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Robert Silverberg: Al final del invierno

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Robert Silverberg Al final del invierno

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Tras miles de años, el Largo Invierno producido en la Tierra por el bombardeo de cometas que causaron las estrellas de la muerte llegó a su fin. Los que salieron del capullo para enfrentarse a los peligros del mundo exterior en busca de la Nueva Primavera se llamaban a si mismos humanos... Su destino era la creación de un nuevo mundo.

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Torlyri fue hasta la piedra de ofrendas, depositó el cuenco, miró en cada una de las Cinco Direcciones Sagradas y fue desgranando uno por uno los Cinco Nombres.

Yissou, Protector

Emakkís, Dador

Friit, Sanador

Dawinno, Destructor

Mueri, Consoladora

Su voz resonaba y vibraba en el silencio. Mientras recogía el cuenco del día anterior para vaciarlo, escudriñó más allá del borde del acantilado, hacia el río. A lo largo de la escarpada ladera desnuda, donde sólo podían crecer pequeños arbustos leñosos y retorcidos, yacían por doquier huesos blanquecinos y frágiles, dispersos y apilados, como ramas diseminadas al azar. Allí estaban los huesos de Gonnari, y los de Thekmur, y los de Thrask, quien había sido cronista antes que Thaggoran. Sobre esos cúmulos distantes yacían los huesos de la madre de Torlyri, y los de su padre, y los de sus abuelos y abuelas. Todos aquellos que alguna vez habían partido del capullo yacían allí, muertos, sobre esa ladera abismal, abatidos por el beso iracundo del aire invernal.

Torlyri se preguntó cuánto tiempo vivían los que atravesaban el portal del capullo cuando les llegaba el día de la muerte. ¿Una hora? ¿Una jornada? ¿Cuánto trecho lograrían andar antes de caer? Torlyri creía que la mayoría simplemente se sentaba a esperar que el final sobreviniera. Pero ¿acaso algunos, devorados por una desesperada curiosidad en las últimas horas de la vida, habrían intentado conocer el mundo que se abría más allá del abismo? ¿Habrían llegado hasta el río? ¿Habría subsistido alguno lo suficiente para acercarse a la orilla del río?

Se preguntó cómo sería descender por la ladera del risco y rozar con la punta de los dedos esa corriente potente y misteriosa.

Debía de quemar como el fuego, pensó Torlyri. Pero sería un fuego frío, un fuego purificador. Se imaginó internándose en el río oscuro, hasta las rodillas, hasta los muslos, hasta el vientre, sintiendo la llamarada helada del agua murmurar contra sus miembros y su órgano sensitivo. Se vio abriéndose paso entre el flujo turbulento, hacia el banco opuesto, tan lejano que apenas podía distinguirse… caminando a través de las aguas, o tal vez por encima de la corriente, tal como decía la leyenda que hacían los aguazancos, andando más y más hacia la tierra del alba, para nunca más volver al capullo…

Torlyri sonrió. ¡Qué tontería dejarse llevar por semejantes fantasías!

¡Y qué traición más grande sería para la tribu que la mujer de las ofrendas se aprovechara de su libertad para desertar del capullo! Pero hallaba un extraño placer en imaginar que algún día haría algo así. Al menos soñaba con ello. Torlyri sospechaba que casi todos, en algún momento, miraban el mundo exterior con añoranza, y por un instante soñaban con escapar hacia él, aunque pocos fuesen capaces de admitirlo. Se murmuraba que a lo largo de los siglos hubo quienes, cansados de la vida en el capullo, habían traspasado la salida, descendido hasta el río y huido hacia las tierras inhóspitas que se extendían más allá. No se les había expulsado del capullo, como ocurría cuando llegaba el día de la muerte de alguien, sino que habían desertado voluntariamente, se habían internado por propia voluntad en ese mundo helado y desconocido, simplemente por descubrir cómo era. ¿Alguien habría elegido ese rumbo desesperado? Así lo contaban, pero si ocurrió no fue durante la existencia de ninguno de los que vivían por entonces. Desde luego, quienes se hubieran alejado de ese modo jamás regresaron para. contar su relato; sin duda debían de haber muerto casi al instante en ese mundo hostil y ajeno. Salir era una locura, pensó. Pero una locura tentadora.

