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David Brin: Tiempos de gloria

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David Brin Tiempos de gloria

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La joven Maia, una descastada nacida en verano, debe abandonar el clan de sus privilegiadas medio hermanas clones nacidas en invierno. Su difícil y peligroso viaje iniciático arranca en los muelles de Puerto Sanger y prosigue a bordo de uno de los barcos tripulados por los escasos hombres (menos de un veinte por ciento) que forman la población de Stratos, un mundo creado por y para las mujeres. Sólo el difícil y lejano éxito le permitirá ser la fundadora de un nuevo clan. Las manipulaciones genéticas de la Madre Fundadora Lysos han creado en Stratos un mundo nuevo y distinto, dominado por mujeres que se reproducen por clonación. Una nueva opción sociopolítica, tecnológica, ecológica y, sobre todo, en el ámbito de la relación entre ambos sexos. En la senda de la literatura que denuncia las relaciones entre los sexos o propone establecer nuevos vínculos, se une a obras ya clasicas como de Ursula K. Le Guin.

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Leie señaló hacia un barco pesquero cercano con antena orientable. No era descabellado que alguien que manejara aquellos diales pudiera captar un par de cosas.

—¡Como si las propietarias me invitaran a té y tele! —La mujer escupió a las aguas sucias a través de los dientes desportillados.

—¿Pero has oído algo? ¿A través de un canal no oficial, por ejemplo? ¿Siguen diciendo que una nave exterior ha aterrizado?

Maia suspiró. Caria City estaba lejos y sus sabias apenas emitían información. Aún peor, las madres Lamai a menudo prohibían a los niños del verano ver la tele, no fuera a ser que sus frágiles mentes encontraran los programas «perturbadores». Naturalmente, esto sólo contribuía a picar la curiosidad de las gemelas. Pero Leie estaba llevando sus preguntas demasiado lejos al acosar a simples trabajadoras. Al parecer, la mujer de la vela estaba de acuerdo.

—¿Por qué me preguntáis a mí, tontas? ¿Por qué iba yo a escuchar las mentiras que dice la caja de las dueñas?

—Pero eres del Continente del Aterrizaje…

—¡Mi provincia está a noventa gi de Caria! ¡No la he visto desde hace diez años, ni la volveré a ver! ¡Ahora, fuera!

Cuando estuvieron lo bastante lejos para no ser oídas, Maia reprendió a su hermana.

—Leie, tienes que tranquilizarte respecto a este asunto. No puedes quedar en ridículo…

—¿Cómo hiciste tú cuando teníamos cuatro años? ¿Quién intentó escapar en esa goleta, sólo para averiguar que el capitán tenía otras ideas en mente? ¡Recuerdo que nos castigaron a las dos por eso!

Maia sonrió, reluctante. No siempre había sido la hermana más cautelosa. Un largo año stratoiano antes, era Leie la que siempre se comportaba con cautela antes de actuar, y Maia la que elaboraba planes que las metían en líos. Somos iguales, sí. Pero estamos desfasadas. Y tal vez eso sea bueno. Tiene que haber una sensata por turnos .

—Esto es distinto —replicó, intentando dejar clara su idea—. Ahora se trata de la vida real.

Leie se encogió de hombros.

—¿Quieres hablar sobre la vida ? Mira a esos cretinos de allí. —Indicó con un movimiento de cabeza una zona pavimentada del muelle en forma de casillas geométricas sobre las que un grupo de marinos jugaba con un puñado de discos blancos o negros—. Llaman Vida a su juego, y se lo toman muy en serio. ¿Lo hace eso real también?

Maia se negó a aceptar la burla. Cada vez que había barcos en el puerto, podían verse allí puñados de hombres practicando el antiguo juego con una pasión sólo comparable con su interés por el sexo durante los meses de la aurora. Los hombres, marinos de algún carguero, vestían burdas camisetas sin mangas y llevaban anillos de metal en los bíceps para indicar su rango. Algunos alzaron la mirada cuando las gemelas pasaron por su lado. Dos de los más jóvenes sonrieron.

Si aún hubiera sido verano, Maia habría mirado rápidamente en otra dirección e incluso Leie habría mostrado cautela. Pero cuando las auroras se desvanecían y la Estrella Wengel perdía fuerza, la sangre caliente de los machos se apagaba también. Se volvían criaturas más tranquilas, más amistosas. El otoño era la mejor estación para zarpar. Maia y Leie podrían pasar hasta veinte meses estándar en el mar antes de verse obligadas a desembarcar por el celo del año siguiente. Para entonces, sería mejor que hubieran encontrado un nicho, algo en lo que fueran buenas, y empezado su nidal.

