Robert Silverberg - El hombre estocástico

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Lew Nichols se dedica a formular predicciones estocásticas, una mezcla de análisis sumamente perfeccionado y de conjeturas basadas en informaciones sólidas. Estas predicciones son el enfoque más aproximado a la predicción del futuro que el ser humano es capaz de realizar a finales del siglo XX. En manos de Nichols, constituyen un instrumento de asombrosa exactitud, y su notable capacidad le gana un importante puesto en el equipo de Paul Quinn, el ambicioso y carismático alcalde de la prácticamente ingobernable ciudad de Nueva York, cuyas ambiciones se cifran en alcanzar la presidencia de Estados Unidos en 2004.
A pesar de su efectividad, las predicciones estocásticas no tienen nada de paranormal. Nichols adivina el futuro, pero no puede “verlo” realmente. Ese es el extraordinario don que se ofrece a enseñarle el misterioso Martin Carvajal, el de un conocimiento totalmente clarividente del futuro. Obsesionado por ayudar a Quinn a llegar a la Casa Blanca, Nichols no puede desperdiciar la oportunidad, a pesar de sobrecogerse al observar el efecto que causa en Carvajal el conocimiento de todos y cada uno de los actos de su propia vida, incluyendo el de su muerte.
“El hombre estocástico” constituye una exploración a fodo y enormemente satisfactoria de uno de los conceptos básicos de la ciencia ficción. La trama, de gran perfección, muestra a su autor, Robert Silverberg, en una de sus más brillantes facetas.

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Y ¿dónde estaba la policía mientras tanto? Los ví por aquí y por allá, algunos intentando desesperadamente contener la creciente marea del desorden, otros cediendo y uniéndose a él; ví a policías con rostros encendidos y mirada febril uniéndose a las disputas callejeras y transformándolas en fieros combates; a policías comprando drogas a vendedores callejeros; a policías desnudos de cintura para arriba abrazados a muchachas desnudas en los bares; a policías rompiendo rudamente los parabrisas de los coches con sus porras. La locura general se hizo contagiosa. Tras toda una semana de lento incubamiento de aquel ambiente apocalíptico, de grotesca tensión, nadie podía aferrarse demasiado a su sentido de cordura.

La medianoche me cogió en Times Square. La vieja costumbre, desde hacía mucho tiempo abandonada en aquella ciudad decrépita: miles, cientos de miles de personas, una enorme multitud apiñándose entre las calles Cuarenta y seis y Cuarenta y dos, cantando, gritando, besándose, tambaleándose. De repente sonó la hora. En el cielo se encendieron deslumbrantes antorchas. Las cúpulas de los rascacielos resplandecientes de luz. ¡El año 2000! ¡El año 2000! ¡Había llegado mi cumpleaños! ¡Feliz cumpleaños! ¡Feliz, feliz, feliz!

Estaba borracho. Había perdido la cabeza. Aquella historia generalizada me arrastraba. Me encontré buscando con mis manos los pechos de alguien, apretándolos, oprimiendo mi boca contra otra boca, y sentí un cuerpo húmedo y cálido contra el mío. La marea humana se embraveció, y nos vimos arrastrados el uno lejos del otro; me desplacé en medio de aquella marea, abrazando, riendo, intentando no perder el aliento, dando saltos, cayéndome, trastabillando, viéndome casi pisoteado por mil pares de pies.

—¡Fuego! —gritó alguien; y, de hecho, vimos llamas que danzaban en lo alto de un edificio de la calle Cuarenta y cuatro. ¡Tenían un tono naranja tan bello! Comenzamos todos a jalear y a aplaudir. Aquella noche nos sentíamos todos como Nerón, pensé, y me ví arrastrado hacia adelante, en dirección sur. No podía ver ya las llamas, pero el olor a humo inundaba toda la zona. Sonaron sirenas. Más sirenas ululantes. Era el caos, el caos, el caos. Entonces sentí una sensación como la de un puño que me golpease en la nuca, caí de rodillas en un espacio abierto, mareado, y me cubrí el rostro con las manos como para defenderme del siguiente golpe, pero no hubo golpe alguno, sólo una catarata de visiones. Sí, visiones. Un asombroso torrente de imágenes corrió tumultuoso por mi cerebro. Me ví a mí mismo viejo y desgastado, tosiendo en una cama de hospital, totalmente rodeado de una brillante celosía compuesta por aparatos médicos; me ví nadando en una clara laguna de montaña; me ví golpeado y levantado por el oleaje de una playa tropical. Vislumbré el misterioso interior de un enorme, incomprensible y cristalino mecanismo. Me encontraba de pie al borde de un campo de lava, contemplando la tierra que hervía y burbujeaba a mis pies como en el primer día de la creación. Me asaltó una cascada de colores. Oí voces que me susurraban, que me hablaban en fragmentos, en trocitos pulverizados de palabras y finales de frase. Esto es un «viaje», me dije a mí mismo, un «viaje», un «viaje», un «viaje» pésimo; pero aun el peor de los «viajes» termina alguna vez; entonces me agaché, temblando, intentando no oponerme, dejando que aquella pesadilla me dominase y luego fuese esfumándose poco a poco. Pudo haber durado horas y horas, puede que sólo un minuto. En un momento de claridad me dije a mí mismo: «Esto es ver », así es como empieza, como una fiebre, como un ataque de locura. Me recuerdo a mí mismo diciéndome precisamente eso.

