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David Brin: Tiempos de gloria

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David Brin Tiempos de gloria

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La joven Maia, una descastada nacida en verano, debe abandonar el clan de sus privilegiadas medio hermanas clones nacidas en invierno. Su difícil y peligroso viaje iniciático arranca en los muelles de Puerto Sanger y prosigue a bordo de uno de los barcos tripulados por los escasos hombres (menos de un veinte por ciento) que forman la población de Stratos, un mundo creado por y para las mujeres. Sólo el difícil y lejano éxito le permitirá ser la fundadora de un nuevo clan. Las manipulaciones genéticas de la Madre Fundadora Lysos han creado en Stratos un mundo nuevo y distinto, dominado por mujeres que se reproducen por clonación. Una nueva opción sociopolítica, tecnológica, ecológica y, sobre todo, en el ámbito de la relación entre ambos sexos. En la senda de la literatura que denuncia las relaciones entre los sexos o propone establecer nuevos vínculos, se une a obras ya clasicas como de Ursula K. Le Guin.

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Maia se preguntó si era la culpa lo que hacía que tantos clanes eligieran como símbolo bestias nativas que ya no existían. O tal vez una forma de decir: «¿Veis? Nosotras continuamos. Llevamos los emblemas del pasado derrotado, y sobrevivimos.»

Al cabo de unas cuantas generaciones, las Mizora serían tan comunes como los tricórnidos.

Lysos nunca prometió un final al cambio, sólo frenarlo a un ritmo soportable.

Tras volver una esquina, las gemelas casi chocaron con una alta Sheldon que corría colina abajo desde el barrio de la clase alta. Su uniforme de guardia estaba húmedo, abierto por el cuello.

—Disculpadme —murmuró la oficiala de piel oscura, esquivando a las dos hermanas. Sin embargo, tras avanzar unos pasos, se detuvo de repente y se volvió para mirarlas.

—Estáis aquí. ¡Casi no os había reconocido!

—Brillante mañana, capitana Jounine —saludó Leie, con cierta burla—. ¿Nos estabas buscando?

Años de vida en la ciudad habían suavizado los afilados rasgos Sheldon de Jounine. La capitana se secó la frente con un pañuelo de seda.

—Se me ha hecho tarde buscándoos en la Casa Lamatia. ¿Sabéis que os habéis perdido vuestra Ceremonia de Partida? Claro que sí. ¿Lo habéis hecho a propósito?

Maia y Leie intercambiaron breves sonrisas. A la capitana Jounine no se le escapaba nada.

—No importa. —La Sheldon agitó una mano—. Sólo quería saber si habíais pensado…

—¿Unirnos a la Guardia? —la interrumpió Leie—. Tiene que estar…

—Sin duda que nos halaga la oferta, capitana —interrumpió Maia—. Pero tenemos billetes…

—No encontraréis nada fuera de aquí —Jounine señaló el mar—, que sea más seguro y más firme…

—Y aburrido —murmuró Leie.

—… que un contrato con vuestra ciudad de nacimiento. ¡Es una opción inteligente, os lo aseguro!

Maia conocía los argumentos. Comidas regulares y una cama, además de lentos ascensos con la esperanza de ahorrar lo suficiente para una hija. Una hija del invierno… ¿con el salario de una soldado? La burla de Madre Claire sobre «fundar un microclán de una» parecía a propósito. Algunas acciones inteligentes eran poco más que trampas bien disimuladas.

—Una miríada de gracias por la oferta —dijo Leie, con total sarcasmo—. Si alguna vez estamos lo bastante desesperadas para volver a esta helada…

—Sí, gracias —interrumpió de nuevo Maia, cogiendo a su hermana por el brazo—. Y que Lysos te guarde, capitana.

—Bueno… ¡al menos permaneced alejadas de las islas Pallas! Hay informes de saqueadoras…

En cuanto doblaron una esquina, Maia y Leie soltaron sus petates y se echaron a reír. Las Sheldon eran un clan impresionante en muchos aspectos, ¡pero se tomaban las cosas tan en serio! Maia estaba segura de que las echaría de menos.

—Pero es extraño —dijo al cabo de un momento, cuando echaron nuevamente a andar—. Jounine parecía más ansiosa que de costumbre.

—Uf. No es problema nuestro que no pueda cumplir sus cuotas de reclutamiento. Que compre lúgars.

—Sabes que los lúgars no pueden luchar con la gente.

—Pues entonces que contrate gente del verano en los muelles. Siempre hay muchas vars vagabundas por allí. Pero de todas formas es una tontería aumentar la Guardia. Son un puñado de parásitas, igual que las sacerdotisas.

