Vernor Vinge - La guerra de la paz

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Paul Hoehler, un brillante científico, descubre el principio del funcionamiento de las “burbujas”, unos campos de fuerza esféricos completamente infranqueables. Gracias a ellos, sus usuarios se harán con el poder e impondrán una “paz” forzada y un estancamiento científico-tecnológico en un mundo diezmado por los conflictos y las plagas.

” es la primera obra de la serie de las “burbujas” en la que un brillante autor de sólida formación científica nos narra un futuro posible y la rebelión contra una autoridad despótica en medio de una intriga política de gran alcance. Una interesante y dinámica exploración de cómo un nuevo y maravilloso artilugio científico todavía incomprendido puede alterar el destino del mundo.

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»Considera que es una gran suerte para ti que continuemos con los arriesgados planes de Naismith para que puedan curarte. Él es el único hombre en toda la Tierra capaz de convencer a Kaladze para que tratara, aunque fuese directamente, con la cochina biociencia.

Miraba amenazadoramente a Wili, como si esperara su contraataque, pero el chico estaba callado y esquivaba sus miradas.

—Está bien. Te esperaré en el comedor —dijo Rosas, y se fue de la habitación.

Wili se quedó inmóvil durante mucho rato. No lloraba; no había llorado desde aquel atardecer en Claremont Street. No había culpado a Sylvester Washington y ahora no culpaba a Naismith. Ambos habían hecho por él todo lo que un hombre puede hacer por otro. Pero lo cierto es que sólo hay una persona que no puede escapar a sus problemas: uno mismo.

13

Desde los cinco metros de altura donde estaba parado, el helicóptero de rotores gemelos levantó una nube de polvo en el helipuerto de la Torre Comercial. Desde su puesto en la cabina principal, Della Lu veía cómo los presentes sujetaban sus sombreros y guiñaban los ojos. El viejo Hamilton Avery fue el único que conservó su aplomo.

Cuando el helicóptero se posó, uno de sus tripulantes abrió la compuerta delantera, y saludó agitando la mano a los personajes importantes que estaban esperando. Desde su ventanilla plateada vio cómo el director Avery asentía y se daba la vuelta para dar un apretón de manos a Smythe, el titular de la licencia para Los Ángeles. Luego Avery se dirigió solo hacia el miembro de la tripulación, que no se había apartado de la puerta.

Smythe era probablemente el personaje más poderoso de la Autoridad de la Paz en la California del Sur.

Della se preguntaba lo que habría pensado él, cuando su jefe se había resignado a ser recogido de semejante manera. Sonrió con la boca torcida. ¡Diablos! Ella estaba al mando de la operación y tampoco sabía de qué se trataba.

Cuando oyó que se cerraba la compuerta, aumentó la velocidad de los rotores. Su tripulación ya había recibido órdenes. El helipuerto pareció caer hacia abajo mientras el helicóptero se elevaba como si fuera uno de los ascensores mágicos de la Torre Comercial. Se alejaron de la azotea y miró a la calle, ochenta pisos más abajo.

Cuando el helicóptero se dirigió hacia LAX y Santa Mónica, Della se puso en pie porque un instante antes Avery había entrado en la cabina. Se le veía completamente relajado, pero también completamente formal; su traje era a la vez normal y caro. En teoría, en la Comisión de Directores de la Autoridad de la Paz, todos sus miembros eran de igual categoría. Pero, de hecho, Hamilton Avery había sido su fuerza motriz desde que Della Lu estaba al tanto de la política interna. Aunque no era un hombre famoso, sí era el hombre más poderoso del mundo.

—¡Querida! ¡Cuánto me alegro de verla!

Avery se acercó a ella y le dio la mano como si ella fuera su igual y no un oficial tres grados por debajo del suyo. Ella permitió que el canoso Director la cogiera por el codo y la acompañara hasta su asiento. Daba la sensación de que ella era su huésped.

Se sentaron, y el Director observó rápidamente toda la cabina. Era un cuarto de mando sólido y móvil. No tenía bar, ni alfombras. Dada su prioridad, ella habría podido tenerlas, pero Della no había alcanzado su puesto actual dando coba a sus jefes.

La nave se dirigía hacia el oeste, el batir de sus palas quedaba silenciado por el grueso aislamiento de la cabina. Debajo, Della podía ver los edificios de la Autoridad de la Paz. En realidad, el Enclave era un corredor que se extendía desde Santa Mónica y LAX que estaban en la costa, hasta tierra adentro, donde antes había estado el centro de Los Ángeles. Era el Enclave mayor del mundo. Allí vivían más de cincuenta mil personas, la mayoría cerca de los estudios del Servicio de Noticias. Y vivían bien. En las parcelas suburbanas de tres acres cada una que estaban sobrevolando podían verse piscinas y pistas de tenis.

