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Robert Silverberg: Al final del invierno

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Robert Silverberg Al final del invierno

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Tras miles de años, el Largo Invierno producido en la Tierra por el bombardeo de cometas que causaron las estrellas de la muerte llegó a su fin. Los que salieron del capullo para enfrentarse a los peligros del mundo exterior en busca de la Nueva Primavera se llamaban a si mismos humanos... Su destino era la creación de un nuevo mundo.

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El aire también tenía sus trampas. Era ligero, y cada bocanada punzaba y ardía. Descendía por la garganta como un puñado de cuchillos. Uno se quedaba con la boca seca y la cabeza dando vueltas, y se le tapaban la nariz y los oídos. Pero al cabo de un rato, el frío dejó de molestar.

Reinaba un gran silencio, y eso resultaba más inquietante de lo que Hresh había previsto. En el capullo siempre se oían alrededor los sonidos de la tribu. Y eso proporcionaba cierta sensación de seguridad. Aquí fuera la gente no conversaba. Las voces quedaban atemperadas por el temor, pero aun cuando alguno hablaba, el sonido era barrido por el viento, o devorado por el gélido aire y el vasto espacio abierto. El silencio cobraba una cualidad severa, opresiva, metálica, que a nadie agradaba.

De vez en cuando alguien se detenía como si no quisiera seguir, y había que consolarle y alentarle. La primera fue Cheysz, que se desmoronó en sollozos entrecortados. Pero Minbain se arrodilló a su lado para acariciarla hasta que se puso en pie. Luego el joven guerrero Moarn se desplomó y hundió los dedos en la tierra, como si el mundo girara locamente a su alrededor. Se aferraba a la tierra helada con desesperación, sin despegar la mejilla de ella. Harruel tuvo que soltarlo a puntapiés y con palabras severas. Poco más tarde fue Barnak, uno de los obreros, un hombre de poca inteligencia, manos enormes y cuello macizo; dio la vuelta y comenzó a correr hacia el risco, pero Staip fue tras él y lo cogió por un brazo. Lo aferró y le dio bofetones hasta que se calmó. Después del episodio, Barnak siguió andando sin levantar la vista ni abrir la boca. Pero Orbin dijo:

— Menos mal que Staip lo ha atrapado. Si se hubiera fugado, varios más habrían ido corriendo tras él para seguir sus pasos.

Koshmar abandonó su lugar a la cabeza de la formación y se acerco al resto, hablando con los demás, ofreciendo aliento, riendo, orando. Torlyri también la acompañó a lo largo de la procesión para conversar con los más atemorizados. Se detuvo al lado de Hresh para preguntarle cómo se sentía. El pequeño le guiñó un ojo, y la hizo reír. La mujer le devolvió el guiño.

— Siempre has querido estar aquí, ¿verdad?

El niño asintió. Ella le acarició la mejilla y regresó a su puesto.

El día avanzaba, el tiempo parecía transcurrir deprisa. El sol hizo algo extraño: se trasladó por el cielo, en lugar de permanecer pendido allí en el este, donde Hresh lo vio por primera vez. Para su sorpresa, el sol parecía seguirlos, y cerca del mediodía en algún sitio los alcanzó. Por la tarde, yacía delante de ellos en el cielo occidental.

Hresh se sintió azorado al ver que el sol viajaba de ese modo. Sabía que era una inmensa bola de fuego que asomaba por encima durante todo el día y que de noche desaparecía. Cuando el sol estaba, era el día; y cuando no, la noche. Pero aun así le costaba comprender cómo era posible que se moviera. ¿Acaso no estaba sujeto en un lugar? Tendría que preguntárselo a Thaggoran más tarde. Por ahora, el descubrimiento de que el sol se movía no era mas que una inexplicable sorpresa.

Pero sospechaba que le esperaban muchas otras más adelante, tal vez incluso mayores.

2 — CONSEGUIRÁN VUESTRA PIEL

Thaggoran avanzaba con dificultad, conservando su posición detrás de Koshmar y Torlyri. La rodilla izquierda le palpitaba y sentía ambos tobillos rígidos. El viento helado le atravesaba el pelaje como si estuviera desnudo. El sol le encandilaba hasta dejarle los ojos pastosos y tumefactos. No había forma de esconderse de esa llamarada de luz furiosa e inmensa. Colmaba el cielo y reverberaba en cada roca, en cada retal de terreno.

