Robert Silverberg - Espinas

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Espinas: краткое содержание, описание и аннотация

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Minner Burris: un maduro astronauta convertido por los cirujanos alienígenas en un ser que ya no es completamente humano.
Lona Kelvin: cobaya de un experimento genético la madre virgen de un centenar de hijos a los que nunca llegará a ver.
Duncan Chalk: un vampiro psíquico que alimenta a través de su imperio del espectáculo a millones de mirones, al tiempo que se alimenta a sí mismo con el dolor y la desesperación de los demás.
Tres personajes, un amor, un odio, un ansia. Y, por encima de todo, una maravillosa historia de amor en los límites de lo concebible.
Espinas

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—¿Se siente lo bastante flexible como para recibir una visita?

—¿Quién? —Se volvió instantáneamente suspicaz.

—La viuda de Marco Prolisse.

—¿Elise? ¡Pensé que estaba en Roma!

—Roma se encuentra a una hora de aquí. Siente grandes deseos de verle. Dice que las autoridades la han mantenido alejada de usted. No le obligaré a ello, pero creo que debería permitir que le viese. Puede volver a ponerse los vendajes, si quiere.

—No. Nada de vendas, nunca más. ¿Cuándo estará aquí?

—Ya está aquí. Basta con que lo diga y la haré aparecer.

—Tráigala entonces. La veré en el jardín. Este lugar es tan parecido a Manipool…

Aoudad se quedó extrañamente silencioso. Por fin, dijo:

—Véala en su habitación. Burris se encogió de hombros.

—Como usted diga. —Acarició las espinas.

Enfermeras, celadores, doctores, técnicos, pacientes en sillas de ruedas, todos le miraron cuando entró en el edificio. Incluso dos robots le examinaron minuciosamente, intentando hacer que encajara en su conocimiento Programado de las configuraciones corporales humanas. A Burris no le importó. A cada día que pasaba era menos consciente de sí mismo. Los vendajes que había llevado en su primer día aquí le parecían ahora un recurso absurdo. Pensó que era como ir desnudo en público: al principio parecía impensable y luego, con el tiempo, se volvía tolerable y al final resultaba una costumbre. Era preciso acostumbrarse a uno mismo.

Sin embargo, mientras esperaba a Elise Prolisse, sentía cierto nerviosismo.

Cuando llamaron a la puerta estaba ante la ventana, observando el jardín del patio. Algún impulso nacido en el último segundo (¿tacto o miedo?) le hizo seguir de espaldas mientras ella entraba. La puerta se cerró tímidamente. No la había visto en cinco años, pero la recordaba opulenta y quizá un poco demasiado exuberante, una mujer atractiva. Su sentido del oído, superior al de antes, le dijo que había venido sola, sin Aoudad. Su respiración era ronca y casi jadeante. La oyó cerrar la puerta.

—¿Minner? —dijo ella quedamente—. Minner, date la vuelta y mírame. No pasa nada. Puedo soportarlo.

Esto no era igual que mostrarse al anónimo personal hospitalario. Para su sorpresa, Burris descubrió que la aparentemente sólida serenidad de los últimos días estaba disolviéndose con rapidez. El pánico le dominó. Sentía el anhelo de esconderse. Pero de ese abatimiento nació la crueldad, una helada decisión de causar dolor. Giró sobre sus talones y se dio la vuelta para lanzar su imagen hacia los grandes y oscuros ojos de Elise Prolisse. Tenía aguante: había que concederle eso.

—Oh —murmuró ella—. Oh, Minner, es… —un rápido ajuste de los engranajes— …no es tan horrible. Había oído decir que era mucho peor.

—¿Me encuentras guapo?

—No me asustas. Pensé que quizá dieras miedo —Fue hacia él. Vestía una ceñida túnica negra que probablemente se había colocado sobre su cuerpo con un rociador. Los pechos altos volvían a estar de moda, y ahí era donde Elise llevaba los suyos, brotando casi de sus clavículas y pronunciadamente separados. El secreto estaba en la cirugía corporal. Los montículos de carne quedaban totalmente escondidos bajo su túnica y, sin embargo, ¿qué clase de disimulo podía proporcionar un rociado de un micrón de espesor? Sus caderas eran un estallido, sus piernas columnas. Pero había perdido un poco de peso. Sin duda, en los recientes meses de tensión, la falta de sueño había rebanado dos o tres centímetros de aquellas nalgas parecidas a continentes. Ahora se encontraba muy cerca de él. Un potente perfume asaltó sus fosas nasales, aturdiéndole, y sin ningún esfuerzo consciente Burris se volvió insensible a él.