Me recuerdo también vomitando, echando lejos de mí aquella espantosa combinación de licores en espasmos rápidos y potentes, y luego revolviéndome en mi propio charco de pestilencia, débil, tembloroso, incapaz de incorporarme. Y entonces, como la ira de Júpiter, vinieron los truenos, majestuosos e innegables. Después de la primera y aterradora descarga, se produjo un gran silencio. En toda la ciudad se interrumpió aquella dantesca Saturnalia, según sus habitantes se iban quedando quietos y levantaban los ojos llenos de asombro y terror hacia los cielos. ¿Qué iba a ocurrir ahora? ¿Una tormenta en una noche de invierno? ¿Iba la tierra a abrirse y tragarnos a todos? ¿Se elevaría el mar, convirtiendo nuestros campos de juegos en una nueva Atlántida?

Unos minutos después del primero se escuchó un segundo trueno, pero sin ir acompañado de relámpagos; luego, tras otra pausa, un tercero, y entonces empezó a caer la lluvia, al principio suavemente, luego de manera torrencial, una templada lluvia primaveral, que nos daba la bienvenida al año 2000. Me puse en pie con grandes dificultades, y a pesar de haber permanecido castamente vestido durante toda la noche, me despojé ahora de mis ropas y, completamente desnudo, me eché sobre el asfalto en la esquina de Broadway y la calle Cuarenta y dos, boca arriba, dejando que aquella auténtica catarata de agua arrastrase lejos de mí el sudor, las lágrimas y el cansancio, dejando que me llenase la boca, que me librara del desagradable sabor a vómito. Fue un momento mágico. Pero de repente me quedé helado. Mi sexo tembló y mis hombros se hundieron. Temblando, busqué mis mojadas ropas y, ya sobrio, empapado, triste, amedrentado, imaginándome truhanes y atracadores acechándome en todas las esquinas, comencé mi lento y largo periplo a través de toda la ciudad. La temperatura parecía descender cinco grados cada diez manzanas de casas que recorría; cuando llegué al East Side, sentí que me estaba quedando congelado, y cuando crucé la calle Cincuenta y siete me di cuenta de que la lluvia se había transformado en nieve, y de que la nieve iba cuajando, formando una fina capa que iba recubriendo las calles, los automóviles y los derribados cuerpos de los inconscientes y los muertos. Cuando llegué a mi apartamento, estaba nevando con plena malevolencia invernal. Eran las cinco de la madrugada del 1 de enero del año 2000 después de Cristo. Dejé caer la ropa sobre el suelo y me desplomé desnudo en el lecho, dando diente con diente, dolorido y magullado; apreté las rodillas contra el pecho y me arrebujé, esperando morir antes del alba. Pasaron catorce horas antes de que me despertase.

39

¡Qué mañana la del día siguiente! ¡Para mí, para vosotros, para todo Nueva York! ¡Hasta empezar a caer la noche de aquel primero de enero no resultó evidente todo el impacto de los locos acontecimientos de la noche anterior, cuántos cientos de ciudadanos habían perecido como consecuencia de la violencia, por alguna estúpida desventura o simplemente de frío; cuántas tiendas habían sido saqueadas, cuántos monumentos públicos destruidos, cuántas carteras robadas, cuántas personas violadas. ¿Había conocido ciudad alguna una noche como aquélla desde el saqueo de Bizancio? El populacho había perdido las riendas, y nadie intentó frenar la furia desencadenada, nadie, ni siquiera la policía. Los primeros informes explicaban que la mayoría de los funcionarios de la ley se habían unido a la algazara y, según fueron avanzando las investigaciones a lo largo de todo el día, fue saliendo a la luz lo que había ocurrido realmente: que, en lugar de contener el caos, los hombres de azul lo habían en muchos casos azuzado y dirigido. Las últimas noticias informaron que, aceptando su responsabilidad personal por el desastre, el Comisario jefe de la policía, Sudakis, había dimitido. Lo ví en la pantalla, con el rostro contraído, los ojos enrojecidos, conteniendo a duras penas la ira que le embargaba; habló entrecortadamente de la vergüenza que sentía, de la ignominia; se refirió al derrumbamiento de la moralidad, incluso a la decadencia de la civilización urbana; parecía no haber dormido en toda una semana; ofrecía la lastimosa imagen de un hombre confundido, vencido, que farfullaba y tosía continuamente; y rogué silenciosamente que los de la televisión terminasen pronto y pasaran a otro tema. La dimisión de Sudakis me reivindicaba, pero no me proporcionó el menor placer, al menos mientras, desde la pantalla, me miraba aquel rostro contrito y asolado. Finalmente, cambió la escena y pudimos contemplar los restos de toda una manzana de cinco edificios en Brooklyn que había ardido hasta los cimientos como consecuencia de la negligencia de los bomberos. Sí, sí, Sudakis había dimitido. Por supuesto. La realidad ha quedado preservada, la infalibilidad de Carvajal demostrada una vez más. ¿Quién podía haber previsto que los acontecimientos iban a dar aquel giro? Ni yo, ni el alcalde Quinn, ni tan siquiera el propio Sudakis; pero Carvajal sí.

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