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Robert Silverberg: Al final del invierno

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Robert Silverberg Al final del invierno

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Tras miles de años, el Largo Invierno producido en la Tierra por el bombardeo de cometas que causaron las estrellas de la muerte llegó a su fin. Los que salieron del capullo para enfrentarse a los peligros del mundo exterior en busca de la Nueva Primavera se llamaban a si mismos humanos... Su destino era la creación de un nuevo mundo.

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Ella suspiro. Su aspecto atemorizado y suplicante era difícil de resistir. Y, en realidad, ¿qué daño había hecho? No había conseguido dar más de diez pasos. Podía comprender sus ansias de descubrir lo que se extendía más allá de los muros del capullo: esa curiosidad ferviente, esa horda de preguntas sin respuesta debía bullir dentro de él sin reposo. Ella misma había sentido algo semejante, aunque sabía que su espíritu tenía poco de ese fuego que consumía al pequeño atribulado. Pero la ley era la ley, y él la había violado. Si ignoraba el hecho, pondría en riesgo su propia alma.

— Por favor, Torlyri. Por favor…

La mujer negó con la cabeza. Sin apartar la mirada del niño, recogió lo necesario para la ofrenda. Miró una vez más hacia las Cinco Direcciones Sagradas. Pronunció los Cinco Nombres. Luego se volvió hacia el niño e indicó con un gesto brusco que debía avanzar delante de ella hasta la entrada al capullo. Estaba despavorido.

— No tengo elección, Hresh. Debo llevarte ante Koshmar — le dijo Torlyri con suavidad.

Largo tiempo atrás, alguien habla erigido una estrecha laja de piedra negra y pulida a la altura de los ojos, a lo largo de la pared trasera de la cámara central. Nadie sabía por qué la habían puesto allí originariamente, pero con los años había adquirido un carácter sagrado en conmemoración de las cabecillas difuntas. Koshmar había tomado la costumbre de rozarla con los dedos y, pronunciar rápidamente los nombres de las seis gobernantes mas recientes cada vez que se sentía inquieta con respecto al futuro del Pueblo. Era su modo rápido de invocar el poder del espíritu de sus predecesoras, de pedirles que se adentraran en ella y la guiaran en la senda apropiada. De algún modo, invocarías era llamar a algo mas útil e inmediato que a los Cinco Celestiales. Ella misma había inventado el pequeño ritual.

Últimamente, Koshmar había comenzado a tocar la franja de piedra negra cada día, y luego dos veces al día, mientras pronunciaba los nombres: Thekmur, Nialfi, Sismoil, Yanla, Vork, Lirridon.

Tenía premoniciones. No sabía exactamente de qué, pero sentía que sobre el mundo se cernía una gran transformación, y que pronto necesitaría mucha sabiduría. En esos momentos, la piedra la consolaba.

Koshmar se preguntó sí su predecesora habría observado también la costumbre de tocar la piedra cuando su alma se agitaba. Koshmar sabía que ya casi había llegado el momento de comenzar a pensar en su sucesora. Ese año cumpliría treinta años. Dentro de cinco años más alcanzaría la edad límite. Llegaría el día de su muerte, tal como había llegado para Thekmur, Nialli, Sismoil y para todas las demás; la llevarían a la salida del capullo y la despedirían para que muriera a merced del frío. Ese era el sistema, inalterable e inapelable: el capullo era finito, la comida era limitada, y había que dejar lugar a los que vendrían.

Cerró los ojos y posó los dedos sobre la piedra negra. Allí estaba, de pie en toda su estatura y poder, pidiendo ayuda en oración silenciosa. Era una mujer robusta, de hombros anchos y mirada penetrante.

Thekmur, Nialli, Sismil Yanla…

En aquel momento, Torlyri irrumpió en la cámara, arrastrando a Hresh, el vástago indomable de Minbain, el que siempre andaba dando vueltas y metiendo las narices donde no debía. El niño se retorcía, se debatía, bramaba frenéticamente entre los brazos de Torlyri. Sus ojos brillaban con un terror salvaje, como si acabara de ver una estrella de la muerte abalanzarse sobre la techumbre del capullo.

Koshmar, sorprendida, se dio la vuelta para mirarlos. El pelaje castaño grisáceo se le erizó por la ira y formó como un manto a su alrededor, haciendo que su tamaño pareciese el doble de lo normal.

