¡Athor de vuelta al trabajo teórico! ¡Resultaba difícil de imaginar! ¿De qué podía tratarse? ¿Había publicado algún novato un artículo atacando la Ley de la Gravitación Universal? No, pensó Sheerin…, nadie se atrevería.
—¿Y tú? —preguntó—. No has dicho ni una palabra acerca de lo que has hecho mientras yo estaba fuera.
—¿Qué es lo que crees que hice, Sheerin? ¿Ir a practicar el vuelo con motor en las montañas? ¿Asistir a las reuniones de los Apóstoles de la Llama? ¿Seguir un curso de ciencias políticas? Leí libros. Di mis clases. Realicé mis experimentos. Aguardé a que volvieras a casa. Planeé la cena que cocinaría cuando tú volvieras. ¿Estás seguro de que no has empezado a seguir alguna dieta?
—Por supuesto que no. —Dejó que su mano descansara afectuosamente sobre la de ella por un momento—. Pensé en ti todo el tiempo, Liliath.
—Estoy segura de que lo hiciste.
—Y soy incapaz de esperar hasta la hora de la cena.
—Al menos eso suena plausible.
La lluvia se hizo repentinamente más densa. Una gran masa de agua golpeó el parabrisas, y todo lo que pudo hacer Liliath fue mantener el coche en la carretera, no sin cierta dificultad. El cielo se oscureció otro grado o dos a medida que empeoraba la tormenta. Sheerin se encogió ante la creciente oscuridad de fuera y clavó la vista en los brillantemente iluminados controles del tablero del coche para reconfortarse.
No deseaba permanecer más tiempo en el espacio cerrado del coche. Deseaba salir a los campos abiertos, con o sin tormenta. Pero eso era una locura. Se empaparía en un instante ahí fuera. Incluso podía ahogarse, los charcos eran tan profundos.
Piensa en cosas agradables, se dijo. Piensa en cosas cálidas y brillantes. Piensa en la luz del sol, la dorada luz de Onos, la cálida luz de Patru y Trey, incluso la helada luz de Sitha y Tano, la débil luz roja de Dovim. Piensa en la cena de esta noche. Liliath ha preparado un festín para darte la bienvenida en tu regreso. Y Liliath es tan buena cocinera.
Se dio cuenta de que seguía sin tener la menor hambre. No en un miserable día gris como éste, tan oscuro…, tan oscuro…
Pero Liliath era muy sensible acerca de su cocina. Sobre todo cuando cocinaba para él. Comería todo lo que le pusiera delante, decidió, aunque tuviera que hacerlo por la fuerza. Era una idea curiosa ésta, pensó: ¡Él, Sheerin, el gran glotón, pensando en comer por la fuerza!
Liliath le miró ante el sonido de su carcajada.
—¿Qué es tan divertido?
—Yo…, hum…, que Athor haya vuelto a la investigación —dijo apresuradamente—. Después de contentarse durante tanto tiempo en ser el Señor Sumo Emperador de la Astronomía y realizar un trabajo puramente administrativo. Tendré que llamar enseguida a Beenay. ¿Qué demonios puede estar ocurriendo en el observatorio?
Éste era el tercer día de Siferra 89 de vuelta en la Universidad de Saro, y todavía no había parado de llover. Qué refrescante contraste con el reseco entorno desértico de la península Sagikana. No había visto llover desde hacía tanto tiempo que se sintió maravillada ante la simple idea de que el agua pudiera caer del cielo.
En Sagikán, cada gota de agua era enormemente preciosa. Calculabas su uso con la mayor precisión y reciclabas toda la reciclable. Aquí, en cambio, caía del cielo como de algún gigantesco depósito que nunca llegaría a secarse. Sheerin sintió un poderoso impulso de despojarse de sus ropas y correr por el extenso y verde césped del campus, dejando que la lluvia resbalara por su cuerpo en un interminable y delicioso chorro que la lavara hasta despojarla de la última mota de polvo del desierto.
Eso era lo último que el campus necesitaba ver. ¡Aquella fría, solitaria y poco romántica profesora de arqueología, Siferra 89, corriendo desnuda bajo la lluvia! Valdría la pena hacerlo aunque sólo fuera para disfrutar del espectáculo de sus asombrados rostros mirando a través de cada ventana de la universidad mientras ella pasaba corriendo por delante.
