Robert Silverberg - Espinas

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Minner Burris: un maduro astronauta convertido por los cirujanos alienígenas en un ser que ya no es completamente humano.
Lona Kelvin: cobaya de un experimento genético la madre virgen de un centenar de hijos a los que nunca llegará a ver.
Duncan Chalk: un vampiro psíquico que alimenta a través de su imperio del espectáculo a millones de mirones, al tiempo que se alimenta a sí mismo con el dolor y la desesperación de los demás.
Tres personajes, un amor, un odio, un ansia. Y, por encima de todo, una maravillosa historia de amor en los límites de lo concebible.
Espinas

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Los ojos de Elise brillaban con gran intensidad. Iban persiguiendo sus labios a medida que las palabras caían de ellos.

—Una avanzada cultura científica, sin duda. Casi postcientífica. Postindustrial, desde luego. Malcondotto supuso que utilizaban la energía de fusión, pero nunca llegamos a estar totalmente seguros de ello. Después del tercer o cuarto día, ya no tuvimos oportunidad de comprobarlo.

De repente, Burris se dio cuenta de que a ella no le interesaba en lo más mínimo todo aquello. Apenas si le escuchaba. Entonces, ¿por qué había venido? ¿Por qué se lo había preguntado? La historia que se hallaba en el núcleo de su ser tendría que importarle, y sin embargo aquí estaba, el ceño fruncido, contemplándole con los ojos muy abiertos, sin escucharle. Burris la miró fijamente. La puerta estaba cerrada. No le quedaba más remedio que escuchar. Y así el Marinero de ojos relucientes habló de ese viejo.

—El sexto día vinieron y se llevaron a Marco. Una pequeña sacudida de atención. Una fisura en esa lustrosa superficie de suavidad sensual.

—Nunca volvimos a verle con vida. Pero presentimos que iban a hacerle algo malo. Marco fue el primero que lo presintió. Siempre tuvo algunos poderes de precognición.

—Sí. Sí, los tenía. Un poco.

—Se fue. Malcondotto y yo nos dedicamos a especular. Pasaron algunos días, y entonces vinieron también a por Malcondotto. Marco no había regresado. Malcondotto habló con ellos antes de que se lo llevaran. Se enteró de que habían realizado alguna especie de… experimento con Marco. Un fracaso. Lo enterraron sin enseñárnoslo. Después empezaron a trabajar sobre Malcondotto.

He vuelto a perderla, comprendió. Sencillamente, no le importa. Un destello de interés cuando le conté cómo murió Prolisse. Y después…, nulla.

No tiene más remedio que escucharme.

—Días. Vinieron a por mí. Me enseñaron a Malcondotto, muerto. Parecía… un poco lo que yo parezco ahora. Diferente. Peor. No podía comprender lo que me estaban diciendo. Un zumbido ahogado, una serie de crujidos ásperos. ¿Qué sonido harían los cactus si pudieran hablar? Me devolvieron a mi celda y dejaron que me cociera un poco en mi propio jugo. Supongo que estaban repasando sus dos primeros experimentos, intentando ver dónde se habían equivocado, cuáles eran los órganos con los que no se podía jugar. Pasé un millón de años esperando a que vinieran de nuevo a buscarme. Vinieron. Me pusieron encima de una mesa, Elise. El resto ya puedes verlo.

—Te amo —dijo ella.

—¿ ?

—Te deseo, Minner. Estoy ardiendo. —El viaje de regreso lo hice solo. Me llevaron a mi nave. Aún podía manejarla, más o menos. Me rehabilitaron. Empecé a dirigirme hacia este sistema. El viaje fue bastante malo.

—Pero lograste llegar a la Tierra. ¿Cómo es posible, entonces, que hayas venido del infierno?

Oh, pero si esto es el infierno, y no he salido de él.

—Logré llegar, sí —dijo él—. Te habría visto cuando aterricé, Elise, pero debes comprender que no podía actuar libremente. Primero me tuvieron cogido por el cuello. Después aflojaron un poco su presión, y me escapé. Debes perdonarme.

—Te perdono. Te amo.

—Elise…

Ella tocó algo en su garganta. Las cadenas polimerizadas de su vestido liberaron el fantasma. Retazos de tela negra cayeron alrededor de sus tobillos, y Elise se alzó desnuda ante él.

Tanta carne. Reventando de vitalidad. Su calor le abrumaba.

—Elise…

—Ven y tócame. Con ese extraño cuerpo tuyo. Con esas manos. Quiero sentir esa cosa que se enrosca, esa cosa que tienes en cada mano. Acariciándome.

