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David Brin: Tiempos de gloria

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David Brin Tiempos de gloria

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La joven Maia, una descastada nacida en verano, debe abandonar el clan de sus privilegiadas medio hermanas clones nacidas en invierno. Su difícil y peligroso viaje iniciático arranca en los muelles de Puerto Sanger y prosigue a bordo de uno de los barcos tripulados por los escasos hombres (menos de un veinte por ciento) que forman la población de Stratos, un mundo creado por y para las mujeres. Sólo el difícil y lejano éxito le permitirá ser la fundadora de un nuevo clan. Las manipulaciones genéticas de la Madre Fundadora Lysos han creado en Stratos un mundo nuevo y distinto, dominado por mujeres que se reproducen por clonación. Una nueva opción sociopolítica, tecnológica, ecológica y, sobre todo, en el ámbito de la relación entre ambos sexos. En la senda de la literatura que denuncia las relaciones entre los sexos o propone establecer nuevos vínculos, se une a obras ya clasicas como de Ursula K. Le Guin.

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Por eso el clan minero era tan amable con aquellos lagartos. Los hombres tendían a ponerse sentimentales con las mujeres que llevaban a sus hijos del verano, retoños con la mitad de sus genes. Dentro de medio año, sin embargo, ¿advertirían siquiera estos idiotas que pocos de esos bebés sobrevivían?

—Gremlim Town nos va bien —dijo Leie, vaciando su jarra y haciendo un gesto para que volvieran a llenársela. Eso estaba en el sur en vez de en el oeste, pero ya lo habían decidido. Corregirían el desvío más tarde, después de haber trabajado algún tiempo en tierra y mar. De esa forma, llegarían al archipiélago de las Oscco maduras, sin ingenuidad.

El más delgado de los dos capitanes se frotó la barbilla.

—Ajá. Siempre que hagáis lo que se os diga.

—Trabajaremos duro. No se preocupe por eso, señor.

—¿Y vuestro clan materno os ha enseñado todo lo necesario? Como, pongamos por caso… ¿luchar con palos?

Maia estaba segura de que Leie también detectaba el astuto esfuerzo del marinero por no molestar. Como si estuviera preguntando por coser, o soldar, o cualquier otra arte práctica.

—Lo hemos hecho todo, señor. No lamentarán llevarnos a bordo, no importa cuál de los dos sea el que lo haga.

Los dos marinos se miraron mutuamente. El más bajo se inclinó hacia delante.

—Uh, iréis una con cada uno.

Leie parpadeó.

—¿Qué quiere decir?

—Es así de simple —explicó el alto—. Sois gemelas. Eso está bien, pero puede crear problemas. Llevamos mujeres de los clanes que contratan pasaje de ciudad en ciudad, a lo largo de todo el trayecto. Pueden veros, baldeando cubiertas, haciendo trabajos sucios, y sacar la conclusión equivocada…

Maia y Leie se miraron. Su plan privado implicaba sacar ventaja de la suposición natural de que dos mujeres idénticas eran clones. Ahora comprendieron la ironía de que su ventaja también podía ser un inconveniente.

—No queremos separarnos —dijo Leie, sacudiendo la cabeza—. Podríamos cambiar nuestro aspecto. Podría teñirme el pelo…

Maia la interrumpió.

—Sus barcos viajan juntos por toda la costa, ¿verdad?

Los capitanes asintieron. Maia se volvió hacia Leie.

—Entonces no estaremos separadas mucho tiempo. De esta forma obtendremos recomendaciones de dos capitanes, en vez de sólo de uno…

—Pero…

—A mí tampoco me gusta, pero míralo de esta forma. Conseguiremos el doble de experiencia por el mismo precio. Cada una de nosotras aprende cosas que la otra no sabe. Además, tendremos que separarnos en otras ocasiones. Ésta será una buena práctica.

La expresión sorprendida de los ojos de su hermana dijo mucho a Maia sobre su relación. Sentía un suave placer en sorprender a Leie, algo que sucedía con muy poca frecuencia. Nunca había esperado que fuera yo la que aceptara fácilmente una separación .

De hecho, Maia descubrió que le apetecía la perspectiva de estar algún tiempo sola, alejada de la fuerte personalidad de su gemela. Esto será bueno para ambas .

Ocultando su breve incomodidad tras una jarra de cerveza, Leie asintió por fin y dijo:

—Supongo que no importa.