Leie recibió osadamente las sonrisas amistosas y perezosas de los marineros con las manos en las caderas y mirándolos a los ojos, como desafiándolos a seguir adelante. Un joven remolcador pareció considerarlo. Pero naturalmente, si le quedaba algo de libido en esa época del año, no iba a malgastarla en un par de pobres vírgenes. Los jóvenes se rieron, y también Leie.

—Vamos —le dijo a Maia mientras los hombres regresaban a su juego. Leie volvió a ajustarse el petate—. Se acerca la marea. Embarquemos y dejemos atrás esta ciudad.

—¿Cómo que no va a hacerse a la mar? ¿Durante cuánto tiempo?

Maia no podía creerlo. El viejo sobrecargo mordisqueaba un palillo de dientes mientras se mecía en su taburete junto a la pasarela. Iba sin afeitar y con la ropa de faena ajada; señaló el barril cercano donde tenía el dinero de las dos… junto con un poco más añadido como «compensación».

—No lo sé, hermanita. Probablemente un mes. Tal vez dos.

—¡Un mes! —La voz de Leie se quebró—. ¡Hijo de un gusano mocoso! El tiempo es bueno. Tienes tu carga y pasajeras de pago. ¿Qué quieres decir?

—Tengo una oferta mejor. —El sobrecargo se encogió de hombros—. Uno de los clanes mayores ha comprado nuestra carga sólo para que nos quedemos. Parece que le gustan nuestros chicos. Supongo que quieren que se queden por aquí.

Maia sintió en la boca del estómago un espasmo de comprensión.

—Algunas madres querrán empezar la cría de invierno pronto este año —dijo, tratando de encontrar sentido a la catástrofe—. Es arriesgado, pero si pillan a los hombres aún con calor dentro…

—¿Qué casa? —interrumpió Leie, que no estaba de humor para apreciaciones racionales. Dio una patada al barril, haciendo tintinear las varas de dinero. El sucio marinero, cuyo volumen doblaba los cincuenta kilos de Leie, se rascó plácidamente la barba.

—Vamos a ver. ¿Eran las Tilden? ¿O era Lam…?

—¿Lamatia? —exclamó Leie, esta vez sacudiendo los brazos tan salvajemente que el hombre se puso en pie.

—Vamos, hermanita. No es motivo para excitarse…

Maia agarró el brazo de Leie cuando ésta parecía a punto de arrojar el taburete contra el marino.

—¡Tiene sentido! —gritó Leie—. ¡Por eso abrieron antes la casa de invitados, y nos hicieron servir vino a esos tipejos toda la noche!

A veces, Maia envidiaba la facilidad de su hermana para los berrinches. Su propia reacción, un aturdido refugiarse en la lógica, resultaba menos satisfactoria que la forma que tenía Leie de romper todo lo que se le ponía por delante.

—Leie —instó roncamente—. No puede ser Lamatia. Sólo tratan con cofradías de clase alta, no con la basura en la que nosotras podemos permitirnos el pasaje.

Fue agradable ver cómo el sobrecargo daba un respingo al oír su observación.

—De todas formas, será mejor que nos vayamos a negociar con hombres honrados. Hay otros barcos.

Su hermana se volvió.

—¿Sí? ¿Recuerdas cómo estudiamos? ¿Comprando libros e incluso tiempo de red, investigando cada puerto que tocaba este cascarón? Teníamos un plan para cada arribada… gente que ver. Preguntas que formular. Perspectivas. ¡Ahora todo ha sido en vano!

¿Cómo puede ser? , se preguntó Maia, aturdida. Todas esas horas estudiando, memorizando las islas Oscco y el mar Occidental…

Maia advirtió que ninguna de las dos reaccionaba bien a la súbita desesperación.

—Vamos —le dijo a su hermana. Recogió el dinero e intentó por el bien de ambas que la preocupación desapareciera de su voz—. Encontraremos otro barco, Leie. Uno mejor, ya verás.

Resultó más fácil decirlo que hacerlo. Había muchas velas en Puerto Sanger, desde catamaranes de duras quillas tallados a mano hasta rompehielos o clippers con aleteantes hojas de seda—cebo tejido. En los embarcaderos diplomáticos, justo debajo del fuerte de la bahía, había incluso un raro y estilizado crucero cuyas hileras de brillantes paneles solares se horneaban al sol. Maia y Leie ni lo intentaron con barcos tan ricos, cuyas tripulaciones habrían considerado sus exiguas varas de monedas como cebo para pescar. Probaron suerte con cargueros bien preparados que hacían ondear estandartes de la Liga de la Nube Ballena, o la Sociedad de la Garza Azul, cofradías viajeras cuyos barbudos comodoros a veces acudían a la Mansión Lamatia para entrevistar a chicos inteligentes que quisieran vivir en el mar.

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