Wili se apresuró a reunirse con Irma para volver a la casa.
Pasó una semana, y luego otra. A Naismith no se le veía por ninguna parte, y Bill e Irma Morales sólo sabían decir que estaba trabajando «en negocios». Wili empezaba a preguntarse si en realidad «aprendizaje» significaba lo que él había supuesto. Le trataban bien, pero no con la aduladora cortesía que debía merecer un posible heredero de la mansión. Era posible que estuviera sometido a una especie de prueba. Irma le despertaba al alba y, después de desayunar, pasaba la mayor parte del día, suponiendo que no lloviese, en los pequeños campos de cultivo de la mansión, regando, plantando o cavando. No era un trabajo pesado, le recordaba al que había hecho en la empresa de contratas de trabajo de Larry Faulk, pero era terriblemente aburrido.
Cuando llovía, cuando alrededor de Vandenberg el viento borrascoso soplaba hacia la tierra, se quedaba dentro de la casa y ayudaba a Irma en la limpieza. Esto tampoco le entusiasmaba demasiado, pero le daba ocasión para espiar. La mansión no tenía un patio interior pero, en algunos aspectos, era más compleja de lo que había pensado en un principio. Él e Irma limpiaron algunas habitaciones muy grandes escondidas debajo del nivel del suelo. Irma no quería explicarle nada en relación con ellas, aunque parecían destinadas a celebrar reuniones o banquetes. Las dimensiones del edificio, pero no las reservas de alimentos, hacían suponer que allí podía vivir mucha gente. Tal vez ésta era la manera cómo aquellos inocentes se protegían. Simplemente se escondían hasta que sus enemigos se hubieran cansado de buscarles. Pero, realmente, esto no tenía mucho sentido. Si él hubiese sido un bandido, habría quemado la casa o se habría apoderado de ella. Nunca se retiraría simplemente en el caso de no poder matar a nadie. Y, a pesar de todo, no había señales de violencia en los pulidos plafones de madera ni en las gruesas y blandas alfombras.
Por las noches, ambos le trataban casi como si fuera el hijo adoptivo de un señor. Se le permitía sentarse en el salón principal y jugar al Celeste o al ajedrez. El Celeste era tan fascinante como el que había utilizado en Santa Inés. Pero nunca llegó a alcanzar la precisión que había conseguido en aquella ocasión. Empezaba a sospechar que, en gran parte, su triunfo había sido debido a la suerte. Era la precisión de su vista y de su mano la que le traicionaba, y no su intuición. Un retraso de una milésima de segundo en un tiro por banda podía originar un fallo al llegar al destino. Bill le dijo que había ayudas mecánicas para obviar esta dificultad, pero Wili se fiaba poco de ellas. Se pasó muchas horas inclinado sobre el reluciente aparato de Celeste, mientras en el otro extremo de la habitación Bill e Irma miraban el holo. (Después del primer par de días, los programas le parecían terriblemente sosos. Eran cotilleos locales o juegos de televisión planos, del siglo anterior.)
Si jugaba al ajedrez con Bill, le resultaba casi tan aburrido como mirar el holo. Después de algunos juegos, podía ganar muy fácilmente al sirviente. ¡Le resultaba mucho más divertido jugar contra la versión programada!
A medida que iban pasando los días sin que Naismith regresara, el aburrimiento de Wili se iba incrementando. Volvió a considerar sus posibilidades. Después de todo aquel tiempo, nadie le había ofrecido las habitaciones del dueño, nadie le había mostrado el adecuado respeto y no había tabaco disponible, aunque podía pasar sin él. Tal vez aquello no era más que un benigno contrato de trabajo, como los de Larry Faulk. Si éste era el concepto Anglo de la adopción, no quería saber nada al respecto y su situación se convertía en una gran oportunidad para robar.
