—Queremos al Exterior. No renunciaremos a su recuperación. Todo lo demás es negociable.
—Mm. Tendría que haber garantías, por supuesto.
—Por supuesto. —La mujer parecía acostumbrada a regatear—. Quizás a cambio de…
Baltha se sacudió visiblemente la perplejidad que le causaba la presencia de Maia. La var interrumpió ácidamente.
—Esto es una locura. Si supieran dónde está el alienígena, lo seguirían. Veo tu farol, capitán. No tienes nada con lo que negociar.
El marinero se encogió de hombros.
—Echa un vistazo detrás de nosotros. ¿Ves esa extraña luz? Incluso desde aquí, te darás cuenta de que hemos conseguido más que vosotras en casi dos días de búsqueda.
Baltha miró por encima de sus hombros y contempló los leves reflejos multicolores sobre la lejana pared. La frustración se dibujó en sus duros rasgos.
—Ayudadnos a recuperarlo, y os dejaremos vivir, y también el Manitú , cuando zarpemos.
Poulandres se mordió el labio inferior. Entonces, para sorpresa de Maia, asintió.
—Eso estaría bien… si creyéramos que podemos confiar en vosotras. Se lo diré a los hombres. Mientras tanto, un gesto de buena voluntad sería volver a conectar la luz. Dentro de un rato hablaremos de comida y agua. ¿Te parece bien por ahora, Maia?
¡Y un cuerno! , pensó ella. Sin embargo, contestó con un breve ademán. Sin duda, el capitán se limitaba a ganar tiempo.
Baltha hizo una mueca y se dispuso a responder, pero la otra mujer se lo impidió.
—Hablaremos entre nosotras y os enviaremos noticias dentro de una hora.
Las dos piratas se dieron la vuelta y se marcharon. Baltha lanzó una mirada envenenada por encima de su hombro cuando Maia y Poulandres empezaron a volver sobre sus pasos.
—¿De verdad estás dispuesto a entregar a Renna? —le preguntó Maia al hombre en voz baja.
—Eres una var. No sabes lo que representa que tantas vidas dependan de ti… —Poulandres hizo una pausa de varios segundos—. No pretendo cumplir ese trato endiablado, si puedo evitarlo. Pero no te lo tomes como una promesa, Maia. Por eso tenías que venir a este encuentro, para que lo supieras. Protege tus propios intereses. No siempre tienen por qué coincidir con los nuestros.
El honor de los marinos , pensó Maia. Está obligado a advertirme de que más tarde tal vez tenga que volverse en mi contra. Es un código extraño.
—Sabes que no pueden permitirse dejaros marchar —dijo—. Habéis visto demasiado. No pueden dejar que se conozcan sus identidades.
—Eso también depende —dijo Poulandres crípticamente—. Ahora mismo, lo importante es que hemos ganado un poco de tiempo.
¿Pero qué pasará cuando no quede tiempo? ¿Cuando a las saqueadoras se les acabe la paciencia? «Fuego o agua», ha dicho Baltha. Y si eso no funciona, si no pueden vencernos ellas solas, no descarto que busquen ayuda. Tal vez incluso recurran a sus enemigas.
No era descabellado imaginar a la banda llegando a un acuerdo con sus opuestas políticas, las Perkinitas, a cambio de lo que hiciera falta para destruir la ciudadela rocosa. En el fondo, ambos extremos tenían más en común de lo que parecía.
Los oscuros rasgos del joven navegante se relajaron de alivio cuando doblaron la esquina y volvió a poner el seguro al arma. Leie abrazó a Maia; ésta sintió que sus hombros se relajaban, la feroz tensión que no había notado hasta el momento cedía.
—Vamos —le dijo Maia a su gemela—. Volvamos al trabajo.
Pero fue difícil concentrarse al principio cuando Maia se plantó de nuevo ante el enorme atril de piedra, mirando alternativamente el pequeño sextante y la enorme y siempre cambiante pared. Su misión era encontrar un milagro, alguna pista para seguir a Renna fuera de aquel lugar. Sin embargo, la oferta de Baltha y la preocupante respuesta de Poulandres la enervaban. Suponiendo que lograra resolver el problema, ¿conseguiría eso tan sólo condenar a Renna,. y demostrar al final ser inútil para todos los demás?
