David Brin - Tiempos de gloria

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Tiempos de gloria: краткое содержание, описание и аннотация

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La joven Maia, una descastada nacida en verano, debe abandonar el clan de sus privilegiadas medio hermanas clones nacidas en invierno. Su difícil y peligroso viaje iniciático arranca en los muelles de Puerto Sanger y prosigue a bordo de uno de los barcos tripulados por los escasos hombres (menos de un veinte por ciento) que forman la población de Stratos, un mundo creado por y para las mujeres. Sólo el difícil y lejano éxito le permitirá ser la fundadora de un nuevo clan. Las manipulaciones genéticas de la Madre Fundadora Lysos han creado en Stratos un mundo nuevo y distinto, dominado por mujeres que se reproducen por clonación. Una nueva opción sociopolítica, tecnológica, ecológica y, sobre todo, en el ámbito de la relación entre ambos sexos. En la senda de la literatura que denuncia las relaciones entre los sexos o propone establecer nuevos vínculos,
se une a obras ya clasicas como
de Ursula K. Le Guin.

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—Tienes razón —le dijo al navegante—. Son coordenadas. Me pregunto por qué han reemplazado lo que había escrito antes. —Se volvió hacia el otro lado—. Leie, intentemos bajar a cero…

Sus palabras fueron interrumpidas por ondas de choque que reverberaron por toda la sala. Los ecos de estampidas se extendieron desde la entrada. Esta vez, no se trataba de un solo tiro de aviso, sino de una rápida serie de descargas seguidas de gritos. Los hombres que observaban la pantalla desde sus bancos se pusieron en pie de un salto y corrieron hacia la puerta, dispuestos a ayudar a sus camaradas de guardia en el pasillo. El navegante vaciló sólo un segundo antes de tomar la misma decisión y unirse al grupo.

Leie miró a Maia.

—Iré yo.

Maia sacudió la cabeza.

—No, debo ser yo. Pero si logran superarnos…

—Romperé el sextante —prometió Leie.

—¡Mientras tanto, reduce los números tanto como puedas! —gritó Maia mientras seguía a los hombres, cojeando. La rodilla se le había hinchado y le dolía más que nunca. Tras ella, el modelo del universo continuó su difusa carrera a lo largo de la pared.

Los marineros se apretujaban cerca de la esquina del pasillo. Los disparos habían cesado cuando ella llegó, y la conversación de los varones indicaba consternación y miedo; no un combate inminente. Maia tuvo que abrirse paso a codazos entre el fuerte olor a hombre. Cuando llegó a primera fila se quedó con la boca abierta. El médico del barco estaba arrodillado junto a la forma postrada del primer oficial del Manitú , intentando detener los borbotones de sangre que escapaban de una herida. Un cuchillo manchado de escarlata yacía en el suelo, muy cerca. No había rastro del capitán Poulandres.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó al alférez con el que había hablado antes. El joven parecía inquieto y estaba tan pálido como el herido.

—Era una trampa, señora. O tal vez las saqueadoras se han vuelto locas. Oímos muchos gritos. El capitán intentó calmarlas, pero pudimos ver que lo acusaban de algo. Una de ellas sacó un cuchillo mientras otra la emprendía a patadas con el capitán —gimió al recordar—. Se lo llevaron a rastras mientras nos disparaban desde ese lado, impidiéndonos intervenir.

Maldición , pensó Maia, conteniendo su natural impulso de conmiseración por el pobre Poulandres. ¡Contaba con que consiguiera tiempo, no con que provocara una guerra abierta! ¿Qué quedaba ahora, prepararse para el ataque con el que había amenazado Baltha?

El primer oficial murmuraba algo al médico. Maia se agachó para poder oírlo.

—… dijo que debíamos haber ayudado a las rads… El capitán no dejaba de preguntar cómo… ¿Cómo y por qué ayudaríamos a un puñado de únicas a hacerse con nuestro barco? Pero no quisieron escuchar…

Maia sintió un doloroso pinchazo en la rodilla herida cuando se apoyó en el suelo, junto al oficial.

—¿Qué has dicho? ¿Quieres decir que el Manitú se ha…?

—Ido… —Suspiró el marinero—. No dijeron cómo. Pero cogieron al capitán y… —Puso los ojos en blanco y perdió el conocimiento.

Tras un momento de aturdido silencio los hombres empezaron a discutir, muchos de ellos sacudiendo la cabeza con la irremediable pasividad de la desesperación.

—No veo otra posibilidad. ¡Tenemos que rendirnos!

—El capitán la cagó con algo que dijo. Deberíamos enviar otra delegación…

—¡Vendrán y nos cortarán en pedazos!

Alguien ayudó a Maia a incorporarse. De repente, pareció que todo el mundo la miraba.