Tenía los hombros anchos. Sus pechos estaban bien anclados en aquellos fuertes muelles, aquellos tensos cables. Las caderas de la Madre Tierra, los muslos de una cortesana. Estaba terriblemente cerca de él, y él se estremeció entre las llamas, y después ella retrocedió un poco para que pudiera verla por entero.

—Elise, esto no está bien.

—¡Pero yo te amo! ¿No sientes la fuerza de ese amor?

—Sí. Sí.

—Eres todo cuanto tengo. Marco se ha ido. Tú fuiste el último en verle. Eres mi lazo con él. Y eres tan… Eres Helena, pensó él.

—…hermoso.

—¿Hermoso? ¿Soy hermoso?

Chalk lo había dicho, Duncan el Corpulento. Me atrevería a decir que un montón de mujeres serían capaces de arrojarse a sus pies…, lo grotesco tiene su atractivo.

—Por favor, Elise, cúbrete.

Ahora había furia en aquellos ojos suaves y cálidos.

—¡No estás enfermo! ¡Tienes fuerzas suficientes!

—Quizá.

—¿Pero me rechazas? —Señaló hacia la cintura de Burris—. Aquellos monstruos… no te destruyeron. Sigues siendo un… hombre.

—Quizá.

—Entonces…

—He pasado por demasiadas cosas, Elise.

—¿Y yo no?

—Has perdido a tu esposo. Eso es algo tan viejo como el tiempo. Lo que me ha ocurrido a mí es totalmente nuevo. No quiero…

—¿Tienes miedo?

—No.

—Entonces, muéstrame tu cuerpo. Quítate la ropa.

¡Ahí está la cama!

Burris vaciló. Estaba casi seguro de que ella debía conocer su secreta culpa: la había deseado durante años Pero no se juega con las esposas de los amigos, y ella era la esposa de Marco. Y ahora Marco estaba muerto. Elise le miró, una mitad de su ser derritiéndose por el deseo la otra mitad helada de furia. Helena. Es Helena.

Y se lanzó sobre él.

Los montículos carnosos temblando en un íntimo contacto, el firme vientre pegándose a su cuerpo, las manos agarrando sus hombros. Era alta. Vio el brillo fugaz de sus dientes. Y un instante después estaba besándole, devorando su boca pese a su rigidez.

Sus labios aspiran mi alma: ¡ved hacia dónde vuela!

Sus manos se posaron sobre la satinada suavidad de la espalda de Elise. Sus uñas se clavaron en la carne. Los pequeños tentáculos se agitaron en círculos, prisioneros. Elise le obligó a retroceder hacia la cama, la esposa amantis apoderándose de su compañero. Ven, Helena, ven, dame de nuevo mi alma.

Cayeron juntos en la cama. La negra cabellera de Elise estaba pegada a sus mejillas por el sudor. Sus pechos subían y bajaban salvajemente; sus ojos tenían el brillo del jade. Sus dedos convertidos en garras tiraron de su ropa.

Hay mujeres que buscan jorobados, mujeres que buscan amputados, mujeres que buscan epilépticos, lisiados, viejos débiles. Elise le deseaba a él. La cálida marea de la sensualidad arrastró a Burris. Su bata se abrió, y quedó desnudo ante ella.

Dejó que le contemplara tal y como era ahora.

Era una prueba que esperaba que no lograra vencer, y estaba rezando para que fracasara; pero no fracasó, pues verle en su totalidad sólo sirvió para hacer llamear con más fuerza aún el horno que había dentro de ella. Vio como sus fosas nasales se dilataban, percibió el rubor de la piel. Era su cautivo, su víctima.

Ella gana. Pero salvaré algo de esto.

Se volvió hacia ella, la sujetó por los hombros, la obligó a retroceder hacia el colchón y la montó. Éste era su triunfo final, el de la mujer, perder en el instante de la victoria, rendirse en el último segundo. Sus muslos le sumergieron. Su carne, demasiado suave y lisa, se unió a la sedosidad de Elise. La dominó con una repentina e inmensa erupción de energía demoníaca, hendiendo su cuerpo hasta el núcleo.

13 — La aurora de rosados dedos

Tom Nikolaides entró en la habitación. Ahora la chica estaba despierta y miraba por la ventana al jardín. Nikolaides llevaba una pequeña maceta con un cactus, uno bastante feo, más gris que verde y armado con malignas agujas.

—¿Ya se siente mejor?

—Sí —dijo Lona—. Mucho. ¿Puedo volver a casa?

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