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Robert Silverberg: Al final del invierno

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Robert Silverberg Al final del invierno

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Tras miles de años, el Largo Invierno producido en la Tierra por el bombardeo de cometas que causaron las estrellas de la muerte llegó a su fin. Los que salieron del capullo para enfrentarse a los peligros del mundo exterior en busca de la Nueva Primavera se llamaban a si mismos humanos... Su destino era la creación de un nuevo mundo.

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En realidad, pensaba Koshmar, con su frenesí estaban alterando la tranquilidad del capullo, especialmente el pequeño e insólito Hresh, y la adorable Taniane, la de los ojos tristes, y el musculoso Orbin, el del pecho hundido, e incluso el rollizo y torpe Haniman. Se suponía que los jóvenes debían ser vivaces, pero nadie recordaba nada parecido a la furiosa energía que desplegaban estos cuatro: se pasaban las horas bailoteando como locos en círculo, cantando y tarareando divagaciones sin sentido, trepando por las paredes rugosas del capullo y balanceándose del techo… Sin ir más lejos, una semana antes, cuando Koshmar intentaba celebrar el rito del Día de Lord Fanigole, hubo que ordenarles que permanecieran en silencio, y aún así les costó obedecer. Hresh había querido escapar esa mañana… todo formaba parte de un mismo caos.

Y luego, a las parejas de progenitores les había entrado la fiebre: a Nittin y Nettin, a Jalmud y Valmud, a Preyne y Threyne. No cabía la menor duda de que las tres parejas habían cumplido con su labor aquella temporada. Quién lo cuestionaría, si cualquiera podía ver los vientres tensos de las mujeres. Y, sin embargo, allí estaban apareándose con afán todo el día y por todas partes, como si alguien pudiera acusarlos de estar faltando a su deber.

Y finalmente, los miembros más ancianos de la tribu se habían visto afectados por la nueva inquietud: Thaggoran olisqueaba los túneles más Profundos en busca de piedraluces; — el fornido Harruel, el del pelaje rojizo, andaba trepando por las paredes como si fuera un niño: Konya se pasaba el día ejercitando los músculos y deambulando de aquí para allá. La misma Koshmar lo sentía. Era como una comezón interior, por debajo del pelo, por debajo de la piel. Hasta los comehielos ascendían. Se avecinaban grandes cambios. ¿Que otra razón habría empujado a Ryyig, el Sueñasueños, a despertar esa mañana, aunque por un solo instante, y gritar de ese modo?

Por fin, después de un rato en que todos permanecieron mudos, Torlyri intervino:

— ¿Koshmar?

— Déjame… — respondió la cabecilla, sacudiendo la cabeza.

— Dijiste que querías ir a ver a los comehielos, Koshmar…

— No ahora. Si va a despertar, debo estar cerca de él.

— ¿Va a suceder? — inquirió Torlyri —. ¿Despertará ahora, tú crees?

— ¿Cómo voy a saberlo? Tú has oído lo mismo que yo, Torlyri. — Koshmar advirtió que Hresh aún seguía en el recinto, mudo de espanto, inmóvil. Le miró con ceño fruncido. Luego contempló a Torlyri y en sus ojos leyó una mansa súplica.

Torlyri le hizo la señal de Mueri, de la gentil Mueri, la madre, la consoladora, Mueri, la deidad a la cual Torlyri se había consagrado particularmente.

— Muy bien — acepto Koshmar por fin, con un suspiro de resignación —. Le perdono, sí. No podemos expulsar a nadie el día en que despierta el Sueñasueños, supongo. Pero que salga de aquí ahora mismo. Y asegúrate de que Se entere bien de que si vuelve a comportarse mal lo… lo… ¡oh, que se largue ahora mismo de aquí, Torlyri! ¡Ahora!

En la cámara de los guerreros, Staip hizo una pausa en sus ejercicios Y levantó la vista, con ceño fruncido.

— ¿Has oído algo ahora mismo?

— Sólo oigo el ruido a holgazanería — refunfuñó Harruel.

Staip ignoró el insulto. Harruel era corpulento y peligroso; no se le podía retar por una fruslería.

— Ha sido una especie de grito. Como un aullido de dolor…

— Haz tus ejercicios. Después hablaremos — replicó Harruel.

Staip se volvió a Konya.

— ¿Lo has oído tú?

— Yo estaba ocupado con mis deberes — rezongo Konya en voz baja —. Mi atención estaba puesta donde correspondía.