—Mm —comentó Maia—. Supongo que sí.

Pero la expresión de los ojos de la soldado había sido como la de la vendedora de dulces Mizora. Había en ellos decepción. Una pizca de asombro.

Y más que un poco de miedo.

Un mes antes, las guardianas se habían plantado ante la puerta de getta, que separaba Puerto Sanger de la bahía.

Maia recordó ahora cómo las madres—cuidadoras solían llevar a las niñas de Lamatia a las ceremonias del templo cívico desde los barrios altos, por las empinadas calles empedradas y pasando cerca de la puerta de getta. Un verano, ella se separó de la ordenada fila de vars y corrió hacia la alta barrera, esperando atisbar los grandes cargueros en dique seco. Su breve escapada terminó con una buena azotaina. Después, entre sollozos, oyó a una matrona explicar a lo lejos que los muelles no eran seguros para las niñas en esa época del año. Había «hombres sucios» allí abajo.

Más tarde, cuando las auroras eran reemplazadas en los cielos del norte por las plácidas constelaciones otoñales, esas mismas puertas se abrían para que los niños deambularan a voluntad, corriendo por los muelles donde varones barbudos descargaban misteriosas cajas, o jugaban a enigmáticos juegos con discos mecánicos. Maia recordó que entonces se había preguntado si aquellos hombres eran diferentes de los «sucios». Así debía de ser. Siempre con una sonrisa o dispuestos a contar una historia, parecían tan amables e inofensivos como los peludos lúgars a los que en cierto modo se parecían.

«Inofensivo como un hombre cuando las estrellas brillan claras.» Eso decía una canción infantil, que terminaba: «Pero ten cuidado, mujer, cuando la Estrella Wengel está cerca.»

Al cruzar la puerta por última vez, Maia y Leie pasaron junto a una variopinta multitud. Al contrario que en los barrios altos, aquí los varones constituían una minoría substanciosa, contribuyendo a llenar el aire de una rica mezcla de olores que iban desde los aromas de especias y cargamentos exóticos hasta el de su propio sudor acre. Era el lugar ideal para que una agitadora Perkinita se instalara; ésta se dirigía a la multitud desde una caja volcada, mientras dos compañeras—clones repartían folletos a los transeúntes. Maia no reconoció su tipo facial, así que las tres mujeres de mejillas chupadas debían ser misioneras, recién llegadas.

—¡Hermanas! —vociferó la oradora—. ¡Vosotras, de clanes y casas menores! Juntas superáis el poder combinado de los Diecisiete que controlan Puerto Sanger. Si unís fuerzas. ¡Si os unís a nosotras , podréis romper el dominio que las grandes casas ejercen sobre la asamblea de la ciudad, y sí, sobre la región, e incluso sobre Caria City! Juntas podremos acabar con la conspiración de silencio y obligar a una revelación de la verdad que nos es debida desde hace tanto tiempo…

—¿ Qué verdad? —inquirió un transeúnte.

La Perkinita se volvió hacia un joven marino que estaba apoyado contra la verja con varios de sus colegas, divertido por la inquietud que provocaba su pregunta. Fiel a su ideología, la agitadora intentó ignorar a un simple hombre. Por diversión, Leie siguió con el juego.

—¡Sí! ¿Qué verdad es ésa, Perkie?

Varios transeúntes se rieron de la puya de Leie, y Maia no pudo ocultar una sonrisa. Las Perkinitas se tomaban a sí mismas y a su causa muy en serio, y odiaban el diminutivo de su nombre. La oradora miró fríamente a Leie, pero entonces vio a Maia a su lado. Para deleite de las gemelas, al instante sacó la conclusión equivocada y les tendió las manos, implorando.

—La verdad de que los clanes pequeños como el vuestro y el mío son apartados por sistema, no sólo aquí sino en todas partes, sobre todo en Caria City, donde ahora las grandes casas incluso están vendiendo el planeta a los Exteriores y a su Phylum masculinista…

Los oídos de Maia se aguzaron ante la mención de la nave alienígena. Por desgracia, pronto quedó claro que la oradora no aportaba noticias, sino tópicos. La arenga se convirtió rápidamente en una sarta de frases hechas y lugares comunes que Maia y su hermana habían oído incontables veces a lo largo de los años. Sobre la inundación de mano de obra barata var que arruinaba a tantos clanes pequeños. Sobre la laxitud a la hora de mantener los Códigos de Lysos y la regulación de los «varones peligrosos». Esas acusaciones ya gastadas iban acompañadas este año por la paranoia de moda: la inquietud popular de que los visitantes del espacio fueran los precursores de una invasión aún peor que el pasado horror del Enemigo.

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