Su mano se deslizó por entre las de ella.

Sus ojos se encontraron con los de Elise. Ella vaciló, pero sólo durante la más breve fracción de segundo posible.

—Marco…, ¿murió con valor? —preguntó.

—Murió como un hombre. Como el hombre que era.

—¿Lo viste?

—No, los últimos momentos no. Les vi llevárselo. Mientras esperábamos nuestro turno.

—¿Pensaste que tú también morirías?

—Estaba seguro de ello. Pronuncié las últimas oraciones por Malcondotto. Él se encargó de pronunciarlas por mí. Pero volví.

—¡Minner, Minner, Minner, qué terrible debió ser! —Seguía teniéndole cogida la mano. Estaba acariciando sus dedos…, acariciando incluso aquel minúsculo gusano prensil de carne que había junto a su meñique. Burris sintió una sacudida de asombro cuando Elise tocó aquella cosa aborrecible. Sus ojos estaban muy abiertos, solemnes, sin lágrimas. Tiene dos niños, ¿o son tres? Pero sigue siendo joven. Sigue estando llena de vitalidad. Deseó que le soltara la mano. Su proximidad le perturbaba. Sentía las radiaciones de calor que emanaban de sus muslos, bastante bajas dentro del espectro electromagnético, pero aun así detectables. Si su labio hubiera sido aún capaz de situarse entre sus dientes, se lo habría mordido para contener la tensión.

—¿Cuando recibiste la noticia de lo que nos había ocurrido? —preguntó.

—Cuando llegaron de la estación de enlace en Ganímedes. Me las comunicaron con mucho tacto. Pero pensé cosas horribles. Tengo que confesártelas. Quería que Dios me explicara por qué Marco había muerto y tú habías sobrevivido. Lo siento, Minner.

—No lo sientas. Si hubiera podido escoger, yo sería el muerto y él estaría vivo. Marco y Malcondotto, ambos. Créeme. No hablo por hablar, Elise. Preferiría estar en su lugar.

Tenía la sensación de ser un hipócrita. ¡Mejor muerto que mutilado, naturalmente! Pero no era así como entendería ella sus palabras. Sólo vería la parte noble, el superviviente soltero deseando que le fuese posible dar su vida para salvar a los esposos y padres muertos. ¿Qué podía decirle? Había jurado que no volvería a gimotear.

—Cuéntame cómo ocurrió —dijo ella, sosteniendo todavía su mano, tirando de él para que tomara asiento al borde del lecho—. Cómo te cogieron. Cómo te trataron. Cómo fue. ¡Tengo que saberlo!

—Un aterrizaje corriente —le contó Burris—. El aterrizaje y los procedimientos de contacto fueron los habituales. No es un mundo muy malo; seco; dale tiempo, y será como Marte. Otros dos millones de años. Ahora mismo es Arizona allí donde se vuelve Sonora, con una buena porción de Sahara. Les encontramos. Nos encontraron.

Las persianas de sus ojos se cerraron velozmente. Sintió el calor sofocante del viento de Manipool. Vio los contornos de los cactus, plantas grisáceas parecidas a serpientes que se retorcían entre la arena, llenas de espinas, durante centenares de metros. Los vehículos de los nativos vinieron nuevamente a buscarle.

—Fueron corteses con nosotros. Habían sido visitados antes, conocían toda la rutina del contacto. No poseían el vuelo espacial, pero sólo porque no les interesaba. Hablaban unos cuantos idiomas. Malcondotto podía conversar con ellos. El don de lenguas; hablaba un dialecto sirio, y ellos le comprendían. Eran cordiales, distantes…, extraños. Se nos llevaron.

Un techo sobre su cabeza con criaturas creciendo en él. No eran cosas simples que pertenecieran a un filum poco elevado. Nada de hongos termoluminiscentes. Eran criaturas con columna vertebral que brotaban de la curvatura del techo.

Tubos de una papilla que fermentaba con otras criaturas vivientes creciendo en ellos. Minúsculas criaturas de color rosa, bifurcadas, con patas que se agitaban.

—Un lugar extraño —dijo Burris—. Pero no hostil. Nos examinaron un poco, nos tocaron. Hablamos. Llevamos a cabo ciertas observaciones. Después de cierto tiempo nos dimos cuenta de que estábamos confinados.

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