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Isaac Asimov: Un guijarro en el cielo

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Isaac Asimov Un guijarro en el cielo

Un guijarro en el cielo: краткое содержание, описание и аннотация

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Joseph Schwartz paseaba ensimismado por las calles de Chicago. Levantó un pie en el siglo XX y se encontró con que lo había plantado en el año 827 de la Era Galáctica. Todavía estaba en la Tierra, pero en una época en que la Humanidad había colonizado la Galaxia y en la que los terrestres eran considerados parias condenados a la superficie de un mundo radiactivo. Joseph descubre los planes de los extremistas que amenazan la supervivencia de todo el Imperio Galáctico, y sólo él puede prevenir el desastre.

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—¿Te parece que no es tiempo suficiente? Bueno, ya lo veremos —murmuró Arvardan. Se inclinó sobre el secretario caído y le echó la cabeza hacia atrás sin demasiada delicadeza mientras se preguntaba si seguiría con vida. Buscó inútilmente el pulso con sus dedos todavía muy entumecidos, y acabó deslizando una mano por debajo de la túnica verde—. Bueno, al menos su corazón todavía late…

Tiene un poder muy peligroso, Schwartz. ¿Por qué no empezó haciendo esto?

—Porque deseaba dejarle paralizado —respondió Schwartz, quien evidenciaba los efectos de la tensión del duelo—. Pensé que si conseguía dominar a Balkis podríamos salir de aquí bajo su protección. Quería usarle como señuelo… Su túnica podría haber sido un refugio debajo del que todos hubiésemos estado a salvo.

—Quizá aún sea posible —dijo Shekt animándose de repente—. La guarnición imperial del Fuerte Dibburn se encuentra a un kilómetro escaso de aquí. Cuando hayamos llegado allí estaremos a salvo, y podremos comunicarnos con Ennius.

—¡Cuando hayamos llegado allí…! Afuera debe de haber centenares de guardias, y varios centenares más apostados entre este edificio y la guarnición imperial. ¿Y qué vamos a hacer con esta momia? ¿Levantarla, ponerle unas ruedas debajo y empujarla…?

Arvardan dejó escapar una seca carcajada en la que no había ni rastro de buen humor.

—Y además no olviden que fui incapaz de controlar su mente mucho tiempo —murmuró Schwartz con evidente preocupación—. fracasé, como pudieron ver.

—Porque no está acostumbrado a hacer este tipo de cosas —afirmó Shekt poniéndose muy serio—. Y ahora escúcheme con mucha atención, Schwartz: creo saber qué es lo que hace con su poder. Su mente se ha convertido en una estación receptora de los campos electromagnéticos del cerebro, y creo que también es capaz de transmitir. ¿Me comprende?

Schwartz no parecía muy seguro de que Shekt estuviera en lo cierto.

—Tiene que entenderlo —insistió Shekt—. Tendrá que concentrarse en lo que desea que haga Balkis…, y empezaremos devolviéndole el desintegrador.

—¿Cómo? —exclamaron los otros tres casi al unísono poniendo cara de asombro.

—Balkis tiene que sacarnos de aquí —dijo Shekt levantando un poco la voz para hacerse oír—. No hay ninguna otra forma de salir, verdad? ¿Y acaso hay un método mejor para no despertar sospechas que el permitir que se muestre públicamente con un arma en la mano?

—Pero no podré controlar su mente…, le aseguro que no seré capaz de hacerlo —afirmó Schwartz. Estaba flexionando los brazos y se daba masaje en ellos intentado devolverles la sensación de normalidad—. No estoy interesado en sus teorías, doctor Shekt. Usted no tiene ni idea de lo que ocurre cuando utilizo mis Poderes… Influir sobre el contacto mental es algo muy difícil que exige un gran esfuerzo, y nunca estoy demasiado seguro de qué he de hacer a cada momento.

—Ya lo sé, pero es un riesgo que tenemos que correr. Vamos, Schwartz, inténtelo… —le rogó Shekt—. Cuando vuelva en sí, haga que Balkis mueva el brazo.

El secretario dejó escapar un gemido ahogado, y Schwartz captó de nuevo el contacto mental. Se sumió en un silencio atemorizado y fue permitiendo que el contacto mental volviera a intensificarse…, y entonces le habló. Fue un discurso sin palabras, la orden silenciosa que un ser humano dirige a su brazo cuando quiere que se mueva; una orden tan silenciosa y sutil que ni tan siquiera quien la emite es consciente de ella.