Para un hombre de casi cincuenta años resultaba duro abandonar las mieles del capullo y abrirse paso por una tierra tan extraña y desolada. Pero esa misma extrañeza le empujaba a seguir, hora tras hora, día tras día. A pesar de todos sus conocimientos sobre las crónicas, jamás había imaginado que en el mundo pudiera haber semejantes colores, aromas y formas.

Aquí la tierra era árida y casi vacía: una vasta planicie yerma. La ausencia de vida resultaba desalentadora A su alrededor sólo veía rostros atemorizados. El pánico se había extendido entre el Pueblo. Sentían una atroz desnudez al haber salido del capullo, al estar tan lejos de ese sitio acogedor que los había albergado durante toda la vida. Pero Koshmar y Torlyri se afanaban por evitar que el pánico dominara a los viajeros. Thaggoran las veía ir y venir en ayuda de los que se dejaban apabullar por el miedo. Él no sentía temor por sí mismo, sino por la amenaza de la extenuación. Pero se obligaba a seguir, y sonreía valientemente cada vez que alguien le observaba.

El cielo se oscurecía cada vez más a medida que el día transcurría: de un celeste intenso a un tono más rico y profundo, y luego, cuando las sombras se reunieron, a un gris oscuro casi púrpura. No era lo que había esperado. Sabía por las crónicas que existían el día y la noche, pero había imaginado que ésta caería como un telón, apagando la luz de golpe. No había considerado que pudiese sobrevenir gradualmente a lo largo de las horas, ni que la luz del sol también cambiara, que se tornara más rojiza al transcurrir la tarde, o que el sol se convirtiera en una esfera voluminosa y carmesí pendiente sobre el horizonte cuando el cielo comenzaba a adquirir un tono ceniza.

Avanzada la tarde del primer día, mientras largas sombras púrpuras volvían a tenderse sobre la tierra, los viajeros que iban en cabeza se toparon con tres inmensas bestias de cuatro patas, de cuyos hocicos emergían, en dos grupos de tres, unos notables cuernos escarlata en forma de tenazas. Pacían con elegancia sobre una ladera, y se movían con gestos cautelosos, como si celebraran alguna danza formal. Pero apenas olieron a los humanos, levantaron la mirada con terror y huyeron alocadamente, partiendo de la planicie a velocidad inusitada.

— ¿Los has visto? — preguntó Koshmar — ¿Qué eran, Thaggoran?

— Bestias paciendo…

— ¡Pero, hombre, me refiero a los nombres! ¿Cómo se llaman esas criaturas?

Sondeó en su memoria. El Libro de las Bestias nada decía sobre criaturas de largas patas con tres pares de cuernos rojos sobre el hocico.

Deben de haber surgido durante el Largo Invierno — aventuró Thaggoran —. No son animales conocidos en el Gran Mundo.

— ¿Estás seguro de ello?

— Son criaturas desconocidas — insistió Thaggoran, que comenzaba a irritarse.

— En ese caso, debemos darles algún nombre — declaró Koshmar resueltamente — Debemos dar nombre a todo lo que veamos. ¿Quién sabe, Thaggoran? Tal vez seamos el único pueblo que existe. Una de nuestras tarea dar nombre a las cosas.

— Buena tarea — respondió Thaggoran, pensando en el dolor que afligía su rodilla izquierda.

— Entonces, ¿cómo hemos de llamarlos? Vamos, Thaggoran. ¡Danos un nombre con qué señalarlos!

Levantó la vista y vio a esos seres altos y gráciles, nítidamente recortados sobre la cresta de una colina distante, contra el cielo oscuro que atisbaban cuidadosamente a los viajeros.

— Bailacuernos — dijo sin vacilar —. Son bailacuernos, Koshmar.

— ¡Así sea! ¡Son bailacuernos!

La oscuridad se acentuó. Ahora el cielo casi era negro. Thaggoran, levantando la vista, descubrió ciertas aves de amplias alas volando al este de la penumbra. Pero viajaban tan alto que ni siquiera podía intentar identificarlas. Se quedó observándolas, imaginando que él mismo surcaba los cielos así, sin que hubiera nada más que aire por debajo de su cuerpo. Durante un instante la idea le extasió, para convertirse luego en una sensación de terror que le envolvió en náuseas y casi le arrojó de bruces. Aguardó a que pasara, respirando profundamente. Luego se acuclilló, hundió los nudillos contra la solidez de la tierra seca y arenosa, se inclinó hacia delante y apoyó todo el cuerpo contra el suelo. Le sostenía, tal como otrora había hecho el capullo. Eso le infundió ánimos. Al cabo de un rato se puso de pie y prosiguió.

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