Por el norte se veían los castillos y las rutas fortificadas de los aristócratas de Aztlán. Éstos tenían responsabilidad de gobierno, pero como no disponían de la Tecnología Prohibida, sus «palacios» no eran más que basureros medievales. Al igual que la República de Nuevo México, Aztlán miraba a la Autoridad con una importante envidia mientras seguían soñando con los antiguos tiempos de esplendor.

Avery levantó la vista.

—Veo que ha hecho borrar la bandera de Beijing.

—Sí, señor. En su mensaje se decía muy claro que no era conveniente que la gente supiera que utilizaba a personal que no procedía de Norteamérica.

Ésta era una de las pocas cosas que tenía claras. Tres días antes había estado en el Enclave de Beijing, cuando regresaba de hacer su última inspección sobre la situación en el Asia Central. Se había recibido vía satélite un megabyte de detalladas instrucciones procedentes de Livermore. Pero no iban dirigidas al propietario de la licencia en Beijing, sino a una tal Della Lu, agente de tercer nivel de la contraguerrilla y ejecutora general. Se le asignó un reactor de carga (la carga era aquel helicóptero) y se le ordenó que volara atravesando el Pacífico hasta LAX. Nadie debía asomarse fuera del transporte en las paradas intermedias. Cuando hubieran llegado a LAX, la tripulación del carguero debía dejar el helicóptero y a su gente y regresar inmediatamente.

Avery hizo señas de aprobación.

—Bien. Necesito alguien a quien no haya que decirle las cosas letra por letra. ¿Ha tenido usted ocasión de leer el informe de Nuevo México?

—Sí, señor.

Se había pasado todo el viaje estudiando el informe y poniéndose al día en la política de Norteamérica. Había estado ausente tres años, y andaba atrasada de noticias, aun sin contar con la crisis de Tucson.

—¿Cree usted que la República aceptó nuestra historia?

Pensó en los registros en cinta de la reunión y en los informes sobre la misma.

—Sí. Es una ironía, pero el que más sospechaba era también el más ignorante. Schelling se tragó el anzuelo, el hilo y el flotador. Tiene los suficientes conocimientos teóricos para ver que era razonable.

Avery estuvo de acuerdo.

—Pero sólo lo seguirá creyendo si no explotan más burbujas. Y entiendo que esto ha sucedido ya, al menos dos veces más, en las últimas semanas. No creo en la explicación de la degeneración cuántica. Los antiguos campos de misiles de USA están plagados de burbujas. Si las degeneraciones continúan ocurriendo, no podrán dejar de entenderse.

Avery volvió a asentir, y no parecía estar sorprendido por el análisis.

El helicóptero se ladeó ligeramente al pasar sobre Santa Mónica, permitiendo que ella viera las mayores mansiones del Enclave. Alcanzó a ver la playa de la Autoridad y la ruinosa línea de la costa de Aztlán más hacia el sur. Volaban ya sobre el mar. Recorrieron algunos kilómetros hacia el sur antes de volver a hallarse sobre tierra firme. Tenían que volar en amplios círculos hasta que se hubiera terminado aquella conferencia. Ni lo sucedido en Tucson podía explicar aquella misión. Della casi frunció el ceño.

Avery levantó una mano, muy bien cuidada.

—Lo que usted dice es correcto, pero puede que sea irrelevante. Todo depende de cuál resulte ser la verdadera explicación. ¿Ha tomado usted en consideración la posibilidad de que alguien haya descubierto la manera de destruir las burbujas, y que lo que estamos viendo sean sus experimentos?

—La elección de los lugares de los experimentos es muy extraña, señor: los campos de hielo de Ross, Tucson, Ulan Ude. Y no comprendo cómo una tal organización podría escapar sin ser descubierta.

Hace cincuenta y cinco años, antes de la Guerra, lo que luego habría de llegar a ser la Autoridad de la Paz, había sido un laboratorio contratado, una corporación, subvencionada por el Estado para hacer investigaciones secretas militarmente muy provechosas. Estas investigaciones habían producido las burbujas. Campos de fuerza, cuya generación requería la utilización de toda la energía de la mayor planta nuclear del laboratorio durante un mínimo de treinta minutos. El antiguo gobierno de los Estados Unidos no había sido informado del descubrimiento. El padre de Avery se había ocupado de ello. En su lugar, los directores del laboratorio jugaron su propia versión de la geopolítica. Incluso en las enrarecidas alturas burocráticas donde habitaba Della, no se tenía una evidencia sólida de que el laboratorio de Avery hubiera empezado la Guerra, pero ella tenía sus sospechas.

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