Y el brazo de Schwartz no se movió, pero el del secretario sí. El terrestre llegado del pasado levantó la mirada y sus labios se curvaron en una sonrisa de excitación, pero los demás sólo tenían ojos para Balkis…, Balkis, esa figura postrada que erguía la cabeza y cuyos ojos iban perdiendo la turbiedad del desvanecimiento, y cuyo brazo se extendía misteriosamente hacia fuera formando un incongruente ángulo de noventa grados.

Schwartz se concentró en su tarea.

El secretario se levantó con movimientos muy rígidos, y estuvo a punto de perder el equilibrio aunque no llegó a caer. Después bailó…, de una forma extraña y casi mecánica, pero bailó.

Le faltaba ritmo y elegancia, pero para las tres personas que observaban el cuerpo y para Schwartz —que observaba la mente y el cuerpo— fue un espectáculo realmente maravilloso; porque en ese momento el cuerpo del secretario se encontraba bajo el control de una mente que no tenía ninguna conexión material con él.

Shekt se acercó lenta y cautelosamente al secretario que acababa de convertirse en un robot, y extendió la mano sin titubear. La palma abierta sostenía el desintegrador con la empuñadura dirigida hacia Balkis.

—Haga que lo coja, Schwartz —dijo.

Balkis estiró la mano y aferró torpemente el arma. Un brillo salvaje pasó fugazmente por sus ojos, y se desvaneció sin dejar rastro una fracción de segundo después. El desintegrador fue guardado lentamente en la funda que colgaba del cinturón, y la mano de Balkis se apartó de ella.

—Por un momento estuvo a punto de escapárseme —comentó Schwartz.

Dejó escapar una risita estridente, pero su rostro estaba tan blanco como la cera.

—Bien, ¿puede controlar su mente?

—Lucha como un demonio, pero no me resulta tan difícil como antes.

—Eso se debe a que ahora usted sabe lo que está haciendo —le explicó Shekt con un entusiasmo que estaba bastante lejos de sentir—. Bien, ahora transmita… No intente controlar su mente. Basta con que se limite a pensar que es usted mismo quien hace todas esas cosas.

—¿Puede obligarle a hablar? —intervino Arvardan.

Hubo una pausa, y después el secretario dejó escapar un gruñido gutural. Otra pausa, y un nuevo gruñido ahogado.

—Eso es todo lo que puedo conseguir —jadeó Schwartz.

—¿Pero por qué no puede hacer que hable? —preguntó Pola con preocupación.

—El hablar involucra músculos muy complejos y delicados —dijo Shekt encogiéndose de hombros—. No es tan sencillo como manipular los músculos de las extremidades… No importa, Schwartz. Quizá no lleguemos a necesitar que hable.

El recuerdo de las dos horas siguientes quedó grabado de manera distinta en la mente de cada uno de los participantes en aquella extraña odisea. En el caso del doctor Shekt, se había dejado dominar por una curiosa rigidez mental y todos sus temores quedaban ahogados por la tensa e impotente simpatía que sentía hacia Schwartz, quien estaba claro libraba una terrible lucha interior. Durante todo el tiempo no apartó la mirada de aquellas facciones regordetas que se iban frunciendo poco a poco a causa del esfuerzo, y apenas dedicó alguna que otra mirada fugaz a los demás. Los guardias apostados junto a la puerta saludaron marcialmente al secretario en cuanto vieron que venía hacia ellos. La túnica verde de Balkis parecía desprender una aureola de autoridad y poder, y su propietario les devolvió el saludo con el rostro inexpresivo. Pasaron de largo junto a los guardias sin ser molestados.

Arvardan no fue realmente consciente de lo absurdo que resultaba todo aquello hasta que hubieron salido del Caserón, y sólo entonces comprendió en toda su magnitud el inmenso e inimaginable peligro que amenazaba a la Galaxia y el endeble puente de seguridad que franqueaba el abismo; pero incluso entonces le bastaba con mirar a Pola a los ojos para sentir que se perdía en ellos. Aunque le estuviesen arrebatando el futuro, aunque el futuro se estuviera desmoronando a su alrededor, aunque estuviese perdiendo para siempre la dulzura que había saboreado de una manera tan fugaz…, fuera lo que fuese lo que estuviera ocurriendo, ninguna mujer le había parecido nunca tan inmensa e irresistiblemente digna de ser deseada.

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