Robert Silverberg - Estación Hawksbill

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Estación Hawksbill: краткое содержание, описание и аннотация

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En las primeras décadas del siglo XXI se instala en Estados Unidos un gobierno autoritario que secuestra a los disidentes y los mete en la cárcel secreta de mayor seguridad de todos los tiempos: el pasado remoto. Usando una nueva tecnología que permite trasladar objetos y seres vivos por el tiempo, las autoridades crean en el período cámbrico, a mil millones de años de nosotros, la Estación Hawksbill, una penitenciaría sin rejas pero cercada por un paisaje rocoso, inhóspito y monótono, y por mares en los que abundan primitivas formas de vida. En ese mundo gris, lo único que anima a los presos es la llegada de nuevos compañeros con noticias de un futuro cada vez más borroso y lejano.

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Jack, me parece que exageras la…

—Maldita sea, déjame terminar. —Bernstein tenía la cara roja. El sudor le corría por las mejillas demacradas—. Fue un país condicionado desde el nacimiento para evitar cambios fundamentales. Pero finalmente un gobierno se comprometió demasiado y perdió el control, y se metieron en él los radicales y cambiaron tanto las cosas que todo se desmoronó y sufrimos la crisis constitucional de 1982–1984, y después el golpe sindicalista. El golpe fue tan traumático que millones de personas todavía no se han recuperado. Abren los periódicos y ven que ya no hay presidente, sino algo llamado canciller, y en vez del Congreso aprobando leyes hay un Consejo de Síndicos, y se preguntan qué son esos extraños nombres, en qué país estamos; no puede ser en el viejo Estados Unidos de Norteamérica, ¿verdad? Pero sí. Y se sienten tan aturdidos que enferman más y creen que son erizos. Muy bien. Muy bien. Pero la discontinuidad se ha producido. El viejo sistema ha sido reemplazado por algo nuevo. Los niños siguen naciendo. Las escuelas están abiertas y los maestros enseñan lo que es el sindicalismo, porque saben muy bien que tienen que enseñar eso si quieren conservar el empleo. Hoy los alumnos de quinto grado piensan que los presidentes son dictadores peligrosos. Sonríen ante los enormes tridims del canciller Arnold todas las mañanas. Los de tercer grado ni siquiera saben qué eran los presidentes. Dentro de diez años, esos niños serán adultos. Dentro de veinte dirigirán la sociedad. Tendrán, como siempre han tenido los adultos norteamericanos, un gran interés en el statu quo, y para ellos el statu quo serán los sindicalistas. ¿No lo veis? ¿No lo veis? ¡Si no nos apropiamos de los niños que están creciendo, perderemos! Los sindicalistas se apropian de ellos, los educan para que piensen que el sindicalismo es verdadero y bueno y hermoso, y cuanto más dure eso, más durará. Es algo que se autoperpetúa. Aquel que quiera volver a la vieja constitución, o que quiera enmendar la nueva, pasará por un radical peligroso, y los sindicalistas serán los chicos agradables, seguros, conservadores que siempre hemos tenido y que siempre queremos. Al llegar a ese punto, todo se habrá acabado para siempre. —Bernstein hizo una pausa—. Quiero beber algo. ¡Rápido!

La voz suave de Pleyel se oyó por encima del fuerte alboroto.

—Muy buen razonamiento, Jack. Pero me gustaría oír alguna sugerencia tuya, algún plan de la acción positiva.

—Tengo muchas sugerencias —dijo Bernstein—. Y todas empiezan por descartar la estructura contrarrevolucionaria que hemos montado. Usamos métodos apropiados para 1917, o quizá para 1848, y los sindicalistas usan métodos de 1987 y nos están matando. Nosotros seguimos entregando volantes y pidiendo que la gente firme peticiones. Y ellos tienen los canales de televisión, toda la maldita red de comunicaciones convertida en una enorme cadena de propaganda… Y las escuelas. —Levantó una mano y se puso a contar programas con los dedos—. Uno. Encontrar los medios electrónicos para entrar en los canales informáticos y otros medios para interferir en la propaganda del gobierno. Dos. Meter nuestra propia propaganda cuando sea posible, no en forma impresa sino en los medios. Tres. Organizar un cuadro de niños inteligentes de diez años para sembrar el descontento en quinto grado. ¡Y basta de risitas! Cuatro. Un programa de asesinatos elegidos para quitar…

—¡Un momento! —dijo Barrett—. Nada de asesinatos.