Pronto, el fascinante panorama de pautas siempre cambiantes venció su resistencia, atrayéndola. Tanto, que apenas se dio cuenta cuando la hilera de mortecinas bombillas volvió a cobrar vida al fondo de la sala, prueba de que las saqueadoras consideraban al menos la posibilidad de mantener nuevas discusiones.
Fue Leie quien consiguió el siguiente logro, cuando descubrió que el sextante podía ser empleado para cambiar la escena de la pared. Jugando con los diales graduados, que Maia normalmente usaba para leer los ángulos relativos de las estrellas, Leie giró uno mientras la pequeña herramienta estaba conectada al enchufe de datos. ¡De inmediato las pautas cambiaron, a izquierda y a derecha! Se movieron hacia arriba cuando giró la otra rueda, desapareciendo por la parte superior de la pantalla a medida que nuevas formas aparecían por abajo.
—¡Impresionante! —comentó Maia, probándolo ella misma. Aquello confirmaba lo que ya sospechaba: que la gran pared—pantalla era sólo una ventana hacia algo mucho más grande, un reino simulado que se extendía mucho más allá de los bordes rectangulares que tenían delante. Sus límites teóricos podían estar a cientos de metros figurados más allá de aquella sala. Quizá no tuviera límite.
Sus ojos seguían buscando analogías entre las pautas giratorias. En un momento dado eran dedos peludos entrelazados. Al siguiente, chocaban como olas espumosas contra una orilla. Configuraciones convulsas se rebullían sin detenerse en los bordes de la pantalla. Al girar una pequeña rueda del sextante, las humanas podían seguirlas, pero sólo en abstracto, como observadoras. Únicamente las propias formas conocían la auténtica libertad. Parecían no tener necesidades, no temer ninguna amenaza, no admitir ninguna limitación física. Aquella idea producía a Maia una sensación de libertad inenarrable, que envidiaba.
¿Se cambió de algún modo Renna a sí mismo? , se preguntó. ¿Conocía una forma secreta de unirse al mundo de ahí dentro, dejando atrás éste de roca y carne? Era una idea fantástica. ¿Pero quién sabía qué poderes había desarrollado el Phylum durante los milenios transcurridos desde que las Fundadoras establecieron un mundo de estabilidad pastoral en Stratos, apartándose de la «locura» de una era científica?
Impulsivamente, Maia intentó pulsar los botones que habían encontrado antes en el enorme podio, cerca de los pequeños agujeros. Pero demostraron ser tan inútiles como antes. Quizá controlaban realmente algo tan corriente como las luces de la sala.
Entonces Leie hizo otro descubrimiento. Doblando uno de los brazos del sextante consiguió otro tipo de movimiento simulado. Varios de los hombres que estaba observando, transfigurados, gimieron de asombro cuando el punto de vista compartido pareció de repente saltar hacia delante, dejando atrás los simulacros de primer término, abriéndose paso entre objetos tan intangibles como nubes.
Maia también lo sintió. Una oleada de vértigo, como si todos cayeran juntos a través de un cielo infinito. Jadeando momentáneamente, tuvo que apartar la mirada y descubrió que con las manos se aferraba al atril de piedra. Una mirada a los otros le demostró que no era la única. Los anteriores logros habían sido sorprendentes, pero no tanto como éste. Nunca había oído hablar de una simulación de vida en tres dimensiones. La velocidad de la «caída» pareció aumentar. Formas que habían dominado la escena se ampliaron, revelando detalles de sus estructuras convulsas. Las centrales se dirigieron hacia fuera y las de los bordes desaparecieron.
La sensación de caída era una ilusión, naturalmente, y con un poco de concentración Maia pudo hacer que se evaporara en un súbito reajuste mental. Moverse «hacia delante» pareció ser ahora un ejercicio para explorar detalles . Los objetos centrados ante ellas se sometían a escrutinio, revelando sus estructuras internas cada vez más y más finas. No parecía haber límite a lo minuciosamente que podía ser explorada una formación.
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