fuerte y musculoso sobre el que ella apoyaba el suyo con tanta delicadeza. Aquel fue el recuerdo que guardó en su memoria: unos músculos lisos y firmes cubiertos por la tela de textura plástica cuyo contacto suave y fresco podía sentir debajo de la muñeca.

Schwartz agonizaba bañado en sudor. El camino sinuoso que iba alejándoles de la puerta lateral por la que habían salido estaba desierto, y Schwartz se alegró enormemente de ello.

Sólo Schwartz conocía el verdadero precio que tendrían que pagar por el fracaso. Podía percibir la humillación insoportable, el odio avasallador y los siniestros planes que se agitaban en la mente enemiga que controlaba. Tenía que hurgar en su interior buscando las informaciones que irían guiándole —la posición del vehículo oficial, la ruta que debían seguir—, y al investigar también captaba la amargura de hiel de los propósitos de venganza que se desencadenarían si su control mental flaqueaba aunque sólo fuese durante una décima de segundo.

Los rincones secretos de la mente que se veía obligado a explorar quedaron convertidos para siempre en su posesión personal, y después Schwartz viviría las pálidas horas grisáceas de muchas auroras inocentes en las que volvería a guiar los pasos de un loco por los peligrosos senderos de una fortaleza enemiga.

Cuando llegaron al vehículo Schwartz balbuceó las palabras necesarias. No se atrevía a relajarse durante el tiempo necesario para pronunciar frases coherentes, y se limitó a decir lo estrictamente imprescindible con voz entrecortada.

—No puedo… conducir el vehículo —jadeó—. No puedo obligar a… Balkis a que… conduzca. Demasiado complicado…, no puedo hacerlo…

Shekt le tranquilizó con un suave murmullo. No se atrevía a tocar a Schwartz ni a dirigirle la palabra, porque temía que eso pudiera distraerle y afectar su concentración mental durante un momento.

—Suba al asiento de atrás, Schwartz —susurró—. Yo conduciré…, sé hacerlo. Le quitaré el desintegrador, y a partir de ahora bastará con que mantenga inmovilizado a Balkis.

El vehículo de superficie del secretario era de un modelo especial, y al ser especial era también diferente. Llamaba bastante la atención: su reflector verde giraba hacia la derecha y hacia la izquierda, y la luz intermitente se desvanecía y volvía a brillar con destellos de esmeralda. Los transeúntes se detenían a mirar y los vehículos que avanzaban en sentido contrario se apresuraban a apartarse respetuosamente.

Si el vehículo no hubiese sido tan llamativo y hubiese atraído menos la atención, los transeúntes ocasionales podrían haberse fijado en el secretario pálido e inmóvil que viajaba en su asiento trasero…, podrían haberse preguntado si…, quizá incluso podrían haber llegado a intuir el peligro…

Pero sólo miraban el vehículo, y el tiempo fue transcurriendo poco a poco.

Un soldado vigilaba el camino que llevaba a los resplandecientes portones cromados que se erguían envueltos en la aureola gigantesca e imponente tan típica del Imperio, que contrastaba agudamente con los edificios macizos, achaparrados y tristones de la Tierra. Su rifle energético de gran calibre se movió horizontalmente en un gesto de impedir el paso, y el vehículo se detuvo.

—Soy ciudadano del Imperio, soldado —anunció Arvardan asomándose por la ventanilla—. Deseo ver a su oficial superior.

—Tendrá que enseñarme sus documentos, señor.

—Me los han quitado. Soy Bel Arvardan, de Baronn, Sector de Sirio. Trabajo para el Procurador Ennius, y tengo mucha prisa.

El soldado se llevó una muñeca a la boca y habló en voz baja por el transmisor. Hubo una pausa mientras esperaba la respuesta, y después bajó el arma y se hizo a un lado. El portón se fue abriendo lentamente.

19. EL PLAZO FINAL SE ACERCA

Las horas siguientes fueron testigos del caos tanto dentro como fuera del Fuerte Dibburn…, y especialmente en la misma Chica.

A mediodía el Primer Ministro, que estaba en Washenn, usó la onda comunal para averiguar dónde estaba su secretario, y la búsqueda subsiguiente no dio ningún resultado. El Primer Ministro quedó muy disgustado, y los funcionarios de la Casa Correccional se alarmaron bastante.

Durante el interrogatorio que se produjo a continuación, los guardias apostados fuera de la sala de asambleas declararon sin vacilar y sin contradecirse que el secretario había salido de ella a las diez y media de la mañana, y que iba acompañado por los prisioneros. No, no había dejado ninguna clase de instrucciones. No sabían hacia dónde se había dirigido y, naturalmente, los guardias carecían de autoridad para preguntárselo.

Otro grupo de guardias interrogado se mostró igualmente ignorante y desprovisto de informaciones que dar. La atmósfera de ansiedad general se fue intensificando y se extendió poco a poco.

A las dos de la tarde llegó el primer informe en el que se decía que el vehículo del secretario había sido visto. Nadie se había fijado en si el secretario viajaba en él. Aunque algunos habían creído ver que lo conducía, pero según se supo más tarde estaban equivocados.

A las dos y media quedó confirmado que el vehículo de superficie del secretario había entrado en el Fuerte Dibburn.

Poco antes de las tres se tomó la decisión de establecer contacto con el comandante de la guarnición. La llamada fue atendida por un teniente de las Fuerzas del Imperio.

Se enteraron de que en aquellos momentos era totalmente imposible proporcionar ninguna información sobre el asunto, pero los oficiales de Su Majestad Imperial solicitaron que se mantuviera el orden. También se pidió que no se difundiera la noticia de la desaparición de un miembro de la Sociedad de Ancianos hasta que no hubiera una confirmación oficial de lo ocurrido.

Los hombres implicados en una traición no pueden correr riesgos cuando uno de los cabecillas de la conspiración cae en manos del enemigo sólo cuarenta y ocho horas antes de la hora final. Eso sólo puede significar que han sido descubiertos o que han sido traicionados, y en esas circunstancias el ser descubiertos o el ser traicionados no son más que dos caras de una misma moneda. Cualquiera de las dos puede significar la muerte.

Y, en consecuencia, se hizo circular la noticia.

Y la población de Chica se fue poniendo nerviosa…

Y los agitadores profesionales aparecieron en las esquinas. Las puertas de los arsenales secretos se abrieron, y las manos de quienes entraron en ellos salieron empuñando armas. Una inmensa serpiente formada por manifestantes avanzó moviéndose sinuosamente hacia el fuerte imperial, y a las seis de la tarde el comandante recibió otro mensaje, esta vez transmitido de manera personal.

Mientras tanto y paralelamente a toda esa actividad, en el fuerte imperial se desarrollaban otros acontecimientos. Todo empezó de forma bastante espectacular cuando el joven oficial que recibió al vehículo de superficie estiró la mano para coger el desintegrador del secretario.

—Yo me haré cargo del arma —dijo secamente.

—Entréguesela, Schwartz —dijo Shekt.

La mano del secretario levantó el arma y la ofreció al oficial. El desintegrador fue separado de sus dedos, y Schwartz relajó por fin el control mental dejando escapar un sollozo de alivio.

Arvardan ya estaba preparado. Cuando el secretario saltó con la brusquedad de un resorte de acero que es liberado de la compresión a la que ha estado sometido durante mucho tiempo el arqueólogo se abalanzó sobre él y empezó a usar los puños sin contemplaciones.

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