Jim tiene razón —dijo Pleyel—. El asesinato no es un método válido de discurso político. Además, es inútil y contraproducente, porque lleva al primer plano a líderes nuevos y más hambrientos, y convierte a los villanos en mártires.

—Allá tú. Me pediste sugerencias. Mata a diez síndicos y estaremos mucho más cerca de la libertad, pero como quieras. Cinco. Formula un plan coherente y esquemático para la toma del gobierno, por lo menos tan bien definido y organizado como el que usó la pandilla sindicalista en 1984–1985. Es decir, averigua cuántos hombres hacen falta en los puntos clave, qué clase de trabajo habría que hacer para apoderarse de los medios de comunicación, cómo podemos inmovilizar a las autoridades existentes, cómo podemos inducir deserciones estratégicas en el estado mayor de las fuerzas armadas. Los sindicalistas usaron para eso ordenadores. Lo menos que podemos hacer es imitarlos. ¿Dónde está nuestro plan maestro? Supongamos que el canciller Arnold renuncia mañana y dice que entrega el país al movimiento clandestino. ¿Seríamos capaces de formar un gobierno o terminaríamos como un montón de células fragmentadas que sólo saben soltar-teorías caducas?

—Hay un plan maestro, Jack —dijo Pleyel—. Estoy en contacto con muchos grupos.

—¿Un plan programado con ordenadores? —insistió Bernstein.

Pleyel levantó las largas manos de manera elocuente. Prefería no responder.

—Así tendría que ser —dijo Bernstein—. Contamos en nuestro grupo con un hombre que es el genio matemático más grande desde Descartes. Hawksbill tendría que estar preparando todo eso. Pero ¿dónde demonios se ha metido?

—No viene mucho por aquí últimamente —dijo Barrett.

—Ya lo sé. Pero ¿por qué?

—Está ocupado, Jack. Tratando de construir una máquina del tiempo o algo por el estilo.

Bernstein se quedó boquiabierto. De su garganta brotó un chorro de risa áspera y amarga.

—¿Una máquina del tiempo? ¿Quieres decir una cosa de verdad para viajar de manera literal por el tiempo?

—Creo que es eso lo que dijo —musitó Barrett=. No lo dijo exactamente con esas palabras. No soy matemático y no pude entender mucho de lo que decía, pero…

—Eso es lo que tú consideras un genio. —Bernstein hizo crujir los nudillos con furia—. Una dictadura en el poder, la policía secreta que detiene a gente todos los días, la situación que empeora todo el tiempo y él ahí sentado inventando máquinas del tiempo. ¿Dónde tiene el sentido común? Si quiere ser inventor, ¿por qué no inventa algo para echar al gobierno?

—Quizá esa máquina nos sirva para algo —dijo Pleyel con voz suave. Si pudiéramos, por ejemplo, retroceder en el tiempo hasta 1980 o 1982, y tomar las medidas correctivas necesarias para impedir las causas de la crisis constitucional…

—¿Hablas en serio? —preguntó Bernstein—. Mientras se desarrollaba la crisis, nosotros nos quedamos sentados lamentando el triste estado del cosmos, y finalmente lo que todos habíamos pronosticado ocurrió, y no habíamos hecho absolutamente nada para impedirlo. Y ahora hablas de subir a una loca máquina del tiempo e ir a cambiar el pasado. No lo puedo creer. No lo puedo creer.

—Sabemos mucho más sobre los vectores de la revolución, Jack —dijo Pleyel—. Quizá funcione. —Con asesinatos selectivos, puede ser. Pero ya has . descartado el asesinato como forma de discurso político. ¿Qué harás entonces con la máquina de Hawksbill? ¿Mandar a Barrett a 1980 a agitar banderas en las concentraciones? Ay, qué locura. Todo esto me está dando asco. Creo que voy a tener que ir a Union Square a vomitar.

Salió corriendo de la habitación.

—Es inestable —le dijo Barrett a Pleyel—. Casi echaba espuma por la boca. ¿Sabes una cosa? Ojalá se fuera del movimiento. Uno de estos días se indignará tanto con nuestra inflexibilidad que nos denunciará a todos a la policía secreta.

—Lo dudo, Jim. Claro que es excitable. Pero también es muy brillante. Genera ideas de todo tipo, algunas sin valor, algunas útiles. Tenemos que soportarle los momentos difíciles porque lo necesitamos. Tú tendrías que saber eso mejor que cualquiera de nosotros, Jim. ¿Acaso no es amigo tuyo de la infancia? Barrett negó con la cabeza.

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