— ¿Qué es esto? ¿Qué ha hecho esta vez?

— Salí a hacer las ofrendas — comenzó Torlyri — y un instante más tarde, por el rabillo del ojo, descubrí…

En ese momento, Thaggoran entró en la cámara. Para sorpresa de Koshmar, tenía el mismo aspecto enloquecido que Hresh. Agitaba los brazos y el órgano sensitivo en un modo peculiar y arrebatado, y soltaba incoherencias a borbotones. Koshmar apenas podía comprender fragmentos de lo que intentaba decirle.

— Comehielos… el capullo… justo por debajo, apuntan hacia aquí. Es cierto, Koshmar, la profecía…

Y mientras tanto, Hresh no dejaba de aullar y bramar, y Torlyri, la de la tierna voz, seguía contando su historia.

— ¡De uno en uno! — exclamó Koshmar —. ¡No puedo entender nada de lo que decís! — Contempló al viejo historiador arrugado, de pelaje cano y cuerpo vencido como por el peso del profundo y valioso conocimiento del pasado que solo él conocía. jamás lo había visto tan alterado —. ¿Comehielos, Thaggoran? ¿Has dicho comehielos?

Thaggoran temblaba. Musitó algo confuso y tenue quedó ahogado por los gritos despavoridos de Hresh. Koshmar dirigió una mirada enfurecida hacía su compañera de entrelazamiento y espetó:

— Torlyri, ¿por qué está este niño, aquí?

— He intentado decírtelo. Lo atrapé tratando de salir del capullo.

— ¿Qué?

— ¡Sólo quería ver el río! — aulló Hresh —. ¡Sólo un momento!

— ¿Conoces la ley, Hresh?

— ¡Era sólo por un rato!

Koshmar suspiró.

— ¿Qué edad tiene, Torlyri?

— Creo que ocho años…

— Entonces conoce la ley. Muy bien. Que vea el río. Llévalo hacia arriba y déjalo fuera.

El manso rostro de Torlyri reveló estupor. Las lágrimas le asomaron a los ojos. Hresh comenzó a gritar y a ulular de nuevo, esta vez con más fuerza. Pero Koshmar no quería saber nada más de él. Ya había causado molestias durante demasiado tiempo, y la ley era terminante. A la salida con él, asunto zanjado. Hizo un gesto de impaciencia con la mano para despedirlos y se volvió hacia Thaggoran.

— Veamos ahora qué es esto de los comehielos…

Con voz temblorosa, el historiador lanzó un relato sorprendente, entrecortado y difícil de seguir. Algo acerca de que estaba buscando piedraluces en la Madre de la Escarcha y que había captado la sensación de algo vivo en las cercanías, algo grande, que se movía en la roca, algo que perforaba un túnel.

— Establecí contacto — continuó Thaggoran — y palpé la mente de un comehielos… es decir, uno no puede hablar de «mente» en el caso de los comehielos, pero es una forma de hablar… y lo que sentí fue…

Koshmar le miró de mal humor.

— ¿A qué distancia se encontraban de ti?

— Bastante cerca. Y había más. Tal vez una docena, todos muy cerca. Koshmar, ¿sabes qué significa esto? ¡Debe de ser el final del invierno! Los profetas han escrito: «Cuando los comehielos comiencen a ascender…»

— Ya sé lo que han escrito los profetas — le interrumpió Koshmar con brusquedad — ¿Has dicho que estas criaturas están subiendo justo por debajo del habitáculo? ¿Estás seguro?

Thaggoran asintió.

— Aparecerán a través del suelo. No sé dentro de cuánto tiempo… podría ser dentro de una semana, o un mes, tal vez seis meses. Pero sin ninguna duda, nos interponemos en su trayecto. Y son enormes, Koshmar… — Extendió los brazos cuanto pudo — Tienen esta anchura, tal vez más…

— Dios nos libre… — sentenció Torlyri. Y entonces, se oyeron los asombrados jadeos de Hresh.

Koshmar giró, exasperada.

— ¿Todavía estáis aquí? ¡Torlyri, te he dicho que lo llevaras a la salida! La ley no admite réplicas. Quien se aventura a salir del capullo sin el permiso que confiere la ley, pierde el derecho a volver a entrar. Te lo digo por última vez, Torlyri: llévalo a la salida.

— Pero en realidad no se alejó del capullo — adujo con ternura — Solo avanzó unos pasos, y…

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