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Robert Silverberg: Al final del invierno

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Robert Silverberg Al final del invierno

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Tras miles de años, el Largo Invierno producido en la Tierra por el bombardeo de cometas que causaron las estrellas de la muerte llegó a su fin. Los que salieron del capullo para enfrentarse a los peligros del mundo exterior en busca de la Nueva Primavera se llamaban a si mismos humanos... Su destino era la creación de un nuevo mundo.

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Luego se dedicó a sus quehaceres. Había tanto trabajo, millones de cosas que hacer antes de que el Pueblo estuviera en condiciones de abandonar el capullo.

Hresh ya había despertado. Vio cómo le sonría desde su nicho — dormitorio, abajo, donde dormían los más pequeños. Siempre despertaba antes que los demás, incluso antes de que Torlyri se levantara para las ofrendas de la mañana. Minbain se preguntaba si dormía realmente en algún momento.

Se acercó bamboleándose, sacudiendo brazos y piernas, y con el órgano sensitivo asomando por la espalda en un ángulo extraño y torpe. Se abrazaron. Es todo huesos, pensó su madre. Come, pero no le aprovecha nada: todo lo consume a fuerza de tanto pensar.

— ¿Qué dices, Madre? ¿Será hoy el día?

Minbain rió con suavidad.

— ¿Hoy? No, Hresh. Todavía no. Hoy no, Hresh…

Cuando oyó que Koshmar proclamaba: «Éste es el día de nuestra Partida», Hresh había dado por supuesto que de verdad saldrían esa misma jornada. Pero, desde luego, eso era imposible. Primero debían realizarse los ritos mortuorios del viejo Sueñasueños, acontecimiento de gran pompa y misterio. Nadie sabía cómo debía ser el ritual para el sepelio de un Sueñasueños — no parecía correcto limitarse a arrojar sus despojos sobre la ladera tras llevarlo al exterior — pero al fin Thaggoran había dado con algo en las crónicas, o al menos eso había simulado. El ritual requería prolongados cánticos y rezos, y debía hacerse una procesión de antorchas a través de las cavernas subterráneas hasta la Cámara de Yissou, donde debían colocar su cuerpo bajo una lápida de roca azul. Todo eso había llevado varios días de preparación y ejecución. Luego debían llevar a cabo los ritos de desconsagración del capullo, para que sus almas no quedaran allí durante la larga marcha que se avecinaba. Y después, había que empaquetar todas las pertenencias sagradas, y luego sacrificar casi todo el ganado de la tribu y curar la carne; y después, habría que liar todas las posesiones útiles en fardos lo bastante ligeros para que resultaran llevables. Y después este rito, y aquél, esta tarea y aquella otra, todo según instrucciones que databan de milenios atrás. Ay, Minbain sabía que pasarían muchos días antes de que la Partida se iniciara. Y ya se oía a los comehielos, que devoraban la roca por debajo de la cámara — habitación. Era un ruido desagradable y rasposo que continuaba noche y día, día y noche. Pero ahora los comehielos podían quedarse con el lugar, si de algo les servía. La tribu jamás retornaría al capullo. Lo difícil era el tiempo de espera, y para nadie tanto Como para Hresh. Para el pequeño un día representaba un mes, un mes se — le hacía un año… La impaciencia lo atravesaba como el fuego cuando se propaga por la leña seca.

— ¿Matarán hoy más animales? — preguntó.

— Eso ya acabó — dijo Minbain.

— Mejor. Mejor. No me gustaba nada que lo hicieran. — Así es. Es algo duro, pero necesario.

Por lo general se sacrificaba a un par de bestias cada semana, para uso de la tribu. Pero esta vez Harruel y Konya habían entrado en el corral con sus cuchillos y hablan permanecido allí horas enteras, hasta que la sangre comenzó a manar por el desagüe y casi llegó a la misma cámara del habitáculo. Sólo se podrían llevar unas pocas cabezas como animales de cría; el resto debía ser sacrificado, y la carne, curada y conservada para sustentar la tribu sobre la marcha. Hresh había ido a observar su tarea en el matadero. Minbain lo previno en contra, pero él había insistido: permaneció solemnemente en pie, contemplando cómo Harruel sostenía las bestias y levantaba las cabezas ante el cuchillo de Konya. Después del espectáculo, tembló de terror durante horas. Pero al día siguiente estaba otra vez allí, presenciando la matanza. Nada de lo que le decía Minbain lo disuadía. Hresh la desconcertaba. Siempre había sido así. Siempre lo sería.