En ese instante, un destello procedente de la ciudad iluminó sus rostros, proyectando sombras. Un cohete chispeante se elevó desde la fortaleza de la bahía, en espiral, trazó un arco en el cielo y luego estalló, iluminando los muelles y casas con fuertes contrastes. Las siluetas revoloteaban alrededor de los transeúntes detenidos en seco por el brusco resplandor, mientras que un sonido bajo subía rápidamente de tono e intensidad hasta convertirse en un aullido que llenaba la noche.

Maia, su hermana y los dos capitanes se levantaron. Era la sirena de alarma de Puerto Sanger llamando a la milicia, alertando a los ciudadanos para que se prepararan a la defensa.

¿Cuáles serían nuestros deseos al diseñar una nueva raza humana? ¿Qué existencia deseamos para nuestros descendientes en este mundo?

¿Una vida larga y feliz?

Muy bien. Sin embargo, a pesar de nuestros prodigios técnicos, esa simple mejora podría ser un logro difícil. Hace mucho tiempo, Darwin y Malthus señalaron la paradoja básica de la vida: que todas las especies tienen mecanismos internos para reproducirse al máximo. Para llenar incluso el Edén con tantos retoños que deje de seguir siendo el paraíso.

La Naturaleza, en su sabiduría, controló esta tendencia oportunista con comprobaciones y equilibrios. Depredadores, parásitos y el puro azar eliminaron el exceso. Los supervivientes, los de cada nueva generación, se quedaron con el premio: la posibilidad de jugar otra ronda.

Entonces llegaron los humanos. Críticos natos, extinguimos a los carnívoros que hacían presa sobre nosotros, y combatimos la enfermedad. Con creciente fervor moral, las sociedades lucharon por suprimir la competencia asesina y garantizar para todos el «derecho a vivir y a prosperar».

En retrospectiva, sabemos cuántos errores fatales se cometieron con las mejores intenciones en la pobre Madre Tierra. Sin controles naturales, el boom demográfico de nuestros antepasados acabó con ella. ¿Pero la única alternativa es enmendar la ley con garras y dientes? ¿Podríamos hacerlo, aunque lo intentáramos?

La inteligencia anda suelta por la galaxia. El poder está en nuestras manos, para bien o para mal. Podemos modificar las reglas de la Naturaleza si nos atrevemos, pero no podemos ignorar sus lecciones.

LYSOS, La apología

2

Un acre olor a humo. Una bruma oscura y cenicienta brotando de planchas ardientes. Banderas de peligro ondeando desde la chamuscada mesana de un barco herido que avanzaba torpemente en busca de asilo. Las impresiones eran más vívidas por ocurrir de noche, con la luna mayor, Durga, proyectando pálidos reflejos sobre las aguas revueltas de la bahía de Puerto Sanger.

Bajo los potentes reflectores de la fortaleza, un carguero de alimentos secos, el Próspero , avanzaba a duras penas hacia sitio seguro, seguido de cerca por su enemigo. La mitad de la ciudad estaba allí observando, incluida la milicia de todos los grandes clanes, con sus hijas en edad de luchar vestidas con armaduras de cuero y armadas con porras de madera pulida. Las oficialas veteranas llevaban corazas de metal brillante, y gritaban órdenes a los grupos de retoños y sobrinas idénticas. El contingente de Lamatia llegó, corriendo, los cascos coronados por plumas de ave gaeo. Maia reconoció a la mayoría de las clones invernales, sus medio hermanas, a pesar de que eran todas iguales en casi todos los sentidos. Las compañías Lamai se desplegaron rápidamente a lo largo del tejado del almacén familiar antes de enviar un destacamento para que colaborara en la defensa de la ciudad.

Era todo un espectáculo. Maia y su hermana lo contemplaban fascinadas desde un parapeto en la pared del malecón. No habían visto una alerta como aquélla desde que tenían tres años. Las comandantes de las compañías tampoco parecían satisfechas al saber que una guardiana nerviosa había provocado aquella conmoción al pulsar el botón de alerta equivocado, lanzando cohetes a la plácida noche de otoño cuando unos cuantos toques de sirena habrían sido suficientes. Una avergonzada capitana Jounine se pasó una hora pidiendo disculpas a las enfadadas matronas, algunas de las cuales parecían aún más enervadas por el hecho de ir embutidas dentro de armaduras fabricadas, para versiones más jóvenes y esbeltas de sí mismas.

Mientras tanto, los remolcadores lanzaban cabos para ayudar a atraer al humeante y renqueante Próspero hacia un lugar seguro. Maia vio que aún cogían cubos de agua para apagar las ascuas del fuego que casi había hundido el barco. Sus velas estaban rasgadas y chamuscadas. Docenas de cabos quemados festoneaban las jarcias, colgando de débiles aparejos.

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