Torlyri se agachó para recoger lo que necesitaba ofrendar en el interior. Luego, por el rabillo del ojo, alcanzó a distinguir algo que se movía. Giró, perpleja, en dirección a la salida justo a tiempo para descubrir la pequeña y ligera figura de un niño que salía despedido y corría por la cornisa hacia el precipicio.

Torlyri reaccionó sin pensar. El niño ya había comenzado a trepar por el borde de piedra, pero ella dio la vuelta, se dirigió hacia la izquierda, le aferró con firmeza. y logró atraparle por un tobillo antes de que desapareciera. El niño se debatió y forcejeó, pero ella, sin soltarlo, le levantó y le depositó sobre la cornisa, a sus pies.

Tenía los ojos muy abiertos por el miedo, pero a la vez su mirada despedía descaro y una ingeniosa audacia. Observaba algo que había detrás de ella, tratando de vislumbrar el río y las colinas. Torlyri se inclinó hacía él, casi esperando que diera otro salto desesperado para escapar.

— Hresh — dijo —. Desde luego, Hresh. ¿Quién sino tú intentaría algo semejante?

El hijo de Minbain tenía ocho años. Era indómito y tenaz. Lo llamaban Hresh, el de las preguntas, burbujeante de interrogantes prohibidos. Era menudo, esbelto, casi frágil, un chico cimbreante como una cuerda, con un rostro triangular y espectral que caía abruptamente desde una frente amplia. Sus ojos inmensos y oscuros estaban misteriosamente salpicados de motas escarlatas. Todos decían que había nacido para traer problemas. Esta vez sí que se había metido en un aprieto.

Torlyri sacudió la cabeza con tristeza.

— ¿Te has vuelto loco? ¿Qué pretendías hacer?

— ¡Sólo quería ver qué había allí, Torlyri! El cielo. El río. Todo — respondió él suavemente.

— Lo habrías visto el día de tu nombramiento.

Se encogió de hombros.

— ¡Pero falta un año entero! ¡No podía esperar tanto!

— La ley es la ley, Hresh. Todos obedecemos, por el bien de todos. ¿Estás tú por encima de la ley?

— Sólo quería ver. ¡Por un solo día, Torlyri! — replicó con tristeza.

— ¿Sabes qué les sucede a los que violan la ley?

— En realidad, no. Pero debe ser algo malo, ¿verdad?

¿Qué me harás? — respondió Hresh con el ceño fruncido.

— ¿Yo? Nada. Eso le corresponde a Koshmar.

— ¿Y ella? ¿Qué me hará?

— Cualquier cosa. No lo sé. Algunos han sido condenados a muerte por haber hecho lo que tú hiciste…

— ¿Muerte?

— Los transgresores fueron expulsados del capullo. Eso equivale a la muerte segura. Ningún humano podría durar mucho allí afuera. Mira, niño. — Señaló la ladera, el lecho de huesos blanquecinos.

— ¿Qué es eso? — inquirió Hresh de inmediato.

Torlyri le tocó el delgado brazo hasta comprimir el hueso.

— Esqueletos. Tú tienes uno dentro de ti. Si sales, dejarás tus huesos sobre esa colina. Como todos.

— ¿Todos los que han salido?

— Allí yacen todos, Hresh. Como leños viejos arrojados por las tormentas invernales.

El niño tembló.

— Pero no hay tantos — declaró con repentina osadía —. Durante tantos años y años de muertes, toda la colina tendría que estar cubierta de huesos, y los cúmulos deberían ser más altos que yo mismo…

Torlyri sintió que una sonrisa asomaba a su rostro, muy a pesar suyo. Miró hacia otro lado un instante. ¡Ese chiquillo no tenía igual, desde luego!

— Los huesos no duran siempre, Hresh. Tal vez se conservan durante cincuenta, acaso cien años, y luego se convierten en polvo. Los que ves allí son los que han sido arrojados recientemente.

Hresh lo pensó un momento.

— ¿Por qué habrían de hacer eso conmigo? — preguntó con voz tenue.

— Todo está en manos de Koshmar.

De pronto, un relámpago de pánico se encendió en los extraños ojos del niño.

— Pero tú no se lo dirás, ¿verdad que no? ¿Verdad que no, Torlyri? — Su expresión se tornó zalamera. No tienes por qué decírselo, ¿no es así? Un instante más y yo habría trepado por la cornisa lejos de tu vista. Me habría quedado hasta mañana por la mañana, y nadie lo habría notado. Me refiero a que no es lo mismo que si hubiese hecho daño a alguien. Sólo quería ver el río.

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