Arthur Clarke - El martillo de Dios

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En el siglo XXII, los humanos habitan la Luna y Marte; una veterana de guerra ha fundado Crislam, doctrina religiosa impartida a través de módulos de realidad virtual; no queda comida natural, pero reciclando desechos se consigue cualquier plato; los pisos son pequeños, pero el Papa se opone a cada nuevo avance…
La aparición de un asteoide que amenaza con caer sobre la tierra plantea el gran dilema de fondo: ¿hay que destruirlo en el espacio? ¿No será mejor dejar que caiga y contribuya a arreglar el problema de la superpoblación de la tierra?
Con esos elementos, Clarke recupera las dotes que lo convirtieron en maestro del género: perspicacia para plantear un futuro lejano pero ya visible, capacidad de retar al intelecto del lector al tiempo que lo entretiene, y una ironia cargada de ingenio contundente.

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Y así, el ganador de la primera maratón lunar, junto con la mayoría de la diseminada especie humana, contempló, dominado por una admiración reverencial, cómo Karl Gregorios, su organismo adaptado al vacío absoluto, realizaba, en un tiempo récord de dos minutos, su carrera de un kilómetro desde un extremo al otro de la Bahía de los Arcos Iris, con el cuerpo tan desnudo como el de sus ancestros griegos en las primerísimas Olimpíadas, tres mil años atrás.

10

Una máquina para habitar

Después que se hubo graduado en AriTec con notas sospechosamente altas, el astroespecialista Robert Singh no tuvo dificultades para conseguir un puesto de ingeniero ayudante (propulsión) en uno de los trasbordadores que hacían la ruta regular Tierra-Luna, a los que, por algún motivo ya olvidado para ese entonces, se conocía popularmente como tren lechero. Esto le convenía a las mil maravillas porque, para sorpresa de él, Freyda ahora había descubierto que la Luna era un sitio interesante después de todo: decidió pasar allá unos años, especializándose en el equivalente lunar de las fiebres por el oro que otrora habían tenido lugar en la Tierra. Pero lo que los exploradores de minas habían buscado desde hacía mucho en la Luna era algo mucho más valioso que el, ahora común y corriente, metal.

Era agua o, para decirlo con más precisión, hielo. Aunque las eternidades de bombardeo y ocasional vulcanismo que habían revuelto los centenares de metros superiores de la superficie de la Luna habían eliminado hacía mucho todo vestigio de agua, ya fuere líquida, sólida o gaseosa, todavía quedaba la esperanza de que muy en lo profundo del subsuelo cercano a los polos, donde la temperatura siempre estaba muy por debajo de la de congelación, podría haber estratos de hielo fósil, remanente de los días en los que la Luna se condensó a partir de los detritos primordiales del Sistema Solar.

La mayoría de los selenólogos creía que esa era pura fantasía, pero habían existido suficientes indicios tentadores como para mantener vivo el sueño. Freyda fue asaz afortunada al ser uno de los miembros del equipo que descubrió la primera de las minas de hielo del Polo Sur. Esto no sólo habría de transformar la economía de la Luna de modo fundamental, sino que ejerció un impacto inmediato, y sumamente beneficioso, sobre la economía de los Singh-Carroll: entre los dos, ahora poseían suficiente crédito como para alquilar un Fullerhogar y vivir en cualquier parte de la Tierra que les pluguiera.

En la Tierra. Todavía esperaban pasar mucho de su vida en alguna otra parte, pero estaban ansiosos por tener un hijo: si nacía en la Luna, nunca tendría la fuerza física necesaria para visitar el mundo de sus padres. Un embarazo en condiciones de gravedad de un g, por otro lado, le brindaría la libertad del Sistema Solar.

También estuvieron de acuerdo en que la primera ubicación del hogar debía ser el desierto de Arizona. Aunque ahora se estaba llenando bastante con gente, todavía quedaba mucho de la geología originaria sobre la que Freyda podría encaramarse. Y era el terreno que guardaba más analogía con Marte, al que ambos estaban decididos a visitar algún día, «antes de que lo echen a perder», como bromeaba Freyda, aunque la broma sólo lo era a medias.

