Arthur Clarke - El martillo de Dios

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En el siglo XXII, los humanos habitan la Luna y Marte; una veterana de guerra ha fundado Crislam, doctrina religiosa impartida a través de módulos de realidad virtual; no queda comida natural, pero reciclando desechos se consigue cualquier plato; los pisos son pequeños, pero el Papa se opone a cada nuevo avance…
La aparición de un asteoide que amenaza con caer sobre la tierra plantea el gran dilema de fondo: ¿hay que destruirlo en el espacio? ¿No será mejor dejar que caiga y contribuya a arreglar el problema de la superpoblación de la tierra?
Con esos elementos, Clarke recupera las dotes que lo convirtieron en maestro del género: perspicacia para plantear un futuro lejano pero ya visible, capacidad de retar al intelecto del lector al tiempo que lo entretiene, y una ironia cargada de ingenio contundente.

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— El equipo del MIT acaba de llegar — anunció el observador de la COI a través del circuito público—. La maratón empezará dentro de quince minutos.

— Por favor, confirmen que todos sus sistemas operan bien: —susurró la voz del juez de salida en el oído de Robert Singh—. ¿Número Uno?

— Afirmativo.

—¿Número Dos?

— Si.

—¿Número Tres?

— Sin problemas.

Pero no hubo respuesta por parte del Número Cuatro, del CalTec: estaba caminando en forma muy desmañada, alejándose de la línea de partida.

«Eso deja nada más que seis de nosotros», pensó Singh, experimentando un breve destello de compasión: ¡qué mala suerte haber hecho todo el viaje desde la Tierra nada más que para sufrir una falla del equipo en el último momento! Pero la realización adecuada de pruebas habría sido imposible allá: ningún simulador habría sido lo suficientemente grande; acá sólo era necesario salir por la esclusa de aire para encontrar suficiente vacío como para satisfacer a cualquiera.

— Comienza la cuenta regresiva. Diez. nueve. ocho….

Ese no era uno de esos acontecimientos que se podían ganar o perder en la línea de largada. Singh esperó hasta bien después de «cero», estimando con cuidado su ángulo de lanzamiento antes de despegar.

Mucho trabajo de matemática intervino en todo eso: casi un milisegundo de tiempo de las computadoras de AriTec se había dedicado a la resolución del problema. La gravedad de la Luna, que era un sexto de la terrestre, constituía el factor más importante, pero en modo alguno el único: la rigidez del traje, el régimen óptimo de admisión de oxígeno, la carga térmica, la fatiga… a todos éstos se los había tomado en cuenta. Y al principio había sido necesario zanjar una polémica de larga data, que se remontaba a los días de los primerísimos hombres que pisaron la Luna: ¿qué era mejor, ir a los brincos o dar saltos largos?

Ambos estilos funcionaban bastante bien, pero no había precedentes para lo que Singh estaba intentando ahora. Hasta hoy, todos los trajes espaciales habían sido cosas voluminosas que restringían la movilidad y le agregaban tanta masa al portador que se precisaba hacer un esfuerzo para iniciar el desplazamiento y, a veces, un esfuerzo igual para detenerlo. Pero ese traje era muy diferente.

Robert Singh había tratado de explicar esas diferencias, sin revelar los secretos de su fabricación, durante una de las inevitables entrevistas que tuvieron lugar antes de la carrera.

—¿Cómo pudimos hacerlo tan liviano? — había respondido a la primera pregunta—. Bueno, no se lo diseñó para que se lo use de día.

—¿Por qué importa eso?

— No necesita un sistema de disipación térmica. El Sol puede suministrarle más de un kilovatio. Ese es el motivo por el que corremos de noche.

— Oh, justamente me preguntaba eso. Pero, ¿no van a enfriarse demasiado? ¿La noche lunar no tiene una temperatura de un par de centenares de grados bajo cero?

Singh se las arregló para no sonreír ante una pregunta tan tonta:

— El cuerpo genera todo el calor que necesita, aun en la Luna. Y, si está corriendo una maratón, mucho más que el que necesita.

— Pero, realmente pueden correr, envueltos como una momia?

—¡Espere y verá!

Había hablado con suficiente confianza, en la seguridad del estudio. Pero ahora. parado ahí afuera, sobre la estéril llanura lunar, la frase «como una momia» volvió a atormentarlo. No era la más alentadora de las comparaciones.