Sin embargo, pensó Siferra, no es muy probable que lo haga.
No es en absoluto mi estilo.
Y, además, había mucho que hacer por otros lados. No había esperado ni un momento para ponerse a trabajar. La mayoría de los artefactos que había excavado en el yacimiento de Beklimot la seguían por vía marítima, y no llegarían a la universidad hasta dentro de unas semanas. Pero había mapas que trazar, bocetos que pulir, las fotografías estratigráficas de Balik que analizar, las muestras del suelo que preparar para el laboratorio de radiografía, más de un millón de cosas que hacer. Y luego, además, estaban las tablillas de Thombo que discutir con Mudrin 505 del Departamento de Paleografía.
¡Las tablillas de Thombo! ¡El hallazgo de hallazgos, el primer descubrimiento en todo aquel año y medio! O eso creía. Por supuesto, todo dependía de si alguien podía extraerles algún sentido. En cualquier caso, no sería una pérdida de tiempo poner a Mudrin a trabajar en ellas. Como mínimo, las tablillas eran algo fascinante. Pero podían ser mucho más que eso. Había la posibilidad de que revolucionaran todo el estudio del mundo prehistórico. Por eso no las había confiado a las rutas marítimas, sino que las había traído consigo personalmente desde Sagikán.
Llamaron a la puerta.
—¿Siferra? ¿Siferra, estás aquí?
—Pasa, Balik.
El estratígrafo de amplios hombros estaba empapado.
—Esta maldita lluvia abominable —murmuró mientras se sacudía—. ¡No creerás cómo me he empapado con sólo cruzar el patio desde la Biblioteca Uland hasta aquí!
—Me encanta la lluvia —dijo Siferra—. Espero que no cese nunca. Después de todos estos meses cociéndonos en el desierto, con arena en los ojos todo el tiempo, polvo en la garganta, el calor, la sequía… ¡No, dejemos que llueva, Balik!
—Pero veo que tú te quedas dentro de casa. Es mucho más fácil apreciar la lluvia cuando la contemplas desde una acogedora oficina seca. ¿Estás jugando de nuevo con tus tablillas?
Señaló las seis irregulares y maltratadas losetas de dura arcilla roja que Siferra había dispuesto encima de su escritorio en dos grupos de a tres, las cuadradas en una hilera y las oblongas en otra.
—¿No son hermosas? —exclamó Siferra, exultante—. No puedo dejarlas solas. No dejo de mirarlas como si de pronto pudieran volverse inteligibles con sólo mirarlas el tiempo suficiente.
Balik se inclinó hacia delante y agitó la cabeza.
—Marcas de patas de pollos. Eso es lo que a mí me parecen.
—¡Oh, vamos! Yo ya he identificado distintos esquemas de palabras —dijo Siferra—. Y no soy paleógrafa. Aquí, mira…, ¿ves este grupo de seis caracteres? Se repite aquí. Y esos tres, con las cuñas compensadas…
—¿Las ha visto ya Mudrin?
—Todavía no. Le he pedido que se pasara por aquí un poco más tarde.
—¿Sabes que ya se ha difundido la noticia de lo que hemos encontrado? ¿Los sucesivos emplazamientos de ciudades de Thombo?
Siferra le miró sorprendida.
—¿Qué? ¿Quién…?
—Uno de los estudiantes —dijo Balik—. No sé quién…, Veloran supongo, aunque Eilis piensa que ha sido Sten. Supongo que era inevitable, ¿no?
—Les advertí que no dijeran nada a…
—Sí, pero son chicos, Siferra, sólo chicos, ¡con diecinueve años y en su primera excavación importante! Y la expedición tropieza con algo absolutamente asombroso…, siete ciudades prehistóricas desconocidas hasta ahora una encima de la anterior, retrocediendo hasta sólo los dioses saben cuántos miles de años…
—Nueve ciudades, Balik.
—Siete, nueve, sigue siendo colosal de todos modos. Y yo creo que son siete. —Sonrió.
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