Sólo porque os ayudé a salir de la cárcel, y os metí en un lío aún mayor, eso no me convierte en una líder , pensó cáusticamente, viendo el incipiente pánico en los ojos dilatados de los hombres. Privados de sus oficiales de rango, recurrían a las viejas costumbres de la infancia, buscando una figura autoritaria de mujer. La época del año no los ayudaba. «Indeciso como un hombre en invierno», decía un refrán. Sin embargo, Maia sabía que las estaciones por sí solas no eran decisivas. La tripulación podía plantar cara, si alguien mantenía a los hombres ocupados y aumentaba en ellos la necesidad de pasar a la acción. Vio a un veterano contramaestre junto al rincón, empuñando el rifle automático.

—¿Puedes encargarte de esta situación? —preguntó.

El veterano marinero asintió, sombrío.

—Sí, señora. Supongo. Sólo quedan la mitad de las balas, pero puedo esperar y hacer que cuenten.

Esa fiera declaración ayudó a cambiar un poco el estado de ánimo. Otros varones murmuraron que estaban de acuerdo. Maia asomó la cabeza a la esquina y contempló los oscuros pasillos.

—Hay un montón de basura y escombros en las habitaciones cercanas. Los más rápidos de vosotros podrían correr de una a otra, bien rápido para que ellas puedan distinguiros en la oscuridad, y lanzarlo todo al salón principal. Si no conseguimos levantar una barricada, al menos la basura servirá para refrenar una carga.

El alférez asintió.

—Buscaremos tablas y piedras… cosas que usar como armas.

—Bien. —Maia se volvió hacia el doctor—. ¿Qué podemos hacer, en caso de que usen humo?

El anciano se encogió de hombros.

—Rasgar trozos de tela, supongo. Humedecerlas con…

Un agudo grito a sus espaldas los interrumpió. Era la voz de Leie, que resonaba incluso aquí.

—¡Maia! ¡Ven a ver esto!

Dividida entre sus deberes en conflicto, Maia se mordió los labios. Si los hombres se venían abajo ahora, se rendirían o incluso algo peor en cuanto las saqueadoras decidieran atacar. Por otro lado, ni siquiera una tenaz resistencia serviría de mucho a la larga, a menos que se encontrase una solución definitiva. Y la esperanza para eso se encontraba al fondo del pasillo.

—Como oficial de rango, debería quedarme —le dijo el navegante, y Maia supo que tenía razón, según las normas. Pero las presentes circunstancias no eran normales.

—Por favor —instó—. Te necesitamos abajo. —Se volvió hacia el joven alférez—. ¿Pueden confiar en ti tu cofradía y tus compañeros?

El joven apenas era un año mayor que Maia. Sin embargo, se irguió y cuadró los hombros.

—Sí —respondió, y pareció tan aliviado como Maia al oír las palabras—. ¡Cuenta con ello! —dijo con determinación, y se volvió para encararse a los hombres. Unas breves órdenes complementaron las sugerencias de Maia.

—Muy bien —dijo el navegante, tranquilizado—. Pero démonos prisa.

Cuando se dieron la vuelta para recorrer el pasillo, Maia estuvo a punto de caerse, ya que su pierna izquierda amenazaba con ceder. El joven oficial la rodeó con un brazo, y la ayudó a avanzar cojeando hacia la sala que contenía la pared milagrosa. Tras ellos, sonidos de rápida y organizada actividad sustituyeron lo que, sólo unos momentos antes, había estado a punto de degenerar en pánico total. Durante el breve trayecto, Maia reflexionó. Algo le ha pasado al Manitú . Algo que hizo que las saqueadoras se retractaran de su promesa a Poulandres.

¿Había mencionado el primer oficial que tenía algo que ver con las rads? ¿Habían escapado Thalla y las otras prisioneras? La posibilidad alegraba a Maia, pero de una forma seca y sin esperanzas, pues todo aquello que irritara aún más a las piratas de arriba sólo aumentaba la amenaza allí abajo. Maia reprimió sus inquietudes mientras dejaba que el navegante la ayudara a acercarse a la luz de las estrellas que podía entrever. Por un momento, la ilusión fue completa. Como si la pantalla fuese sólo una gran abertura en la pared , deseó. Directo desde aquí a una noche de invierno .

Al llegar a la puerta, su compañero y ella dejaron escapar una exclamación al mismo tiempo, en alegre reconocimiento. Ante ellos, esparcida en un parpadeante firmamento parecido a una gran mancha, se encontraba la nebulosa de múltiples tentáculos conocida como la Garra. Se fue haciendo más pequeña, poco a poco, hasta que pautas familiares de estrellas se apiñaron a cada lado.

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