En las palabras inmortales de Ralph Cudworth (1617-1688): «Existe necesidad y empleo de este enjuiciamiento y opinión estocásticos en relación con la verdad y la falsedad en la vida humana». Aquellos cuya forma de vida se rige verdaderamente por la filosofía estocástica se muestran prudentes y juiciosos, y tienden a no generalizar jamás basándose en ejemplos traídos por los pelos. Tal como demostró Jacques Bernoulli a comienzos del siglo XVIII, un hecho aislado no es presagio de nada; pero cuanto mayor sea su muestra más probabilidades tendrá de adivinar la verdadera distribución de los fenómenos en el seno de la misma.
Esto en cuanto a la teoría de la probabilidad. Rápida, aunque algo incómodamente, paso por alto las distribuciones de Poisson, el teorema del Límite Central, los axiomas de Kolmogorov, los juegos de Ehrenhaft, las cadenas de Markov, el triángulo de Pascal y muchas más cosas. Deseo ahorrarles retorcimientos matemáticos tales como: «Si p es la probabilidad de que, en una prueba aislada, se produzca un determinado hecho, y s el número de veces que se observa dicho acontecimiento en n pruebas…» Lo único que quiero que quede claro es que el estocástico puro se enseña a sí mismo a observar lo que en el Centro de Procesos Estocásticos hemos decidido denominar Intervalo de Bernoulli, esa pausa en la que nos preguntamos a nosotros mismos: «¿ Tengo realmente datos suficientes como para extraer una conclusión válida ?»
Soy secretario ejecutivo del Centro, que se fundó hace cuatro meses, en agosto del año 2000. Nuestros gastos se pagan con dinero de Carvajal. De momento ocupamos una casa de cinco habitaciones en una zona rural del norte de New Jersey, y no deseo mostrarme más específico acerca de su ubicación. Nuestra meta consiste en encontrar medios para reducir el Intervalo Bernoulli a cero; es decir, formular predicciones de exactitud cada vez mayor sobre la base de una muestra estadística cada vez menor; o, por decirlo de otra forma, pasar de la predicción probabilista a la predicción absoluta; o, en una nueva formulación, sustituir el trabajo de adivinar por la clarividencia.
Trabajamos, pues, en pro de la consecución de habilidades estocásticas. Lo que me enseñó Carvajal es que la estocasticidad no constituye el final del camino, sino simplemente una fase, que pasará pronto, en nuestros esfuerzos por una plena revelación del futuro, en nuestra lucha por liberarnos de la tiranía de la casualidad. En el universo absoluto puede considerarse a todos los acontecimientos como absolutamente deterministas; y si no somos capaces de percibir las estructuras mayores es porque nuestra visión es defectuosa. Si tuviésemos una auténtica comprensión de la causalidad, hasta el nivel molecular, no necesitaríamos apoyarnos en aproximaciones matemáticas, en estadísticas y probabilidades para formular nuestras predicciones. Si nuestras percepciones de causa y efecto fuesen lo suficientemente buenas seríamos capaces de alcanzar un conocimiento pleno de lo que va a ocurrir. Nos haríamos omnividentes. Esto es lo que nos decía Carvajal. Creo que tenía razón. Usted probablemente no lo cree. Tiende a mostrarse escéptico en relación con estos temas, ¿no? Está bien. Cambiará de opinión. Estoy seguro de que lo hará.
Carvajal está ahora muerto; murió exactamente cuándo y cómo sabía que moriría. Yo estoy aún aquí, y creo que sé también cómo moriré, pero no estoy del todo seguro, y, en cualquier caso, no parece importarme tanto como a él. Nunca tuvo la fuerza que era necesaria para sustentar sus visiones. Se trataba de un hombrecillo gastado, con ojos cansados y una sonrisa escurridiza, poseedor de un don demasiado grande para su alma y que, más que cualquier otra cosa, fue quien le mató. Si yo lo he heredado verdaderamente, espero conseguir convivir con él mucho mejor de lo que él lo hizo.
