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David Brin: Tiempos de gloria

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David Brin Tiempos de gloria

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La joven Maia, una descastada nacida en verano, debe abandonar el clan de sus privilegiadas medio hermanas clones nacidas en invierno. Su difícil y peligroso viaje iniciático arranca en los muelles de Puerto Sanger y prosigue a bordo de uno de los barcos tripulados por los escasos hombres (menos de un veinte por ciento) que forman la población de Stratos, un mundo creado por y para las mujeres. Sólo el difícil y lejano éxito le permitirá ser la fundadora de un nuevo clan. Las manipulaciones genéticas de la Madre Fundadora Lysos han creado en Stratos un mundo nuevo y distinto, dominado por mujeres que se reproducen por clonación. Una nueva opción sociopolítica, tecnológica, ecológica y, sobre todo, en el ámbito de la relación entre ambos sexos. En la senda de la literatura que denuncia las relaciones entre los sexos o propone establecer nuevos vínculos, se une a obras ya clasicas como de Ursula K. Le Guin.

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Los gritos recomenzaron. Un alto lúgar de piel blanca y morro caído salió al patio blandiendo una campana de latón, claramente perturbado por aquella ruptura de la rutina. Los niños ignoraron a la criatura sin cuello, asaltando a Maia con preguntas sobre su trenza, su planeado viaje, y el porqué había decidido faltar a la Ceremonia de Partida. Maia sintió una rara excitación al convertirse en lo que las madres llamaban un «mal ejemplo».

Entonces llegó al patio una figura más pequeña pero mucho más temible que el inquieto lúgar: la Sabia Madre Claire, con un punzón en la mano, miró fieramente a aquellos indignos mocosos var que deberían estar en clase… Los niños echaron a correr, aunque algunos de los más osados se atrevieron a despedirse por última vez de Maia antes de desaparecer. El inquieto lúgar siguió tocando la campana hasta que la matrona puso fin al clamor con un buen codazo.

Madre Claire se volvió y dirigió a Maia una mirada calculadora. Incluso en la vejez, era una Lamai perfecta. El ceño fruncido y los labios tensos, aunque severamente hermosa, siempre, por lo que Maia recordaba, siempre tenía aquella mirada de desdén. Pero ahora, en vez de la esperada furia por los rizos cortados de Maia, la mirada de la directora terminó con una sorprendente sonrisa.

—Bien —asintió Claire—. A la primera oportunidad has reclamado tu propia herencia. Bien hecho.

—Yo… —Maia sacudió la cabeza— no comprendo.

El antiguo desdén seguía allí, un desprecio igualitario por todo aquello que no fuera Lamai.

—Las mocosas del calor sois una lata —dijo Claire—. A veces desearía que las fundadoras de Stratos hubieran sido más radicales, y hubieran elegido apañárselas sin vuestra especie.

Maia jadeó. La observación de Claire era casi Perkinita en su herejía. Si la propia Maia hubiera dicho alguna vez algo remotamente parecido sobre las primeras madres, se habría ganado una azotaina.

—Pero Lysos fue sabia —continuó con un suspiro la vieja maestra—. Las veraniegas sois nuestra semilla salvaje. Nuestra herencia llevada por los vientos. Si quieres mi bendición, tómala, niña—var. Hunde tus raíces en alguna parte y florece, si puedes.

Maia sintió que las aletas de su nariz se dilataban.

—Nos expulsáis, sin darnos nada…

Claire se echó a reír.

—Damos mucho. ¡Una educación práctica y ninguna ilusión de que el mundo os debe favores! ¿Preferirías que os mimáramos? ¿Que os colocásemos en algún trabajo inútil, como hacen algunos clanes con sus vars? ¿O que os aleccionáramos para una prueba de servicio civil a cada cien pasos? Oh, eres lo bastante inteligente para tener una oportunidad, Maia, ¿pero luego qué? ¿Trasladarte a Caria City y dedicarte al papeleo el resto de tu vida? ¿Depender de un salario para comprar un apartamento e iniciar algún día un microclán de una ?

»¡Bah! ¡Puede que no seas Lamai entera, pero lo eres a medias! Encuentra y gana un nicho por ti misma. Si es bueno, escribe para decirnos qué has conseguido. Tal vez el clan te imite.

Maia tuvo la fuerza de decir lo que había querido expresar durante años.

—Hipócrita hi…

—¡Eso es! —la interrumpió Madre Claire, aún sonriendo—. Sigue escuchando a tu hermana. Leie sabe que ahí fuera hacen falta uñas y dientes. Ahora márchate. Márchate y enfréntate al mundo.

Con eso, la enervante mujer se dio la vuelta y condujo al manso lúgar más allá del viejo barrendero, siguiendo a sus pupilos hacia la clase donde los sonidos de las lecciones empezaron a llenar el aire frío y seco.