— ¿Hoy empaquetarás la carne? — preguntó.

— Probablemente. A menos que Koshmar me asigne algún otro trabajo. Yo hago lo que ella me ordena.

— ¿Y si te dice que Camines boca abajo por el techo?

— No seas tonto, Hresh.

— Koshmar dice a todos lo que deben hacer.

— Es la cabecilla — contestó Minbain —. ¿O acaso crees que debemos gobernarnos solos? Alguien debe dar las órdenes.

— Supón que lo hicieras tú. O Torlyri. O Thaggoran.

— El cuerpo tiene una sola cabeza. El Pueblo tiene un solo jefe.

Hresh sopesó la respuesta un instante.

— Harruel es más fuerte que cualquiera. ¿Por qué no es él nuestro cabecilla?

— ¡Hresh, el de las preguntas!

— Pero, ¿por qué no es él?

Con una sonrisa, Minbain respondió:

— Porque es hombre, y la cabecilla debe ser una mujer. Y porque la fortaleza y la robustez no son los atributos mas necesarios para un jefe. Harruel es un buen guerrero. Él alejará a nuestros enemigos cuando estemos en el exterior. Pero sabes que su mente no es brillante. En cambio, Koshmar piensa con rapidez.

— Harruel es más sagaz de lo que supones — objetó Hresh —. He conversado con él. Piensa como un guerrero, pero eso no significa que no piense. De todas formas, yo mismo pienso más rápido que Koshmar. Tal vez yo debiera ser el cabecilla…

— ¡Hresh!

— Abrázame, Madre — solicitó de repente.

El súbito cambio de humor del niño la sorprendió. Hresh temblaba. En un instante parloteaba en su modo tan peculiar, y al siguiente se acurrucaba temeroso contra ella, como pidiendo ayuda. Acarició sus enjutos hombros.

— Minbain te adora — murmuró — Mueri te cuida. Todo está bien, Hresh, todo está bien.

Una voz dijo por encima de su hombro:

— Pobre Hresh. Tiene miedo a la Partida, ¿verdad? No lo culpo.

Minbain miró a su alrededor. Cheysz se había acercado hasta ella. La tímida y pequeña Cheysz. Ayer, Minbain, Cheysz y dos mujeres más habían trabajado durante horas, embalando pacientemente la carne en sacos hechos de piel.

— He estado pensando, Minbain. Todo esto que hacemos es para acelerar la Partida. ¿Y si se equivocan? — dijo Cheysz.

— ¿Quiénes?

— Koshmar. Thaggoran. Si se equivocan, y no nos espera la Nueva Primavera…

Minbain estrechó a Hresh contra su seno aún con más fuerza, y posó las manos sobre los oídos del pequeño. Con furia, respondió:

— ¿Te has vuelto loca? ¿Has estado pensando? No pienses, Cheysz. Koshmar piensa por nosotros.

— Por favor, Minbain. No me mires así. Tengo miedo…

— ¿De qué?

— De salir. Es peligroso. ¿Y si no quiero ir? Podríamos morirnos de frío. Hay animales salvajes. Sólo Yissou sabe qué hallaremos allí. Me agrada la vida en el capullo. ¿Por qué tenemos que irnos? ¿Sólo porque a Koshmar se le ha antojado? Minbain… quiero quedarme aquí.

Minbain se había quedado muda. Era una conversación subversiva por completo. La horrorizaba que Hresh pudiera estar escuchándolo todo.

— Todos queremos quedarnos aquí — dijo una nueva voz profunda a sus espaldas. Era Kalide, la madre de Bruikkos, otra de las que ayer habían estado embalando la carne. Como Minbain, era una mujer mayor, cuyo compañero había fallecido, y de la categoría de progenitora había pasado a la de obrera. Tal vez fuera la mujer más vieja de la tribu. Desde luego que deseamos permanecer aquí, Cheysz. Aquí estamos a salvo y no hace frío. Pero nuestro destino es partir. Somos los elegidos, el Pueblo de la Nueva Primavera.

Cheysz dio la vuelta, desafiante, y rió con acritud. Minbain jamás había visto semejante ardor en ella.

— ¡Para ti es fácil decirlo, Kalide! De todas formas, tú estás casi en la edad — límite. De un modo u otro, no pasaría mucho tiempo antes de que te marcharas del capullo. Pero yo…

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