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Robert Silverberg: Al final del invierno

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Robert Silverberg Al final del invierno

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Tras miles de años, el Largo Invierno producido en la Tierra por el bombardeo de cometas que causaron las estrellas de la muerte llegó a su fin. Los que salieron del capullo para enfrentarse a los peligros del mundo exterior en busca de la Nueva Primavera se llamaban a si mismos humanos... Su destino era la creación de un nuevo mundo.

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Torlyri intervino con suavidad:

— Todo lo que le hemos oído ha sido: «el invierno». Sólo eso, Koshmar.

Koshmar la miró, atónita. Ahora estaba segura de que era un momento de grandes cambios, pues por segunda vez en el día la amable Torlyri se había pronunciado en oposición a la voluntad de su compañera de entrelazamiento. Contuvo la ira, pues amaba tiernamente a Torlyri…

— Habéis oído mal. Su voz sonaba muy débil, pero no me cabe la menor duda sobre sus palabras. ¿Qué dices Thaggoran? ¿No es el momento de partir?

¿Y tú?

¿Y tú?

Paseó la mirada con gravedad por el recinto. Nadie osaba enfrentarse a sus pupilas.

— Entonces, todos estáis de acuerdo — concluyó. El invierno ha terminado. No caerán más estrellas. Vamos, es el momento. La época de sombras ha terminado y por la gracia de Yissou y de Dawinno, los humanos reclamaremos nuestro mundo.

Sacudió su órgano sensitivo, grueso y poderoso, de lado a lado en señal de autoridad. Con sus movimientos furiosos desafiaba a todo aquel que quisiera oponerse a sus palabras. Y nadie lo hizo. Koshmar vio que Hresh la miraba fijamente, con los ojos relucientes por la excitación. Estaba decidido. Había llegado la hora. Tendría que consultar a Thaggoran acerca de los procedimientos necesarios, que suponía llevarían tiempo y esfuerzo. Pero todos los preparativos para el éxodo, la serie de rituales y ceremonias y lo que hiciera falta, se iniciarían lo antes posible. Y el pueblo del capullo de Koshmar emergería para tomar posesión del mundo.

Del nicho donde se guardaban las piedraluces, Thaggoran cogió las cinco más antiguas, conocidas como Vingir, Nilmir, Dralmir, Hrongnir y Thungvir, y las situó en el esquema pentagramado del altar. Eran las más sagradas, las más eficaces. Tocó cada piedra, de una en una, creando entre ellas el vínculo que producía la adivinación. Las superficies negras y brillantes como un espejo refulgían con fuerza bajo los racimos de moras de luz que alumbraban el habitáculo. La luz de las moras era muy difusa, pero así y todo el fulgor resultaba intenso. Como si las mismas piedraluces irradiaran un fuego frío y poderoso al contactar con la débil iluminación exterior.

Thaggoran había comenzado a resignarse a la idea de que ninguna nueva piedraluz se sumaría a la colección, a pesar del sueño tres veces repetido que le vaticinaba que daría con ella. Pero en la maraña de profundas cavernas sólo había encontrado comehielos, no piedraluces, Y no consideraba que aquél fuera el momento de proseguir la búsqueda.

Pero los sueños no siempre eran exactos en sus premoniciones. Había tenido el augurio de un gran descubrimiento, y sin duda acabó haciendo uno.

Tocó a Vingir, a Dralmir, a Thungvir, y sintió la fuerza que despedían las resplandecientes piedras negras. Tocó a Nilmir. Tocó a Hrorignir. Comenzó el conjuro: Dime dime dime dime dime…

— Dime — dijo una voz a sus espaldas.

Dio un salto, punzado por la forma en que las palabras de su mente habían estallado en el exterior. Hresh permanecía de pie en la entrada de la cámara, balanceándose con su modo peculiar, en una sola pierna, y contemplándolo con ojos bien abiertos, con aire vivaracho, dispuesto a salir disparado ante el menor gesto de irritación.

— Por favor, Thaggoran, dime…

— ¡Niño, no es momento de preguntas!

— ¿Qué estás haciendo con las piedraluces, Thaggoran?

— ¿No has oído lo que te he dicho?

— Sí, lo he oído — respondió Hresh. Los labios le temblaron. Sus ojos inmensos e inusuales se humedecieron. Comenzó a marcharse — ¿Estás enfadado conmigo? No sabía que estuvieras haciendo algo importante…

— Nos estamos preparado para abandonar el capullo. ¿Lo sabes?

— Sí. sí.

— Y necesito el consejo de los dioses. Necesito saber si nuestra empresa tendrá éxito.