— Igual que la mía — repuso Staip con cierto calor —. Pero he oído un terrible grito. Dos veces. Acaso tres. Algo debe de estar sucediendo ahí fuera. ¿Qué os parece? ¿Harruel? ¿Konya?

— Yo no he oído nada — insistió Harruel. Estaba en la Rueda de Dawinno, girando el pesado e inmenso carrete una y otra vez. Konya sostenía las brocas del de Emakkis. Staip había estado cumpliendo con su turno en la escalera de Yissou. Eran los tres guerreros principales de la tribu; hombres fuertes y graves, y ése era el modo en que cada día quemaban las energías sobrantes, en la larga y dulce soledad del capullo.

Staip les contempló con desolación. Descubrió en sus ojos una sombra de burla, y eso le enloqueció. Había estado trabajando en sus ejercicios con tanto ardor como los demás. Si no habían oído los gritos despavoridos que él percibió, no era culpa suya. No tenían derecho a menospreciarle. Sintió que la ira se agazapaba en su interior. El pecho le latía. Qué orgullosos se sentían de su diligente entrenamiento. Le llamaban holgazán, le acusaban de no prestar atención…

Se preguntó si todo era producto de su imaginación o si en verdad hacía unas semanas que los dos venían lanzándole pullas. Habían dicho cosas que él prefirió dejar pasar, pero ahora que lo pensaba comprendía que constantemente le acusaban de ser lento, tonto o perezoso.

En esos días la vida se había complicado. Todos parecían compartir un estado de ánimo diferente: más alertas, más susceptibles, todos se encolerizaban con facilidad. últimamente a Staip le costaba conciliar el sueno y, al parecer, lo mismo les sucedía a los demás. Había más provocaciones. El genio se encendía con facilidad.

Pero aun así… Esos insultos… No tenían derecho…

Su ira se desbordó. Dio un paso hacia ellos, dispuesto a retarlos. Se acercó a Konya, estaba por desafiarlo a una lucha de pies, pero se contuvo. Se dio la vuelta. Konya y él eran contrincantes parejos. No habría satisfacción en luchar con él. Pero sí con Harruel. Con el gigantón y arrogante Harruel, el mejor — de todos… ¡Sí, sí, eso haría! Lo derribaría y todos se darían cuenta de que con Staip no se juega.

— Vamos, vamos — espetó observando a Harruel y balanceándose en la posición conocida como Doble Asalto — ¡Pelea conmigo, Harruel!

Harruel no se inmutó.

— ¿Qué pasa contigo, Staip? — preguntó con calma.

— De sobra sabes qué sucede. Ven. Ahora. Enfréntate conmigo.

— Debemos terminar los ejercicios. A mí me falta la escalera y luego el Huso, y luego una hora de saltos y flexiones…

— ¿Me tienes miedo?

— Debes haberte vuelto loco…

— Me has insultado. Pelea conmigo. Tus ejercicios pueden esperar.

— Los ejercicios son nuestra labor sagrada, Staip. Somos guerreros.

— ¿Guerreros? ¿Para qué guerra te preparas, Harruel? Si te consideras un guerrero, pelea conmigo. ¡Pelea, o por Dawinno que te derribaré, aceptes o no mi reto!

Harruel suspiró.

— Primero los ejércitos, luego podremos pelear.

— Por Dawinno… — repitió Staip con voz turbia.

A sus espaldas se produjo un ruido. Lakkamai entró en la cámara de los guerreros; era un hombre de pelaje oscuro y tupido, de modos austeros y distantes, de conversación — lacónica. En silencio, Lakkamai pasó entre ellos y ocupo su asiento en los Cinco Dioses, el aparato mas penoso de todos los que empleaban para entrenarse. Entonces, como si por primera vez percibiera la tensión que reinaba en la cámara, levantó la mirada.

— ¿Qué estáis haciendo vosotros dos? — preguntó.

— Dijo que había oído un ruido extraño — respondió Harruel — Como un gemido de dolor, que se repitió dos o tres veces…

— ¿Y por eso vais a pelear?

— Me acusó de ser holgazán — se excusó Staip —. Y no fue el único insulto.

— Muy bien, Staip — se decidió Harruel —. Ven aquí. Si necesitas una paliza, te la daré. Una buena paliza. Ven, y terminemos con esto.

— Imbéciles — soltó Lakkamai en un suspiro, y hundió las manos en los resortes de los Cinco Dioses.

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