El problema más difícil era el de decidir qué modelo de Fullerhogar debían elegir de entre las muchas variedades disponibles. Así llamados en honor del gran ingeniero y arquitecto del siglo XX Buckminster Fuller, y utilizando tecnologías con las que Fuller había soñado, pero nunca vivido para ver, los hogares virtualmente eran completos en sí mismos y podían mantener a sus ocupantes durante un tiempo casi infinito.

La energía la suministraba una unidad fusionadora sellada, que necesitaba que cada tantos años se la volviera a llenar hasta el tope con agua enriquecida. Tan modesto nivel de energía era por completo adecuado para cualquier hogar bien diseñado, y noventa y seis voltios de corriente continua sólo podían electrocutar al suicida más decidido.

A los clientes con mentalidad técnica que preguntaban «¿Por qué noventa y seis voltios?», el Consorcio Fuller les explicaba pacientemente que los ingenieros eran animales de costumbres: hacía nada más que un par de siglos, los sistemas de doce y de veinticuatro voltios habían sido la norma, y la aritmética habría sido mucho más sencilla si los seres humanos hubieran tenido doce dedos en vez de diez.

Se había necesitado casi un siglo para conseguir la aceptación pública general del rasgo más controvertido del Fullerhogar: el sistema para reciclaje de alimentos. No hay duda de que había pasado aún más tiempo, en los comienzos de la Edad de la Agricultura, hasta que los cazadores-recolectores hubieron superado la repugnancia a esparcir estiércol sobre su futuro alimento. Durante miles de años, los pragmáticos chinos fueron aún más lejos, al emplear sus propios excrementos para fertilizar los arrozales.

Pero los prejuicios y los tabúes alimentarios se cuentan entre los más poderosos de los que controlan el comportamiento humano y, a menudo, la lógica no es suficiente para superarlos: reciclar alimentos en los campos, con la ayuda de la buena y limpia luz solar era una cosa; hacerlo en la propia casa de uno mediante misteriosos dispositivos eléctricos, otra completamente distinta. Durante mucho tiempo, el Consorcio Fuller argumentó en vano:

— Ni siquiera Dios puede establecer la diferencia entre un átomo de carbono y otro. — La mayoría de los miembros del público estaba convencida de que ella podía.

Al final venció el aspecto económico, como es lo usual en estos casos: no tener que volver a preocuparse jamás por facturas de comida y contar en la memoria del Cerebro del Hogar con una gama de menús virtualmente ilimitada era una tentación que pocos pudieron resistir. A cualesquiera escrúpulos que pudieran haber quedado los superó un dispositivo transparentemente simple, pero eficaz: se podía proveer, en calidad de accesorio optativo, un pequeño jardín; aunque el sistema de reciclaje podía funcionar igualmente bien sin él la visión de hermosas flores que giraban la corola hacia el Sol ayudaba a apaciguar muchos estómagos delicados.

Sólo había habido dos propietarios anteriores del Fullerhogar que Freyda y Robert alquilaron (el Consorcio nunca los vendía) y el «Tiempo Medio hasta Ocurrencia de Fallas» garantizado para las unidades principales era de quince años: para ese entonces, los inquilinos habrían de necesitar otro modelo, suficientemente grande como para alojar también a un adolescente lleno de energías.

Por algún motivo, nunca aceptaron la idea de solicitarle al Cerebro que les diera los saludos de costumbre dejados por los ocupantes anteriores: ambos tenían sus pensamientos y sueños fijados con demasiada firmeza en un futuro del que, como ocurre con todas las parejas jóvenes, no podían creer que alguna vez llegara a su fin.

11

Adiós a la Tierra

Toby Carroll Singh nació en Arizona, tal como habían planeado sus padres. Robert siguió sirviendo en el trasbordador Tierra-Luna, ascendiendo hasta el puesto de ingeniero superior y hasta rechazando la posibilidad de ir a Marte, ya que no deseaba estar lejos de su bebé durante meses cada vez.

Freyda permaneció en la Tierra y, de hecho, raramente viajaba a la Mancomunión Norteamericana. Aunque había desistido de las salidas de campo, pudo proseguir sus investigaciones sin reducirles la intensidad, y con comodidad considerablemente mayor, a través de bancos de datos y representación satelital de imágenes. Para esos momentos era una broma antigua la que decía que la geología había dejado de ser una profesión para corpulentos hombres de pelo en pecho, puesto que los algoritmos para procesamiento de imágenes habían reemplazado a los martillos.

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