Carvajal está muerto, pero yo estoy vivo y lo estaré todavía durante algún tiempo. A mi alrededor se agitan las indefinidas torres del Nueva York de dentro de veinte años, centelleantes en la pálida luz de mañanas todavía sin nacer. Miro el mate recipiente de porcelana del cielo invernal y veo imágenes de mi propio rostro, considerablemente avejentado. Así pues, no estoy a punto de desaparecer. Me queda bastante futuro. Sé que el futuro es un lugar tan fijo, intransitorio y accesible como el pasado. Porque lo sé he abandonado a la esposa que amaba, renunciado a la profesión que me estaba convirtiendo en rico y ganado la inquina de Paul Quinn, en potencia el hombre más poderoso del mundo, quien, dentro de cuatro años, será elegido presidente de Estados Unidos. No temo a Quinn personalmente. No será capaz de perjudicarme. Puede perjudicar a la democracia y a la libre expresión, pero no a mí. Me siento culpable, porque habré contribuido a llevar a Quinn a la Casa Blanca, pero al menos comparto esa culpabilidad con usted, con usted y con usted, con sus ciegos e insensatos votos que llegarán a desear no haber emitido nunca. No se preocupen. Podemos sobrevivir a Quinn. Les enseñaré mi forma de expiación. Puedo salvarles a todos del caos, incluso ahora, incluso con Quinn resplandeciente en el horizonte y haciéndose más y más gigantesco cada día.
Antes de oír hablar de Martín Carvajal me había dedicado profesionalmente al estudio de las probabilidades durante siete años. A partir de la primavera de 1992 me consagré a las proyecciones. Puedo mirar una bellota y ver la pila de leña para el fuego; es un don que poseo. A cambio de unos honorarios, puedo decirle si creo que el negocio de las patatas fritas va a seguir siendo una industria en crecimiento, si es una buena idea abrir un salón de tatuajes en Topeka, si la moda de los cráneos desnudos va a durar lo suficiente como para que le merezca a usted la pena ampliar su fábrica de productos depilatorios de San José. Y hay todas las probabilidades de que tenga razón.
Mi padre solía decir: «Una persona no elige su vida. Su vida la elige a ella».
Puede ser. Nunca creí que fuera a dedicarme a las profecías. En realidad nunca creí que fuera a dedicarme a nada. Mi padre temía que me convirtiese en un inútil. Eso es verdaderamente lo que parecía cuando me gradué (Nueva York, 1986). Pasé mis tres años de universidad sin saber en absoluto qué iba a hacer en la vida, salvo que tenía que ser algo comunicativo, creador, lucrativo y razonablemente útil para la sociedad. No quería ser novelista, profesor, actor, abogado, agente de Bolsa, general, ni sacerdote. No me atraían ni la industria ni las finanzas, la medicina escapaba a mis capacidades, la política me parecía vulgar y vocinglera. Conocía mis habilidades, que son primordialmente de carácter verbal y conceptual, y conocía mis necesidades, que se orientan fundamentalmente hacia la seguridad y la intimidad. Era, y soy, inteligente, decidido, vivo, enérgico, dispuesto a trabajar duro, e ingenuamente oportunista, aunque espero que no oportunistamente ingenuo. Pero cuando abandoné la universidad me faltaba un foco, un centro, un punto de definición.
La vida de una persona la elige a ella. Yo siempre tuve una extraña habilidad para los barruntos misteriosos; mediante fáciles etapas la fui transformando en mi forma de vida. Como trabajo veraniego realicé algunas encuestas; cierto día, en la oficina, formulé algunos astutos comentarios sobre las pautas que revelaban los datos en bruto, y mi jefe me pidió que preparase un modelo de muestreo aproximativo para la siguiente encuesta. Equivale a un programa que te dice qué tipo de preguntas debes formular para obtener las respuestas que necesitas. El trabajo resultaba estimulante y el hecho de hacerlo bien gratificaba mi ego. Cuando uno de los clientes más importantes de mi patrón me pidió que le dejase y me dedicase al trabajo de asesoría por cuenta propia, corrí ese riesgo. De ahí a tener mi propia empresa de asesoría fue sólo cuestión de meses.
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