Hasta el momento, descubrió Toller, había sido ingenuamente optimista acerca del futuro, convencido de que al vuelo de prueba seguiría el éxito de la migración y la fundación de una colonia en donde aquellos que él estimaba llevarían vidas totalmente placenteras. Empezaba a comprender que esa visión se basaba, sobre todo, en su propio egoísmo; que el destino no tenía obligación de promover los conductos seguros para gente como Lain o Gesalla, que los acontecimientos podían producirse a pesar de que él los considerara increíbles.
El futuro quedo oscurecido por la incertidumbre.
Y en un nuevo orden de cosas, pensó Toller mientras se dejaba arrastrar por el sueño, debía aprenderse a interpretar un nuevo tipo de fenómenos. Las trivialidades cotidianas… el grado de laxitud de una cuerda… el borboteo del agua… Éstos eran presagios ocultos… avisos susurrados, casi demasiado débiles para ser oídos…
Por la mañana, el indicador de altura mostraba una altitud de dos mil doscientos kilómetros, y su escala suplementaria indicaba que la gravedad era menor que un cuarto de la normal.
Toller, intrigado por la ligereza de su cuerpo, comprobó las condiciones saltando, pero fue un experimento que sólo realizó una vez. Se elevó mucho más de lo que era su intención y durante un momento, mientras estaba suspendido en el aire, le pareció que se había separado de la nave para siempre. La barquilla abierta, con sus tabiques a la altura del pecho, resultó ser una estructura endeble, cuyos montantes y paneles de mimbre eran poco adecuados a su propósito. Tuvo tiempo de visualizar lo que habría sucedido si una parte del suelo hubiese cedido cuando aterrizó sobre ella dejándolo abandonado en el ligero aire azul a dos mil kilómetros de la superficie de su planeta.
Se tardaría mucho en caer desde esa altura, plenamente consciente, sin poder hacer nada excepto contemplar el planeta crecer y crecer bajo él. Incluso el hombre más valiente acabaría gritando…
— Parece que hemos perdido velocidad durante la noche, capitán — informó Zavotle desde el puesto de piloto —. El cabo de desgarre se está tensando; aunque desde luego no podemos fiarnos demasiado de él.
— De todas formas, ha llegado el momento de usar el chorro propulsor — dijo Toller —. A partir de ahora, hasta que volvamos, sólo usaremos el quemador para mantener el globo hinchado. ¿Dónde está Rillomyner?
— Aquí, capitán.
El mecánico salió del otro compartimento de pasajeros. Su rechoncha figura estaba medio doblada, se agarraba a los tabiques y su mirada permanecía fija en el suelo.
— ¿Qué te pasa, Rillomyner? ¿Estás enfermo?
— No estoy enfermo, capitán. Sólo que… prefiero no mirar afuera.
— ¿Por qué no?
— No puedo, capitán. Me parece que voy a caerme por la borda. Creo que voy a salir flotando.
— Sabes que eso es absurdo, ¿verdad? — Toller pensó en su momento de miedo y reaccionó con amabilidad —. ¿Te impide eso trabajar?
— No, capitán. El trabajo me ayudará.
— ¡Muy bien! Realiza una inspección completa del chorro principal y de los laterales, y asegúrate bien de que hay una inyección continua de cristales; no podemos permitir que se produzcan oscilaciones en esta fase.
Rillomyner dirigió un saludo hacia el suelo y, arrastrando los pies, fue a recoger sus herramientas. Después siguió una hora de descanso del ritmo del quemador, mientras Rillomyner comprobaba los mandos, algunos de los cuales eran comunes al chorro dirigido hacia abajo. Flenn preparó y sirvió el desayuno consistente en cereales mezclados con cuadraditos de cerdo salado, mientras se quejaba del frío y de la dificultad que había tenido para que funcionase el fuego de la cocina. Su ánimo mejoró un poco cuando supo que Rillomyner no iba a comer, y para devolverle sus bromas relativas al retrete, sometió al mecánico a una sarta de chistes sobre los peligros de convertirse en una sombra.