Se consoló con la idea de que, en realidad, no era muy precisa: no estaba envuelto con vendas sino envainado en dos vestimentas ceñidas al cuerpo, una activa, una pasiva. La interior, hecha con algodón, lo rodeaba desde el cuello hasta los tobillos y llevaba una muy apretada red de tubos delgados y porosos para eliminar la transpiración y el exceso de calor. Encima de aquélla iba el traje externo protector, resistente, pero flexible en extremo, hecho con un material parecido al caucho, y afianzado por un cierre anular obturador a un casco que brindaba visibilidad en un ángulo de ciento ochenta grados. Cuando Singh preguntó «¿Por qué no con visibilidad todo alrededor?», se le dijo con firmeza: «Cuando estás corriendo, nunca miras para atrás».

Bueno, ahora era el momento de la verdad. Mediante el empleo de ambas piernas al mismo tiempo se lanzó hacia arriba en un ángulo bajo, haciendo deliberadamente el menor esfuerzo posible. No obstante, al cabo de dos segundos había alcanzado el punto más elevado de su trayectoria y estaba desplazándose en forma paralela a la superficie lunar, a unos cuatro metros por encima de ella. Ese sería un nuevo récord en la Tierra, donde durante medio siglo el salto en alto se había quedado estancado en poco menos de tres metros.

Durante un instante, cuando su cuerpo quedó completamente horizontal en el espacio, el tiempo se frenó. Singh estaba consciente de la curva ininterrumpida del horizonte. La luz de la Tierra, que caía oblicua por sobre el hombro derecho, producía la extraordinaria ilusión de que el Sinus Iridium estaba cubierto con nieve. Todos los demás corredores estaban adelante de Singh, algunos ascendiendo, otros cayendo, a lo largo de sus poco amplias parábolas; y uno iba a caer de cabeza… Por lo menos, él no había cometido ese vergonzoso error de cálculo.

Descendió sobre los pies, levantando una nubecita de polvo. Al tiempo que permitía que el impulso lo hiciera rotar hacia adelante, aguardó a que su cuerpo hubiera oscilado hasta formar un ángulo recto, antes de volver a rebotar hacia arriba.

El secreto de correr carreras lunares consistía, tal como descubrió rápidamente, en no saltar tan alto como para caer en un ángulo demasiado empinado y perder impulso al producirse el impacto. Después de varios minutos de experimentación halló el punto medio correcto y aquietó la marcha hasta darle un ritmo regular. ¿Cuán rápidamente se estaba desplazando? No había manera de darse cuenta en ese terreno carente de rasgos distintivos pero se hallaba a más de la mitad de camino del mojón indicador del primer kilómetro.

Lo que era más importante: había dejado atrás a todos los otros; nadie más se encontraba dentro de un radio de cien metros. A pesar del consejo de «nunca mires para atrás», se pudo permitir el lujo de comprobar cómo iba la competencia. No lo sorprendió en lo más mínimo el descubrimiento de que, ahora, únicamente quedaban otros tres competidores en la carrera.

— Me estoy sintiendo solitario aquí afuera — dijo—. ¿Qué pasó?

Se suponía que ese era un circuito privado, pero Singh tenía sus dudas: casi con certeza, los demás equipos y los medios de prensa habrían de estar controlándolo.

— Goddard tuvo una fuga lenta de gas. ¿Cuál es tu situación?

— Condición 7

Quienquiera que escuchase podría adivinar muy bien lo que significaba eso. No importaba. Se suponía que el siete era un número de buena suerte, y Singh tenía la esperanza de poder continuar usándolo hasta el final de la carrera.

— Recién pasas uno de los hitos electrónicos — dijo la voz que le sonaba en el oído—. Tiempo transcurrido: cuatro minutos, diez segundos. El Número Dos está cincuenta metros detrás de ti, conservando su distancia.

«Yo tendría que dar más que eso», pensó Singh, «aun en la Tierra, cualquiera puede hacer un kilómetro en cuatro minutos. Pero recién estoy entrando en carrera.»

En la señal indicadora del segundo kilómetro, Singh había adoptado un ritmo cómodo y constante y cubierto la distancia en algo menos de cuatro minutos. Si pudiera conservar ese régimen de marcha — aunque, claro está, eso era imposible—, llegaría a la línea de arribo dentro de unas tres horas. Nadie sabía realmente cuánto tardaría cubrir a la carrera, en la Luna, los tradicionales cuarenta y dos kilómetros de la maratón. Las conjeturas habían oscilado entre un tiempo sumamente optimista de dos horas, hasta uno de diez. Singh esperaba poder conseguirlo en cinco.

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