— ¿Y las piedraluces te lo dirán?

— Sí, si formulo las preguntas del modo adecuado — replicó Thaggoran.

— ¿Puedo quedarme a mirar?

Thaggoran se echó a reír.

— ¡Estás loco, chico!

— Sí, ¿no te parece?

— Ven aquí — dijo el cronista. Hizo una señal con los dedos cruzados, y Hresh se introdujo en la cripta sagrada. Thaggoran deslizó un brazo por la cintura del niño —. Cuando yo tenía tu edad, si es que puedes imaginarme de niño, el cronista era Thrask. Y si yo alguna vez hubiera entrado aquí mientras Thrask estaba con las piedraluces, una hora más tarde mi pellejo habría aparecido extendido sobre la pared. Tienes suerte de que yo sea un hombre más comprensivo que Thrask.

— ¿Cuando tenías mi edad eras como yo? — preguntó Hresh.

— Nunca hubo otro como tú — replicó Thaggoran.

— ¿A qué te refieres?

— Somos un pueblo tranquilo, niño. Vivimos acuerdo con las leyes. Obedecemos las reglas del Pueblo. Tú no obedeces a nada, ¿no? Haces preguntas, y cuando se te dice que calles, preguntas por qué. Cuando yo era niño, también había muchas cosas que deseaba saber, y en su momento llegue a conocerlas. Pero en ninguna ocasión me sorprendieron espiando, hurgando y entrometiéndome donde no debía. Aguardé hasta que llegó el momento apropiado para que me enseñaran, lo cual no significa que me faltara curiosidad.

Pero tú eres distinto. En ti la curiosidad es una peste. Esa ansia de saber casi te vale la muerte el otro día, ¿te das cuenta de ello?

— ¿De verdad me habría expulsado Koshmar esa vez, Thaggoran?

— Creo que sí.

— ¿Y en ese caso habría muerto?

— Casi seguro.

— Pero ahora todos partiremos… Entonces, ¿vamos a morir?

— Tú eres un niño: no habrías durado ni medio día allí solo. Pero sí toda la tribu. Sí. Lo conseguiremos. Estará Koshmar para guiarnos, Torlyri para consolarnos. Harruel para defendernos…

— Y tú para señalarnos la voluntad de los dioses.

— Durante cierto tiempo, sí.

— No comprendo.

— ¿Crees que voy a vivir para siempre, niño?

Descubrió que Hresh contenía la respiración.

— ¡Pero ya eres tan anciano!

— Exactamente. Se acerca mi final, ¿no lo comprendes?

— ¡No! — Hresh temblaba —. ¿Cómo puede ser? Te necesitamos, Thaggoran. Te necesitamos. ¡Debes vivir! Si mueres…

— Todos morimos, Hresh.

¿Morirá Koshmar? ¿Morirá mi madre? ¿Moriré yo?

— Todos mueren.

— No quiero que muera Koshmar, ni tú, ni Minbain. Ni nadie. Pero especialmente no quiero morir yo.

— ¿No sabes lo del límite de edad?

Hresh asintió con solemnidad.

— Cuando se llega a los treinta y cinco años, hay que salir al exterior. Vi los huesos cuando me asomé. Había esqueletos por todas partes. Todos murieron, todos los que salieron. Pero eso sucedió durante el Largo Invierno. Ahora esta era ha terminado.

— Tal vez. Tal vez.

— ¿No estás seguro, Thaggoran?

— Esperaba que las piedraluces me lo dijesen…

— Y entonces, yo te interrumpí. Debo irme.

— Quédate un rato más. Aún tengo tiempo para formular las preguntas a las piedraluces — le invitó Thaggoran sonriendo.

— ¿Seguirá habiendo una edad límite cuando abandonemos el capullo?

La perspicacia de la pregunta del niño asombró al historiador. Al cabo de un rato, contestó:

— No lo sé. Tal vez no. Es una costumbre que ya no necesitaremos, ¿verdad? No será como ahora, que no podemos aumentar de número en este espacio tan reducido…

— ¡Entonces ya no tendremos que morir! ¡No moriremos nunca!

— Todos mueren, Hresh.

— Pero, ¿por qué?

— Porque el cuerpo se gasta. La fuerza se acaba. ¿Ves qué blanco se ha vuelto mi pelaje? Cuando el color se va, es que la vida se aleja. En mí interior las cosas también están cambiando. Es algo natural, Hresh. Todas las criaturas lo experimentan. Dawinno creó la muerte para nosotros, para que podamos hallar la paz al final de nuestra labor. No hay por qué temerla.

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