Fiel a sus primeros alardes, Flenn parecía poco afectado por el vacío sin alma que se divisaba a través de las grietas del suelo. Al final de la comida, se sentó sobre la pared de la barquilla, rodeando con el brazo despreocupadamente el montante de aceleración, como desafiando al desdichado Rillornyner. Aunque Flenn estaba atado, verlo colgado de espaldas al cielo, produjo tal helada sensación en el estómago de Toller, que sólo pudo contenerse unos minutos antes de ordenar al montador que bajara.
Rillomyner terminó su trabajo y se retiró a tumbarse sobre los sacos de arena y Toller ocupó el puesto del piloto. Inauguró la nueva clase de propulsión accionando el chorro en ráfagas de dos segundos entre amplios intervalos y estudiando los efectos sobre el globo. Cada propulsión producía crujidos en los montantes y cordajes, pero la envoltura resultaba mucho menos afectada que en las pruebas a bajas altitudes. Toller, animado, fue variando los tiempos, y finalmente estableció un ritmo de dos-cuatro, que funcionaba de la misma manera que un impulso continuo, pero sin desarrollar una velocidad excesiva. Una ráfaga corta del quemador cada dos o tres minutos mantenía el globo inflado y evitaba que la corona se hundiese demasiado al abrirse camino a través del aire.
— Funciona bien — le dijo a Zavotle, que estaba atareadísimo escribiendo en el diario —. Creo que vamos a tener un buen viaje durante un día o dos; hasta que empiece la inestabilidad.
Zavotle inclinó su estrecha cabeza.
— También es bueno para los oídos.
Toller asintió con la cabeza. Aunque, en proporción, el chorro funcionaba durante más tiempo que el quemador, su descarga no iba dirigida directamente a la gran cámara de resonancia del globo. Su sonido era más sordo y menos molesto, absorbido rápidamente por el océano de quietud que los rodeaba.
Con la nave comportándose tan dócilmente y de acuerdo al plan, Toller empezó a sentir que sus presentimientos de la noche no habían sido más que síntomas del cansancio creciente. Fue capaz de concebir la idea increíble de que en apenas siete u ocho días, si todo iba bien, podría ver de cerca otro planeta. La nave no llegaría a tocar Overland, porque hacer eso implicaba quitar la banda de desgarre, y sin el equipo para inflar no podrían partir de nuevo. Pero iban a acercarse a pocos metros de su superficie, desvelando las últimas sombras de misterio sobre las condiciones del planeta hermano.
Los miles de kilómetros de aire que separaban los dos planetas siempre habían impedido que los astrónomos, aparte de afirmar la existencia de un continente ecuatorial que se extendía en el hemisferio visible, pudieran decir mucho más. Siempre se había supuesto, en parte por los principios religiosos, que Overland se parecía mucho a Land, pero seguía existiendo la posibilidad de que fuese un lugar inhóspito, tal vez debido a características de su superficie que quedaban fuera del alcance de los telescopios. Y había aún otra posibilidad, que era un artículo de fe para la Iglesia y un tema de discusión para los filósofos: que Overland ya estuviese habitado.
¿Qué aspecto tendrían los overlandeses? ¿Tendría ciudades? ¿Y cómo reaccionarían al ver una flota de extrañas naves flotando en el cielo?
Las meditaciones de Toller fueron interrumpidas por la conciencia de que el frío se había intensificado en la barquilla en cuestión de minutos. Simultáneamente, se le acercó Flenn que tenía su animalito agarrado al pecho y tiritaba de forma notable. La cara del hombrecillo estaba amoratada.
— Esto me va a matar, capitán — dijo, intentando forzar una sonrisa —. El frío ha empeorado de repente.
— Tienes razón. — Toller sintió un estremecimiento de alarma ante la idea de haber cruzado una línea invisible de peligro en la atmósfera; después le llegó la inspiración —. Empezó cuando paramos el quemador. La salida de la mezcla de gases nos ayudaba a calentarnos.
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