El patio, parte de su mundo desde hacía tanto tiempo, le pareció de repente a Maia cerrado, claustrofóbico. Las estatuas de las antiguas Lamai parecían más pétreas y gélidas que nunca. Gracias, Mamá Claire , pensó, reflexionando sobre sus palabras de despedida. Eso haré .

Y nuestra primera regla, si Leie y yo fundamos alguna vez nuestro propio clan, será… ¡nada de estatuas!

Maia encontró a Leie mordisqueando una manzana robada, apoyada contra la puerta de los mercaderes, mirando más allá de las gruesas murallas de la Fortaleza Lamatia hacia donde las calles empedradas confluían colina abajo, tras las nobles casas de los clanes de Puerto Sanger. En la distancia, una nube de ingrávidos e iridiscentes flotadores—zoor usaba las corrientes de aire para alzarse sobre los mástiles de la bahía, buscando desechos de la flota pesquera. Las criaturas daban un raro tinte festivo a la mañana, como las chillonas cometas—globo que los niños hacían volar el Día del Solsticio de Invierno.

Maia contempló el irregular corte de pelo de su gemela y su burdo atuendo.

—¡Lysos, espero no tener ese aspecto!

—Tus plegarias son respondidas —contestó Leie con un agrio ademán—. En la vida estarás así de bien. Coge.

Maia cazó al vuelo una segunda manzana. Naturalmente, Leie había robado dos. En cuestiones de salud, su hermana estaba empeñada en su bienestar. Su plan no funcionaría sin las dos.

—Mira. —Leie indicó con la barbilla la capilla del clan, en cuyo pórtico se había congregado un grupo de niñas del verano de cinco años. Rosin y Kirstin mordían dulces nerviosamente, procurando no llenarse de migas los trajes prestados. Ambas llevaban la trenza primorosamente atada con lazos azules, a punto para ser cortada en la ceremonia por la archivera del clan. En cínica conjetura, Leie apostó a que las pragmáticas madres venderían todo aquel pelo brillante a los colonos, que lo emplearían como material para nidos, a cambio de unas cuantas pintas de zec—miel.

Cada una de aquellas muchachas tenía cierto parecido de familia, pues habían tenido la misma madre que Maia y Leie. Con todo, las medio hermanas habían crecido sabiendo aún mejor que las gemelas lo que significaba ser única.

Deben de estar aún más asustadas que yo , se compadeció Maia.

En los oscuros recovecos de la capilla distinguió a varias Lamai mayores y a la sacerdotisa venida para oficiar desde el templo de la ciudad. Maia vio cómo encendían las velas, que iluminaban las letras grabadas que bordeaban el santuario de piedra con citas del Libro de las Fundadoras y, a lo largo de una pared entera, con el enigmático Acertijo de Lysos. Cerró los ojos y pudo visualizar cada metro tallado, sentir la áspera textura de las columnas, casi oler el incienso.

Maia no lamentaba su elección: haber seguido el ejemplo de Leie y rechazar toda la hipocresía. Y sin embargo…

—Idiotas —comentó Leie, despreciando a sus iguales con una mueca—. Quieres ver cómo se gradúan?

Tras una pausa, Maia respondió con un movimiento de cabeza. Recordó una estrofa del poeta Wayfarer.

El verano trae el sol
que se extiende sobre la tierra.
Pero el invierno permanece
para aquellos que comprenden.

—No. Salgamos de aquí.

Las madres del Clan Lamai se dedicaban a armar barcos y a las altas finanzas, así como a dirigir la ciudad—estado. De los diecisiete matriarcados importantes y los noventa menores de Puerto Sanger, el de Lamatia se contaba entre los más destacados.

Casi no se notaba, al caminar por los distritos de los mercados. Había algunas Lamai de pelo trenzado, orgullosas y uniformemente embutidas en sus kilts bien tejidos, caminando ante rechonchos lúgars de carga cubiertos de paquetes. Con todo, entre los rebosantes puestos y almacenes, había tan pocos miembros de la casta patricia como gente del verano, o incluso como hombres.

Había muchas gruesas y pálidas Ortyn a la vista, sobre todo allá donde se cargaban o descargaban artículos. Idénticas excepto por las cicatrices de hazañas individuales, las Ortyn de nariz chata apenas hablaban. Entre ellas las palabras resultaban innecesarias. Pocas de ese clan se convertían en sabias, eso estaba claro, pero su fuerza física y su habilidad como transportistas (manejando los temperamentales caballos de tiro) las hacían formidables en su nicho. «¿Para qué mantener y alimentar lúgars cuando puedes contratar a Ortyn para que lo muevan por ti?», rezaba un dicho local.

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