Wili empezó por cosas pequeñas: ceniceros con joyas procedentes de las habitaciones subterráneas, un Celeste de bolsillo que había encontrado en un dormitorio vacío. Escogió un árbol oculto a las miradas, detrás del estanque, para esconder en él su botín, metido en una bolsa impermeable. Las raterías, aunque fueran tan insignificantes, le daban una impresión de poder y le hacían la vida más llevadera. Incluso el dolor de sus entrañas había disminuido, y la comida le sabía mejor.
Wili podría haberse contentado con oscilar continuamente entre la posibilidad de heredar la propiedad y la de robarla, si no hubiera sido por una cosa: en la casa había fantasmas. No se trataba del aire de misterio de las habitaciones escondidas. Había algo vivo en aquella casa. Algunas veces podía oír una voz de mujer, que no era la de Irma, sino la que había oído al final de su viaje. Wili la vio una noche. Era más de medianoche. Estaba regresando furtivamente a la casa después de ir a esconder sus últimas adquisiciones. Wili se deslizaba por el borde de la terraza, moviéndose silenciosamente de sombra en sombra. De repente, notó que alguien estaba detrás de él, de pie frente a la luz de la Luna. Era una mujer, alta y Anglo. Su pelo, que parecía de plata bajo aquella luz, estaba cortado de un modo extraño. Sus vestidos parecían haber sido copiados de los de la televisión de otros tiempos que veían los Morales. Ella se dio la vuelta y le miró directamente. En su cara había una ligera sonrisa. El dio un salto y aquella criatura se desvaneció.
Wili se convirtió en una rauda sombra que se metió corriendo en su habitación. Encajó una silla debajo del pomo de la puerta y se tumbó en la cama durante algunos minutos mientras se tranquilizaban los latidos de su corazón. ¿Qué era aquello que había visto? Le hubiera gustado poder aceptar que era una jugarreta de la luz de la Luna. La criatura se había desvanecido como si hubieran apartado un espejo, y muchas partes de las paredes que rodeaban el patio eran de lustroso cristal negro. Pero los trucos visuales no tenían tanto detalle, no sonreían con gesto suave. Pero entonces, ¿qué era? ¿Televisión? Wili había visto mucha televisión plana, y desde que había llegado a California Central había usado los tanques de holo. Lo de aquella noche había sido otra cosa. Además, la visión se había vuelto para mirarle directamente.
O sea que… no podía ser más que un fantasma. Tenía sentido. Nadie, y desde luego ninguna mujer, se había vestido de aquella manera desde antes de las plagas. El anciano Naismith debía haber sido joven por aquellas fechas. ¿Podría tratarse del fantasma de alguna de sus amadas? Historias como ésta eran corrientes en las ruinas de Los Ángeles, pero hasta entonces Wili había sido muy escéptico.
Cualquier deseo de heredar la propiedad había desaparecido. Lo que ahora le preocupaba era si podría salir con vida de todo aquello. Y si salía, ¿con cuánto botín? Wili miraba, con una horrible fascinación, el pomo de la puerta. Si podía sobrevivir a aquella noche, suponía que podía considerarse a salvo durante algunos días más. Aquella visión quizá no era más que el aviso de un espíritu celoso. Un espíritu como aquél no iba a negarle algunos pocos cachivaches más, siempre que ya se hubiera marchado cuando Naismith estuviera de regreso.
Wili durmió muy poco aquella noche.
Los jinetes, eran cuatro con una reata de cinco muías de carga, llegaron por la tarde en un día lluvioso. Antes había tronado mucho y soplado mucho viento, pero ahora las nubes que venían de Vandenberg descargaban una llovizna constante desde un cielo tan cubierto que parecía que ya hubiera anochecido.
Cuando Wili vio a aquellos cuatro y descubrió que ninguno era Naismith se esfumó de la casa y se dirigió hacia la laguna y su escondrijo. Se detuvo durante un momento, pesando si debía regresar para avisar a Bill y a Irma.
Pero los dos estúpidos sirvientes ya bajaban corriendo las escaleras para dar la bienvenida a los intrusos: un hombre terriblemente gordo, acompañado por tres guardianes armados con rifles. Mientras se escondía entre los arbustos, Bill se volvió, pareció mirar directamente a su escondrijo y dijo:
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